Es curioso cómo, con la edad y la verdad, cambian las percepciones que el cuerpo va dando de la vida. Nos han vendido que los viernes, y en consecuencia los sábados por la mañana, se componen de una parte de soplido personal en la que lo que realmente deseas se convierte en cierto casi como los niños que salen corriendo del colegio sabiendo que van a encontrarse con sus deseos en forma de balón lo de consola de videojuegos. Con la edad, y lo digo para los adolescentes que se acercan a los 50 o para los que se preguntan qué hay más allá de los 30, el sábado es una especie de resaca de la semana que lanza mensajes a los músculos del cuello exigiendo estirarlos. Sin prisa, eso sí, pero con la misma tendencia que quedan en las piernas después de una carrera de resistencia: tienden a seguir dando pasos. Pasos hacia la meta que ya quedó atrás sin haber llegado el primero o el primero de los perdedores, que es el segundo puesto.
Una de las búsquedas más infructuosas de la vida es adivinar el destino, la dirección. Engañarse con aquello tan viejo y tan cierto de disfrutar del camino. En cierta ocasión un psicólogo, que no me trataba a mi, comentó que cuando sus pacientes llegan a consulta les cuenta que no sabe donde llegarán y que lo único que hace es acompañarles. Estar acompañado es muy importante aunque los sábados por la mañana estén llenos de soledad, de ese silencio que retumba con la incógnita de no haber descubierto el lugar exacto al que pertenecer. "La soledad es mejor que querer salir corriendo"- dice un amigo aunque eso podría ser lo contrario de "mejor un trabajo de mierda que no tener trabajo" y lo curioso es que hay quien salta de trabajo de mierda a mañanas en las que desea salir corriendo pero, después, intenta dar lecciones de vida y de moralidad.
Vivimos en una época en la que se dan consejos que no se cumplen en la intimidad. La culpa es de los fantasmas que llevamos en la mochila. De los miedos. De la mala gestión de la culpa. Al final triunfan los descerebrados que nos gusta llamar valientes sin acordarnos de todos los valientes que quedaron por el camino. Para levantar la bandera de conquista en una colina han muerto todos los soldados de la primera oleada pero las medallas se las damos a los supervivientes. El reconocimiento, en muchas ocasiones, es una gran ironía. Las medallas sólo decoran a los muertos pero no dan abrazos ni calor.
Conozco a quien salta de emoción en emoción. Es una persona tonta de manual porque va dándose golpes en cada esquina de la vida. Se arruinó con un negocio caduco varias veces. Se casó con la persona equivocada en dos ocasiones. Gastó dinero en hacerse coach de los malos, de los que te venden el paraíso con recetas de psicología de tercera división y ahora se la está jugando al bitcoin llevando al extremo esa máxima casi religiosa de "todos estáis equivocados menos yo". Miro su declive con sorpresa y asombro porque siempre sale y siempre está con la ilusión cargada como si esta vez fuera la buena. Envidio y me sorprendo porque yo he sido siempre de los de mirar a los lados antes de cruzar. Nunca me ha atropellado un coche pero he cruzado pocas calles. Se acerca a los 60 y jura haber encontrado su lugar en la vida diez o doce veces. Pero, oye, asegura ser feliz y eso es envidiable. Falso sí pero envidiable. Hay quien cada tres meses aparece con los ojos abiertos asegurando que ha encontrado al gran amor de su vida y se lo presenta a sus padres, a sus amigos. Hace planes maravillosos y fantasea sobre cómo suenan los apellidos en orden. Nadie le puede quitar ese trayecto ni los sábados en los que se despierta feliz aunque eso lleve, después, a un nuevo desastre. Levantar las tapas de yogurt buscando uno de los miles de premios hay a quien le vale y hay quienes no compramos yougures, con lo sanos que son si llevan fruta de verdad.
Los sábados nos retratan, demasiadas veces. Mataría por ser otro pero soy yo, buscando una dirección casi como siempre. Si me dan un mapa sigo el recorrido pero si me paro a pensar en los desvíos o en las estaciones inciertas de los autobuses me quedo parado sin comprar billete a ninguna parte. Es una tara pero me deja tiempo para escribir sin saber lo que saldrá. Será esa mi inconsciencia. Lo escribe el pequeño desastre que origino.
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