Existe una época de la vida en la que, simplemente, los niños se dejan llevar. Comen, lloran, duermen y se ríen cuando van descubriendo pequeñas cosas. Ni siquiera, según dicen, existe una concepción del tiempo y del espacio. Es por eso es que si les tapas los ojos dejas de ser, pero al quitar tus enormes manos de su pequeña cara vuelves a existir para ellos. Es Entonces cuando se alegran como si te vieran por primera vez.
Después, porque nos volvemos más listos y más cabrones, alguien aprende que es capaz de captar la atención con el lloro. Así que, y lo llaman "niño adaptado", se aprende que dando penita se logran cosas que de otra forma requiere espera o esfuerzo.
Más tarde nos aventuramos en todo ese periodo de aprendizaje maravilloso que llega poco a poco. Normalmente es una asignatura en la que alguien nos explica los recovecos desordenados con los que moverse por la vida. Son las primeras matemáticas, hacer la cama o limpiarse el culo. Pedir las cosas "por favor", saludar gentilmente, llegar a la hora e incluso adquirir destrezas deportivas básicas.
Entonces, de una forma mágica, empezamos a identificarnos con nuestros gustos y descubrimos que nos entusiasma una música, nos excita un tipo de persona o nos sentimos mejor con una comida o una actividad. Estamos aprendiendo lo que nos gusta a nosotros y que nos diferencia del hijo del vecino de abajo, que tiene nuestra edad. Es el tiempo de las primeras veces y desde lejos siempre parece apasionante aunque también sean parte de los primeros dramas. Puede que uno experimente o se deje llevar por las modas, que se ponga hombreras o diga que le gusta muchísimo el Gold de Spandau Ballet,.Pero, de forma inconsciente, asociamos unas cosas con otras y aunque tengamos la certeza artística de lo melosamente infumable de aquella balada. Es probable que lo asociemos a la impúdica vergüenza de besar a Ana en la esquina del patio del colegio. Esa misma noche, al llegar a casa, la cama está hecha y la nevera tiene zumo. Entras con cuidado de no hacer ruido y no sabes que por muy independiente que seas hay un paraguas parental que te acompaña desde lejos. Es, exactamente, la misma forma en la que empezaste a andar en bici mientras sabías que te vigilaban por si te caías. Caerse con protección, curiosamente, te hace perder parte del miedo. Es un miedo que se puede razonar que es a la gravedad pero , en el fondo, es al desamparo enorme que da el dolor en soledad.
Con el paso de los años todo se vuelve menos emocionante y algo más gris. Los huesos empiezan a doler y un día sucede que, aunque has comido sano y has dormido tus horas, aunque no te has drogado y has seguido un número más que aceptable de consejos beneficiosos, ya no saltas tan alto o simplemente las órdenes de tu cabeza no llegan a la misma velocidad a los músculos. También sucede que hay gente que desaparece e incluso algunos te dejan las heridas que produce la decepción. Una mañana de otoño, al llegar a la ducha, descubres que se ha pasado el plazo de convertirte en el que pensabas que te convertirías. Así que mientras la toalla se lleva la humedad de tu trasero debes de buscar algo para continuar. Murieron tus padres, desaparecieron los amigos, no te gusta lo que suena en la radio y te preguntas cual fue el momento en el que tomaste un desvío equivocado. Cuales fueron las decisiones, los trabajos, las parejas, la hipoteca, el viaje, los amigos o simplemente los accidentes que te llevaron a ese sitio que no te gusta o en el que matarías por no estar. Es ese instante en el que te miras en el espejo y no te pareces en nada.
Es ahí cuando algunos intentan volver. Volver a ser un adolescente para no equivocarse, comprarse los discos de Spandau en vinilo, sacar la camiseta con un smiley, hacer bricolaje, pedir un crédito para un descapotable y jugar a que el tiempo volvió a ese momento en el que idealizaron que eran felices. Vuelan, como una polilla, alrededor de una luz que han encendido y que se apaga con el interruptor de la verdad y del tiempo.