-¿Necesitas algo, hijo?- me preguntó mi madre al llegar a Madrid. -Lo cierto es que no, pero he traido unos tupper vacíos- respondí. -Y tengo que comprar calzoncillos- que, en realidad, es algo que por alguna oscura razón les encanta a las madres y a las novias, al menos a las que te quieren, si es que te regalan calzoncillos sin componente erótico incluído porque sabemos que un gran porcentaje de mujeres aborrecen los tangas pero es algo que yo, poseído por mi parte pornógrafa, regalaría. Eso sí, quizá no siempre los de un hilillo porque he reconocer que esos que acaban en tanga pero empiezan en estilo deportivo me han gustado toda la vida.
El caso es que mi hermana, que vive la segunda adolescencia merecida de su vida, decidió ir a comer a Chueca y yo acerqué, con gps y fortuna, a mi octogenaria madre al restaurante. En medio de una calle y frente al escaparate obscenamente claro de una tienda de lencería erótica masculina mi madre me cogió de la mano y me dijo: "aquí hay calzoncillos, vamos a preguntar". En ese momento la paré y le dije que no, que no era el momento, que llegábamos tarde a comer, que hacía un buen día, que podíamos pasear un poco... en resumen, que no.
Por un momento sentí esa vergonzosa sensación que tienen los hijos cuando creen que sus padres les van a poner en evidencia.
Así que llegamos al restaurante, comimos, tomamos un café y paseamos hasta la hora en la que mi sobrina va a quedar con sus amigos y, ante la pregunta de si quería que la llevase dudó por un momento y, después, me dijo que de acuerdo pero que no quería que saliera del coche cuando llegásemos. Ví que ella también tenía ese temor absurdo a los mayores que la dejan en ridículo y que ese mayor era yo.
Así que, al llegar la noche y hacer balance del día, mientras sonaba copla española en la televisión de esa casa que es un pozo sin internet y que habita mi madre, ella me dijo sin quitar la vista de la pantalla que "lo de los calzoncillos era una broma, hijo" y, en ese momento, me di cuenta que, si yo soy consciente de las cosas que vive mi sobrina en su preadolescencia, es perfectamente lógico que mi madre sea mucho más lista que yo y aún sea capaz de tomarme el pelo como el niño pequeño que sigo siendo ante sus ojos.
Tengo un montón de tuppers llenos y descubrí que canciones que le gustan a una adolescente pueden parecerse a las estrofas fáciles y graciosas que yo aprendí a su edad y que creí que mi madre nunc entendería.
Es un ciclo de lugares que creímos paraísos excluyentes y que se repiten con pequeños cambios pero las mismas esencias en ciclos de 30 años.