Mal dia para buscar

26 de diciembre de 2019

Navidad: tomas de temperatura amistosa

Siempre he pensado que la manera de felicitar la navidad, así como las fechas señaladas, tiene mucho que ver con quien lo hace. Si envía algo del tipo "que tu familia y la felicidad de estas fiestas inunden tu corazón" es un mierda sin gracia. Si te manda el mismo meme que recibiste cien veces y que ademas aparece al final del informativo como un referente de lo moderno y simpático que es nuestro pais, es un sinsorgo. Si te manda algo que solamente podeis entender esa persona y tú las cosas empiezan a parecer próximas. Si llama por teléfono, en estos tiempos de contacto bidireccional escaso, la situación mejora. Si aparece con un abrazo, joder, es alguien importante.

Pero, oh cielos, eso pone el foco siempre en el otro como si uno no fuera parte de la ecuación.

Así que empiezo a creer que no es la mierda que te manden, aunque hay personas que son siesas hasta en el amor más profundo, sino del tipo de interacción que se genera entre ambos. Por eso creo que la navidad, así como las fechas señaladas, son un termómetro del estado en el que la amistad se encuentra entre esa otra persona y tu.

Como caso más asquerosamente flagrante se encuentran esas antiguas novias, posibles o amantes, que no responden a los mensajes. Incluso alguna me tiene bloqueado cuando, en el caso particular, quien resultó sexualmente popular para el sexo opuesto no fui yo. Detallitos aparte resulta de una decepción importante descubrir que quien, por lo que fuera, tiene marcado a fuego un camerino en los entresijos del vodevil de tu propia vida ha abandonado el teatro. Hay quien responde con estupor y por educación aunque se ve, entre las lineas, lo innecesario de recordar que estas vivo. Hay quien cree que una felicitación es lo mismo que pedir algo, y no lo es. Hay quien te felicita con un regusto a los buenos momentos que tuvimos juntos sin ninguna obligación a repetirlos pero con un poso amistoso que hace sentir parecido a un abrazo de los de verdad. No me refiero a amantes porque vale para amigos, quienes creímos amigos o solamente quien alguna vez pasó por delante. La vida nos da estímulos, amistades, momentos, canciones o películas que nos afectan de una manera muy diferente dependiendo del momento en el que nos encuentren y cuando dos personas coinciden siempre vienen por caminos distintos. Tu pudiste ser para mi algo mejor, peor o casual como el anteúltimo vino de un martes.

Pero da rabia descubrir que cuando miramos al pasado lo vemos de otro color. A veces uno se siente mal por no ser lo amistoso que se le necesita. A veces uno se siente solo esperando que esté ahí, aunque solo sea para recordar lo que nos unió. A veces da rabia no acertar el momento en el que me convertí en el enemigo.

Hay momentos en los que se puede medir. Las felicitaciones de navidad son un buen termómetro que congela si está frío y abriga como una chimenea si da calor.

La realidad es que las sorpresas amables y reconfortantes son muchas más que las cabronas, pero las hay. Y es culpa de los dos. Acepto el 51% de los motivos por los que no nos hemos felicitado las fiestas (o lo hicimos de manera impersonal).

Y que el amor inunde tu corazón esta navidad. Reenviar.


21 de diciembre de 2019

Gervasio, el jubilado del banco de la general.

Gervasio es un jubilado estándar. Tiene un nombre que hace adivinar su edad, un pelo, breve y blanquecino, que ratifica esa idea. Tiene un antiguo coche deportivo sin ayudas a la conducción. Pequeño, fiable, rápido si le enfadas. Gervasio ha estado toda la vida intentando hacer las cosas como se debe, pensando en el sacrificio y en la recompensa que ha de venir después. Y, si es que viene, lo hace en pequeñas dosis. Lo hace con una pensión y una hipoteca pagada. Lo hace con los azucarillos que da el tiempo pero que se diluyen en las soledades que se han ido generando con los años. No tiene familia porque siempre estuvo demasiado ocupado para dedicar el tiempo que merecen las cosas importantes. Casi como si hubiera estado procrastinando toda la vida y fuera mucho más fácil lavar el coche que preocuparse de afianzar aquella relación que no era lo suficientemente perfecta como para saber que era una apuesta segura, una inversión sin riesgo. En cuestiones de relaciones personales siempre hay un riesgo y, según pasan los años, más.

Es un hombre que anda erguido. Tiene, si se mira bien, hasta una pose atlética. Come sano, lee las editoriales de los periódicos y sigue siendo curioso a sus más que entrados sesenta. No es viejo sino que vive en una madurez que le acompaña desde los treinta y cinco. Hace lo que debe, duerme a sus horas, nunca está demasiado borracho o es arrastrado por las sinusoides de la vida. Sabe que por fuera podría parecer aburrido y, sin embargo, hay un niño travieso que le borbotea desde dentro y al que le ha puesto freno a base de disciplina.

Gervasio, Gervi para los que intentan hacer que son sus amigos, lleva seis meses sin saber qué va a hacer cada mañana. Es una situación casi paradigmática si tenemos en cuenta que disponía de una absoluta rutina. Se levantaba sin despertador, todos los días a la misma hora. Café, seis galletas. Con cinco tenía hambre, con siete no comía a su hora. Oía la radio camino del trabajo. Crítico e informado Gervi ha sido toda la vida el incómodo contertulio que dispone de criterio propio completamente razonado. Eso no quiere decir que sea acertado pero sí que se basa en un cúmulo de datos contrastables.

Cuando se jubiló la ciudad se convirtió en un enemigo. La prisa mal entendida y esa sensación de tener que estar en todas partes sin llegar a ninguna, como si la vida fuera la necesidad de corretear en círculos. Se puso como objetivo recuperar un espacio perdido en medio de ninguna parte. Reformar, adecentar, pintar y entrar en la obligación infinita de la puesta a punto de aquella casa, hecha a base de gruesas piedras y chimenea central, que alguna vez fue solamente el espacio vital de unos veranos en pantalón corto y heridas en las rodillas. Los más viejos del lugar todavía le señalan la esquina en la que se cayó de la bicicleta arrastrando la cara por la gravilla y dejando en su cara la expresión que le marca desde toda una vida. Indiana Jones tiene una cicatriz den la barbilla y Gervi un poco más a la izquierda.

El pueblo, en algún lugar incierto y plano, no es más que un cúmulo de casas abandonadas alrededor de una iglesia sin interés histórico. Ni siquiera dan misa más allá de un domingo cada mes. El panadero llega en una destartalada furgoneta cada mañana y el ayuntamiento es una casa algo más blanca que, en un intento vacuo de llegar a la modernidad, tiene luces led y wifi sin contraseña. Todo se divide en dos: a la izquierda de la carretera quedan las casas de los que venían a hacer turismo y a la derecha las de los autóctonos. Pocos. Cuando se van muriendo los techos aparecen rotos tras las últimas nevadas y los abogados de los herederos impiden judicialmente que nadie solucione nada sin pagar a alguna lejana contraparte. Lo curioso es que esa carretera hace un giro a lo lejos para enfilar la “avenida” iluminada por el reflejo de un antigüo cartel de Coca Cola allá donde se supone que hubo un bar. Al fondo, cuando las casas terminan y que casi es tan breve que se ve el final desde el principio, hay una curva de salida a noventa grados, que vuelve a llevar al infinito. El destino, si se cruza contigo, te lleva en una vuelta al pueblo y te saca de un bandazo.

Con el tiempo y la necesidad de sentirse útil Gervi no solamente pinta y arregla su casa sino que empieza, como si fuera una obligación no escrita, a poner en orden los entresijos del pueblo. Retira piedras, señaliza derrumbes. Hace los empalmes de los cables setenteros de las farolas antiguas. Pone alguna jardinera. Cada vez que oye un motor lo mira con un extraño desdén. Les ve desde lejos y el efecto doppler del sonido del motor retumba hasta el frenazo de la salida, donde alguna vez hasta derrapan un poco. Hay un olmo en el vértice y ha decidido pintar el tronco de rojo y blanco. Una señalización rural que, después de hecha, tampoco tiene mucho efecto. Un SUV demasiado potente casi se lo lleva por delante mientras la brocha aún estaba mojada de pintura y él manchado de color. Se enfada, claro que se enfada. Sufre una de esas inútiles subidas de tensión arterial parecidas al niño gordo y torpe acosado por sus atléticos compañeros.

Habla con el alcalde porque, a pesar de la lejanía, la democracia llegó hasta aquel recóndito lugar. “No puedo hacer nada”- le dice el alcalde, boina puesta y palillo entre los dientes, justo en el camino que le lleva a visitar a su número limitado de vacas famélicas.

Entonces Gervi recordó a Clint Eastwood. No a Harry el sucio, aunque tuviera ganas de disponer de un Smith&Wesson del modelo 29. Clint tenía un bar en un pueblo y quería ampliarlo. El consistorio no le daba permiso aunque lo pidiera una y otra vez. Así que se presentó a alcalde, se dio permiso y dimitió. Todo legal.

Gervi se presentó a alcalde. Contó, en el hueco que hace de plaza principal, sus ideas de futuro para el pueblo. Puso como aval las jardineras y como objetivo una iluminación que no fuera solamente del poder institucional del alcalde. Al alcalde el palillo se le puso en punta. Plantó encima de la mesa su dedicación exclusiva y no a media partida con el latifundio ganadero de los poderosos. “Gervasio para alcalde”, dijo en una primera persona mayestática delante de los 25 habitantes que murmuraban hacia sus adentros.

El día de las elecciones, con el recuento antes de ir a misa, ya había ganado. Ya era alcalde. Así que se fue a su despacho y buscó. Durante días miró con el detenimiento de los jubilados lo referente a presupuestos hasta encontrar un hueco.

Llegaron las brigadas del ministerio y unas máquinas de asfaltar modernas. Desde antes de entrar al pueblo, pasando por la avenida, cambiaron el asfalto. Lo pusieron liso y arreglaron el drenaje. Pintaron unas nítidas líneas blancas a los lados. Alisaron, bajo las órdenes de Gervasio, la curva de salida junto al olmo. Al lado del olmo, incluso, llegó el presupuesto para un banco de madera y hierro.

Varios días después las mismas brigadas que llegaron, se fueron. Gervi miró con orgullo su carretera nueva. Sin badenes. Sin señales. Y se sentó en el banco tranquilamente. Cuando el primer coche de cuidad encontró el nuevo asfalto hizo lo que se espera: acelerar. Al llegar a la curva de salida no fue capaz de reducir con tiempo y se empotró, de lleno, contra el árbol. Gervi, sentado, asentía. Asustado con el ruido el antiguo alcalde se le acercó. La frenada aún estaba caliente y los cadáveres, dispersados entre la mezcla de hierros y madera.

-¿Qué has hecho?- preguntó.
-Me he sentado a ver como todo se va a la mierda. Solamente les he puesto el camino despejado. Con la carretera que teníamos no se iban a matar y ahora, ya ves- señalando orgulloso- no ha sobrevivido ni uno.
-¿Para eso querías ser alcalde?
-Sí. Me ha salido perfecto. Anda, llama a la ambulancia para que limpien. Mañana tengo que venir un poco antes, que es víspera de puente.


 Y es por eso por lo que los jubilados se sientan en los pueblos a ver pasar los coches.

20 de diciembre de 2019

Décimo aniversario de la soledad

Sé que no es sano pero llevo,  justamente hoy, 10 años echándote de menos.



... el veintidós de septiembre, a eso de las cinco de la tarde, petardeó mi teléfono. Mi hermana sonaba entrecortada como si estuviera escondida del mundo en el descansillo de un hospital. “Papá se muere” dijo sin ninguna duda. “Tres meses” siguió. No lo dudé. Me quedé callado sentado frente a la acera. Tampoco es parte de esta historia pero sí la modifica como una bomba nuclear que ha caído a unos metros de casa. Ahora sí era una miseria de las de verdad y en ese momento, casi con el eco de la soledad perdida en medio de la cabeza, no sabía dónde estaba, el idioma en el que hablar o incluso los lugares en los que agarrarme sin caerme. Ya casi me había caído. Busqué una voz en el hermano de mi padre pero antes de recuperarme, antes de poder saber incluso si era un día frío o uno de esos en los que el sol todavía reconforta la piel un poco según llega el otoño, mi padre llamó como todos los días. “¿Qué tal el día?”- preguntó. Yo balbuceé un “bien” o un “normal”, no lo sé. Sabía que no conocía la noticia, que estaba a la espera de resultados, que hacía veintinueve días estuvimos paseando por la playa por primera vez en casi cuarenta años. Algo notó. “¿Has hablado con tu hermana?”. Yo noté esa tensión en las pupilas que se alimenta de los dramatismos tangibles. Hubo un silencio. “Me muero, ¿verdad?”. Me rompí. “Sí”- le dije. “Bueno, no te preocupes. Cierra luego y ve a casa, que dicen que quizá refresca esta noche”.

Así que durante tres meses viajé, contuve las lágrimas todas las veces que una hombría mal entendida me lo permitió. La misma que me impedía demostrar, aceptar, reconocer o comportarme como si me estuviera despedazando. Quise ser un adulto que recibe los golpes para los que estaba entrenado. Fui también un niño que sabe que le va a doler. Fui un hijo, más de una vez. Habría pasado el primer mes y yo estaba en el hospital. Mi padre, incorporado en la cama, había puesto un partido de baloncesto. Yo lo veía desde un pequeño sofá a su lado. Estábamos solos y yo, desconozco de donde, saqué un valor infinito. “Papá”- le dije- “¿te arrepientes de algo?”. “La verdad es que ahora que lo pienso”- dijo sentando parte de cátedra, que es como hacía las cosas- “me arrepiento de no haber pasado más tiempo con vosotros. Está bien que ahora a tu madre no le vaya a faltar nada y que todo esté más o menos en orden”. Mi padre era de esas personas que siempre se adelantaba a los acontecimientos. “Está bien mirar atrás porque, en realidad, todo el esfuerzo quizá ha tenido un resultado”. Esa era una enseñanza a fuego. “Pero si te fijas”- ahí venía lo importante- “ahora no están aquí mis amigos o mis novias o mis compañeros. Quienes estáis sois vosotros y vuestra madre que duerme en ese sofá cada noche. Y eso es lo que queda. La familia. Que no se te olvide. Al final es lo más importante y todo lo demás, aunque está bien, no es tan necesario.”

Y seguimos viendo el partido.

Cada semana era un poco más larga. Cada día un pequeño paso hacia la digestión espesa y eterna que tienen los vacíos. Creo que cada día estaba un poco más lejos de todo. Dicen que no hay una realidad real. La Kabbalah mantiene que hay tantas como visiones tenemos cada uno, acorde con nuestras interpretaciones. Para ese momento ya estábamos en dos mundos diferentes y sólo teníamos retazos del que estaba viviendo el otro. El mío no era real. Me llamó por teléfono mi padre, que ya casi no andaba. Apenas dos semanas atrás le había puesto una barra junto al retrete para que se sujetara y ni siquiera sé si se llegó a sujetar alguna vez. Había pasado un pequeño tiempo en casa, sentado en su sitio delante de la tele y con una bata azul que escondía la forma en la que perdía toda la energía. “No me llames a casa mañana porque vuelvo al hospital”- me dijo. También me preguntó por el trabajo. Fui obediente y no le llamé a casa. Creo que me reconoció un par de veces aquella última semana en la misma planta en la que había estado antes y se fue sin hacer ruido, esperando a que todos estuviéramos dormidos, a las seis de la mañana de un frío y nevado veinte de diciembre. Es curioso que los recuerdos son asombrosamente claros pero soy incapaz de recordar cualquier otra cosa de esos meses y de los tres siguientes.


Saqué su ropa, ese mismo día, del armario. Recogí casi todo lo que pude pero incluso hoy existen unas instrucciones de cómo usar el dvd en una caja que habita la mesa del salón. Al revisar el ordenador me encontré unas instrucciones precisas de qué hacer en ese momento, a quien llamar, cuáles son los seguros que hay que reclamar.  Mi padre siempre se adelantaba a los acontecimientos.

Después de una breve ceremonia a primera hora de la mañana y sin nadie más que hubiera llegado a tiempo que los mínimos en número, con un palmo de nieve en las afuera de Madrid y el hielo colgando de los pequeños árboles en un fenómeno que se llama “lluvia engelante”, hice lo que se esperaba de mí. Me hice quinientos kilómetros para ir a trabajar. Nadie me vio, con mi traje oscuro y en alguna cuneta camino de la nacional I, romperme del todo.


Es imposible vivir sin un Dios, un padre, un jefe o ella misma. Alguien que se adora, se respeta, se teme a veces, premia, castiga y ayuda. Alguien con quien crecer y aprender. Mi padre no volverá, de eso estoy seguro. Cuando mi padre se sentaba en la mesa redonda que había junto a la cocina y nos decía qué es lo que se iba a hacer, como una imposición obligada. Tenía en cuenta lo que quería mi madre, lo que le gustaba a mi hermana y aquellas cosas que suponía que a mí mismo me hacían feliz. El último en ser determinante para la conclusión era él mismo y sin embargo daba la orden porque era un superhéroe del que al final descubrimos que simplemente era un humano con traje.

14 de diciembre de 2019

La reflexión británica.

El 1981 el Reino Unido ganaba sin paliativos Eurovisión con una canción positiva, coreografiada, en el que unos chicos arrancan las faldas a las chicas y con un estribillo que aún hace sonreir mientras una orquesta toca en directo.
Actualmente el Reino Unido vota con mayoria para irse de Europa, no hay un solo músico en los escenarios de los grandes eventos y ten cuidado si alguno toca una falda de refilon al levantarse a por un café no sea que te metan 38 años en la cárcel.

Vamos de puta madre, si.
Pd: Eso sí. El pelo es el de Boris.

10 de diciembre de 2019

El cine scfi de los 80 está aquí.

Todos los futuros en el cine son demoledores.

Blade Runner, Desafio Total, El quinto elemento. El deseo feliz y tonto de los "propicios días" de Demolition man. Batman sobre Gotham viendo cómo la cuidad se deshace a manos del Pingüino ( que no del Joker). En todas ellas la sociedad ha perdido. En todas, fíjate en Robocop. Una gran corporación que se ha comido todo subyuga a los ciudadanos que se quejan pero no pueden hacer nada contra las garras infinitas del gran poder. Sólo unos pocos, grises y atormentados, luchan en una guerra desigual contra cualquier cosa que, consciente de si misma, sea el Skynet de cada argumento.

La sociedad se queja, se manifiesta. Hacen grafitis en las paredes contra las injusticias pero, sin embargo, nada cambia. Y los pobres, que son todos los demás, se putean entre si preocupados en sobrevivir a hoy sin esperar nada del mañana. Por una parte podemos estar tranquilos porque es más barato llevar al cine un futuro apocalíptico que uno en el que hayamos solucionado algo por nosotros mismos.

Pero hay señales, inequívocas, de un extraño punto de partida. Es un lugar en el que hay manifestaciones, cada vez más creativas, en las que se grita mucho y se espera que con  los gritos se cambien las cosas. Es indistinto gritar porque España o Trump nos roba, porque se han muerto miles de peces en el Mediterráneo, porque un independentista anacrónico cabalga a lomos de un jamelgo amarillo creyendo que así hace algo aparte del soplagaitas. Se hacen miles de manifestaciones que parecen compensar la incapacidad de hacer nada excepto imaginativas pancartas. Y un día en el que se cita a las personas para recoger vidrio, se han ido de botellón. Porque hace frío, porque es cosa del ayuntamiento, porque se me agrietan las manos o porque estoy muy deprimido con el cambio climático. Montar un mueble del Ikea es un esfuerzo sobrehumano en un mundo de vagos enfadados que luchan contra la corporación haciendo clicks en sus teléfonos sin levantar la mirada para ver cómo se van algunas cosillas a la mierda.

Así que se manifiestan contra la opresión, los créditos trampa, las compañías abusadoras, el trabajo basura y la muerte de lo cercano en manos de la deslocalización.

Y hacen suyos los anuncios falsos en los que con ese móvil se es más feliz, las plataformas que asfixian a quienes crean y se ríen de las personas que les llaman por su nombre al entrar en una pequeña tienda. Viven con una sensación de pertenencia absurda a aquello que dice que les quiere pero les mete la mano en el bolsillo a cambio de píldoras de felicidad efímera. Son supporters de equipos de fútbol que reparte entre los directivos las cuotas de socio que pagan ellos, los que se van a sus casas sin saber dar una patada a un balón. Son de Zara, de JxCat, de Amazon Prime o de Telefónica.

Y se manifiestan pero no hacen nada como una adolescente que se quiere ir de casa pero no se termina de marchar jamás (porque lo de trabajar, no poder ir de vacaciones, quedarse sin wifi o sacrificarse por sus sueños es una utopía) mientras hace imposible la convivencia familiar. Son políticos que hacen propuestas de ley irreales pero se les olvida salir a la calle a mancharse las manos creyendo que un papel ya lo ha arreglado todo.

Piden la paz mundial mientras golpean los escaparates.

Así están, poniendo las bases para un futuro apocalíptico.
Me da igual la película que escojas.
Haz cosas, joder. Y deja de quejarte. Me encanta odiarte.

3 de diciembre de 2019

Seres perfectos: críticas de una estrella.

Hubo un día en el que Houellebeq me comentó que podría escribir mejor si cambiara algunas cosas. Sabina hizo comentarios sobre algunas de mis letras. Arzak estuvo explicándome la temperatura a la que freír los huevos. Nadal me sujetó la mano para coger la raqueta en la forma en la que el drive fuera más ajustado a la línea. Wozniak mejoró una rutina para optimizar la memoria del ordenador. Amancio dio unas pinceladas sobre la manera de optimizar la logística de mi negocio.

Pero luego llegó un gilipollas perfecto y me puso un comentario negativo en Internet. "Una puta mierda"- decía. Daba lo mismo que fuera un libro, una canción, un huevo frito, el resto de un saque, un driver en windows o que el camión llegue más tarde. Le busqué en Internet y oscilaba, bipolar de los comentarios como si no tuviera otra cosa que hacer, entre lo maravilloso y lo apocalíptico como si tuviera criterio, como si supiera discernir entre lo infernal y lo divino.

Vivimos rodeados de seres perfectos que todo lo hacen bien, que nunca se equivocan, que son los mejores en todo. Seres con la superioridad moral de decir cómo debes hacer tu trabajo y con la capacidad de criticarte.

Los mejores cocineros, los mejores hosteleros, los mejores informáticos, escritores, panaderos y críticos de cine son aquellos que no han hecho nada de todo eso. Con un gran vacío experimental lleno de nada sientan cátedra con sus estrellas incapaces de pensar si se reflejan, joden o simplemente hacen un ruido muy molesto.


Esos tipos con complejo de jubilado detrás de la valla diciendo lo mal que se hace todo pero que no saben coger una pala.

Pd: "Tiene poco producto. En internet hay más"- me puso ayer uno negativamente. Otros seres perfectos leen sus críticas. Local guide, dice su perfil. Es perfecto: nunca mea fuera de la taza.