A veces alguien me pregunta
cómo acumulo tanto odio. A veces anoto las cosas que me pasan.
27/5/2016
-No me funciona la discotequera.
-La disketera.
-Eso
26/5/2016
-Dentro del ordenador hay alguien que está empeñado en molestarme.
-¿No será un virus de esos publicitarios?
-No, no, no. Porque me va tapando las ventanas de internet y además, cuando le
escribo "hijo de satán" me pone que estoy en Bilbao. Eso es que sabe
quien soy y la prueba irrefutable de que es una persona.
23/5/2016
-Estoy enfadada porque cuando imprimo... se me acaba la tinta de la impresora
16/5/2016
-Hola. ¿Cómo cambio mi contraseña de windows?
-Pues (Configuracion, cuentas... blablabla..)
-¿Donde?, ¿si?, ¿aquí?, Un momento, ¿le doy?, ¿esto es?
(...veinte minutos después...)
-¿Y cual pongo?
5/5/2016
Hoy en "se ha roto
solo" : el misterioso caso del pen drive que se subdivide en 3 por arte de
magia.
3/5/2016
-Es que está en garantía
-Pero lo has comprado en china
-Ya, pero está en garantia
-Garantía ... china.
-¿Y no me lo haces tú?
-¿me lo has comprado a mi?
-No, en china. Pero tiene garantía
-En china
-Pero la garantía es garantía
-Garantía China, en China. Mandalo a china.
-Pero me cuesta dinero.
-Haberlo comprado con un servicio técnico aqui
-Pero cuesta
-Porque tiene garantia
-El mio tambien
-Pero en china
27/4/2016
"Quiero un mp3 que tenga muñeiras"
28/4/2016
Hoy, en frases para recordar: "he instalado el equipo desde la partitura
de recuperacion"
06/05/2016
Creo que tengo un virus
18/4/2016
-Hola, hace dos años compre un ordenador y le he puesto unos altavoces míos
viejos 5.1 y solo suenan 3. ¿Me vais a dar un ordenador nuevo?
23/3/2016
...a veces te dicen que
tienen "bichos" en el ordenador Y ES VERDAD
9/01/2016
-¿Cuánto me cuesta formatear y configurar un ordenador?
-Hacerlo bien: 60
-!Por eso me compro uno nuevo!
-Pues nada, hombre, mucha suerte
16/12/2015
PEN DRIVE
PEN DREIK
PAN DRAI
PINGUI
PANDRAIF
PIEDRA
13/10/2015
-Necesito un portatil para estudiar.
-Bueno, tenemos desde 265 pero yo me plantearía unos 450€...
-Eso es muy caro, que me acabo de comprar el iphone6
-¿Y estudias con él?
-No, claro.
-¿Cuanto pensabas gastar en un portátil?
-No se... unos cien
26/09/2015
-Y esto que me dices que necesito ... ¿crees que lo encontraré más barato en
internet?
-Ojala le manden una piedra.
Siempre he mantenido la imposibilidad personal que tengo, ante la ocurrencia, de hacer un trío. Sin embargo es lógico, por comodidad y falta de consecuencias, que lo ideal es ser el invitado.
Lo ideal es ser el otro, el segundo, el que se puede ir a su casa a ocupar toda la cama y después, por la mañana, sentir la capacidad moral de criticar a los otros dos si es que se cruzan por la calle de la mano como una pareja al uso.
"Que cabrón"- me decía un amigo al cruzarnos con un tipo y su pareja- "no me saluda pero hace tres días no paró hasta que me metió en su cama". Y le criticó, le crucificó y habló de las mil cosas que no estaba haciendo bien cuando, en realidad, su único crédito es haber sido "el otro" por un momento.
Porque ser segundo es estar ahí sin tener que ejercer de primero. "Tu hija"- le decía a mi hermana cuando mi sobrina era un bebé en mis brazos- "se ha cagado". Se la daba entonces porque la mierda la tiene que limpiar quien le corresponde, porque los cargos tienen sus cargas y es bonito jugar con un niño si te sonríe, creerte un educador pero evitar las noches en vela, las enfermedades infecciosas y la mierda hedionda y escurridiza de un pañal.
Así que lo bueno es ser el que está ahí pero no tiene responsabilidad, ser la pareja de una persona rica pero no el rico que se preocupa de mantener sus bienes y sus inversiones. Ser quien monta en el yate, quien valora la decoración del salón de la residencia de invierno, quien retoza en las sábanas de raso y quien protesta furibundamente cuando el servicio no es como debiera.
Lo mejor es vivir como quien manda pero hacer oposición y decir, en cada momento: "yo no lo hubiera hecho así" pero no hacerlo nunca. Ser quien aparece furtivo después de que se duche y tenga masticado el deseo, poder recorrer esas piernas, mirarla encima en el espejo pero no tener la responsabilidad o la obligación de llegar cuando se siente sola y lo único que puede es llorar de forma desconsolada. En esos momentos, cuando hay que estar, no estar porque, racionalmente, no es la responsabilidad del que no tiene el título, el nombre, la apuesta o el ordenamiento.
Lo mejor es ser diputado, cobrar como diputado, oponerse al gobierno, criticar cada gesto, decir "yo no lo hubiera hecho así" y no hacer nada. Por eso, en las elecciones que llegan como un dejavú, algunos a donde apuntan es al subcampeonato de los cobardes.
Yo he tenido críticas de todos los colores y he sido muy crítico demasiadas veces pero he estado pocas acompañando una enfermedad, nunca he cambiado un pañal y me he permitido demasiadas veces dar consejos. Será por eso que ahora, un poco enfermo, también estoy solo. Soy un opositor fenómeno que nunca ha tenido el valor de formar gobierno. Las pocas veces que pude tomar decisiones, la cagué.
En un país donde todos tienen opinión y serían capaces de hacerlo mejor me temo que, en realidad, nadie quiere tener la responsabilidad de hacerlo porque hacerlo es equivocarse. Hace años que envidio a los que se equivocaron y desprecio a los salvadores que gritan contra el administrador de fincas pero no se atreven a ser presidentes de su comunidad (de vecinos).
(Me he pensado mucho si poner partes de lo que intento finalizar, pero empieza así:)
1-LA CONFERENCIA
Sobre el escenario vacío, una
figura uniformada con una bata abierta y algún bolígrafo en el bolsillo,
aparece por el costado. Lleva, vestigio quizá de una modernidad mal entendida,
un micrófono alrededor de la cara.
Hay silencio. “Buenos días. Mi
nombre es Manuel Perez”- dice. Una gran pantalla blanca sin nada refleja su
propia sombra.
“Me siento un poco ridículo sobre
un escenario. No soy un orador ni un cómico. Ni siquiera me gustan mucho las
personas en general cuando se agrupan en más de nueve. Pero es lo que toca.
Alguno de mis colegas insiste en que debo de explicar los resultados de los
últimos años de mi investigación y, la verdad, es que ha resultados. Para eso
debo de hacer un poco de literatura o de historia, como lo quieran
llamar.
A lo largo de la evolución humana
siempre hemos vivido en una especie de desarrollo darwiniano que nos hacia
mejorar, como si fuera la ley de gen fuerte, para adaptarnos al medio. Nos
pusimos sobre dos patas, perdimos el pelo, hicimos herramientas, suavizamos nuestras
garras, creció nuestro cerebro y fuimos superando límites mientras nuestro
propio ser competía y superaba los siglos poco a poco. Es verdad que puede ser
probable que esas adaptaciones sean cada vez más rápidas y nuestros nietos
tengan los pulgares mucho más ágiles que los nuestros gracias a algo tan tonto
como la comunicación en los smartphones. Aunque quizá no sea tan tonto porque
eliminar parámetros de la comunicación como la entonación o los gestos puede
ser, en realidad, una forma de adaptarse o de usar en ventaja propia esa misma
carencia. Viene a ser jugar a un juego en el que desaparecen dos o tres reglas
y quizá nos da la sensación de poder ganar con mayor facilidad. Eliminar, bajo
la excusa de la tecnología, es en si mismo una manera de seguir las propias
teorías de la evolución aunque no hacia delante o, por lo menos, lo que hemos
considerado que es ir hacia delante.
Eso mismo, ese planteamiento tan
sencillo de intentar adivinar lo que el propio ser humano desea para si mismo
es lo que inicia mi estudio. Durante años hemos generado modos de catalogar y
cuantificar nuestra salud. Hemos medido los glóbulos rojos y las transaminasas.
Hemos establecido unos grados de colesterol en los que debemos de estar. Hemos
desarrollado múltiples maneras de medir algo tan volátil como la inteligencia
considerándola algo innato y algo que, en su mayor medida, nos hacía mejores
seres humanos. Ser inteligente, casi como una máxima, es mejor que ser tonto.
Hasta aquí podríamos estar de
acuerdo.
Pero ser tonto no es lo mismo que
ser estúpido. La estupidez implica no querer. La tontería es no poder. Podemos
perdonar a un tonto pero no a un estúpido. Carlo María Cipolla estableció en
1988 las leyes fundamentales de la estupidez llegando a la conclusión de que es
el peor tipo de ser humano que existe.
Así que , en vez de medir la
inteligencia o los defectos cognitivos de determinados sujetos de estudio, hace
unos años intenté desarrollar un método que, sin lugar a dudas, fuera capaz de
determinar el grado de estupidez de un humano.
Se preguntarán el por qué. Para
eso no hay que considerarlo como un hecho aislado sino como una plaga. Un
estúpido procurará convertir en lo mismo a otro humano. Tenemos ejemplos muy
claros en la historia contemporánea: la moda de los años 80, los memes de
internet, el triunfo de los reality shows... Ninguna de todas esas
"cosas" mejoran al ser humano ni le adaptan a un nuevo grado
evolutivo. Simplemente restan. En el último siglo, abotargados por una
revolución tecnológica desarrollada para tener más tiempo en el que
desarrollarnos como personas, hemos usado ese tiempo en volvernos más y más
estúpidos. Hemos retorcido nuestro mundo siguiendo a líderes democráticamente
elegidos porque la mayoría posee el poder sobre los demás y, enfermos de
estupidez, hemos cometido los mayores errores de la historia de la humanidad.
Así que si fuéramos capaces de medir, sin ninguna duda, ese parámetro antes de
que nos lleve a nuestra propia destrucción, probablemente convertiremos nuestro
mundo en un lugar mejor.
La principal duda que me surge es
si acaso no es la estupidez el camino que desea la mayoría. Ser un robot evita
el miedo a la libertad. Dejarse llevar por un ideal, cumplimentar un argumento
marcado, pertenecer a una tribu o moverse en la dirección de la bandada de
pájaros a la que cada uno cree pertenecer es, en realidad, una manera de vivir.
Negarse a crecer, a decidir o a utilizar mejores herramientas, aunque estén a
nuestro alcance, es también una decisión que se debe respetar. Si alguien desea
ser estúpido hay que dejarle serlo.
Pero no premiarle. Quizá ese sea
el problema.
Ese es un dilema moral que como
científico no puedo ni debo de resolver. Solamente opino que más que medir la
inteligencia, la capacidad espacial o de razonamiento, más importante aún que
la propia salud personal o cien o doscientos virus que asolen algunas de
nuestras ciudades, el estudio, valoración y, si es posible, la erradicación de
la estupidez en nuestro mundo será la puerta a esa sociedad que siempre hemos querido
tener.
Y después de años de esfuerzo
creo poder presentar la manera incontestable de medir la estupidez. Es un test
de cinco preguntas y un análisis de sangre sencillo, como los que miden el
azúcar de los diabéticos, que nos da una cifra de 1 a 10 siendo 10 estúpido
absoluto. Yo mismo di 3, lo cual me tranquilizó porque durante un tiempo creí
estar loco, pero eso no es tonto y tampoco, por todo lo que he explicado, es lo
mismo que ser estúpido.
Tienen todos los estudios a su
disposición. Soy consciente de la peligrosidad de este test para nuestra manera
de ver la sociedad y la forma en la que nos relacionamos. Sin embargo también
creo que, como las videoconferencias, internet o la energía atómica puede
hacernos ser mejores, evolucionar. Otra cosa es que terminemos usando mensajes
de texto en vez de video, chistes de gatos en vez de conocimiento o arrasemos
ciudades en vez de dar luz a quien no la tiene.
Yo solamente pongo la
herramienta.
Muchas gracias".
2-EL IDEOLOGO
Columna de opinión: EL HEDOR DE LA CUANTIFICACION por
Roberto Martinez
“Vivimos en una sociedad anclada
en el mismo lugar desde el golpe que supuso la conciencia global de ser capaces
de acabar con nosotros mismos. Casi como un suicida al borde del puente, en pie
y por la parte de fuera, nos vimos demasiado cerca del final con tanta guerra
fria y tantas cabezas nucleares en los 80. A partir de ese momento pensar en un
movimiento audaz o en un cambio era casi como pulsar el botón equivocado. Por
eso, probablemente por eso, optamos por lo menos malo antes que por un cambio a
mejor. Aprendimos a cuantificar y seguimos cuantificando.
Nos hemos cargado más de una
ideología a golpe de talonario pero no porque la solidaridad, el reparto de la
riqueza o el bien común fueran malas ideas sino porque la mera implantación de
supuestos justos siempre ha chocado contra el egoísmo o la subjetividad del
individuo. Repartir está bien cuando a uno le toca recibir pero no es lo mismo
cuando hay que dar y, en realidad, eso mismo vuelve a ser cuantificar. Los
accidentes de tráfico y las ofensas morales que se deciden en los juzgados
terminan llegando a una cifra, a una cantidad. Los seguros disponen de
parámetros que valoran el daño causado dependiendo de la longitud de la
cicatriz pero no de la profundidad. Un brazo sesgado por un exceso de velocidad
tiene un precio ero no es tan sencillo valorar el apego mayor o menor que
tenemos a ese brazo. No vale lo mismo mi pierna, inútil para algo que no sea
andar, que la de un futbolista de primer nivel. Quiero pensar, en un alarde de
egocentrismo, que mis conexiones neuronales son más valiosas que algunas otras
porque también las entreno. Sin embargo el futbolista vale más si mete más
goles y yo valdré más si publico más. El mejor artista es el que llena más
estadios, el mejor producto es el que más vende y el profesional de éxito es el
mejor pagado.
Simplificación y cuantificación.
Menor consumo. Más eficiencia energética. Más barato. Más visitas en Internet.
Más sexo se supone mejor salud sexual.
Pero sabemos, usando el cerebro
tres centésimas de segundo, que no es así.
Los últimos años, abrumados por
una sensación de injusticia consentida, hemos vivido bombardeados con estudios
que hablan de felicidad en diferentes paises. Sociólogos se han sentado a
valorar y, una vez más, cuantificar algo tan etéreo como ser feliz y han
llegado a la conclusión de que hay países felices en zonas insospechadas del
planeta. Pero los flujos migratorios siguen moviéndose al ritmo que marca el
dinero. Ningún político promete felicidad pero sí rebajas de impuestos,
subvenciones para todos, wifi gratis o pensiones eternas. Lo cierto es que no
existe una opción viable de cambiar el mundo sino regodearse, como un cerdo en
un lodazal, en lo mismo una y otra vez mientras el hedor va creciendo.
De alguna manera existió un
momento en el que la política, entendida como un conjunto de personas capaces
de orientar a los demás por el camino correcto, desistió de intentar enseñar a
los demás, de educar. Resultó mucho más rentable acaparar el poder como quien
vende una licuadora que apostar por la inteligencia de una masa que se dedica a
sumar y restar para pagar sus facturas y sus caprichos. Si en una propuesta
electoral doble se pone, en una mano, un caramelo de limón y en la otra la paz
en el Congo, casi como en aquel experimento de Walter Mischel y los
marshmallows, la democracia se quedaría con el caramelo demostrando que las
emociones han ganado a la lógica y eso no augura un futuro prometedor. La
apuesta, racionalmente correcta, de esperar que una sociedad más madura e
inteligente fuera capaz de decidir por si misma el camino más correcto se ha
visto incorrecta.
En la seguridad vial tenemos un
ejemplo atronador. Hicimos coches más rápidos y más seguros. Construímos
autopistas de seis carriles y pedimos a los conductores que dejaran de matarse
pisando el acelerador para ver lo que se siente. Se lo pedimos por favor, se lo
pedimos poniendo imágenes de muertos desangrados en sus ojos. Tras las dos
centésimas de segundo de impacto volvían a subir las cifras de muertos en
carretera. Entonces llegaron las multas que es una manera de ir a las malas y
dejaron de correr y de matarse. Dicen “hay que conducir con responsabilidad”
pero en el fondo lo hacen para no ser multados.
Tras todos estos años es
necesario un cambio que no nos lleve al abismo al que estamos abocados. La
distribución de la riqueza o la solidaridad social son los “papá no corras” que
nos tranquilizan pero no nos hacen cambiar lo que hacemos que es, en
definitiva, lo que somos.
Mientras sigamos en el juego de
la cuantificación seguiremos haciendo más profunda la herida que enfría lo que
dijimos que queríamos ser como sociedad. Para eso hace falta valentía y un
planteamiento nuevo que evite agravios comparativos basados en cantidades.
Cuando se pierde a un familiar en
un accidente la justicia establece la cantidad económica en que se valora el
amor perdido y eso es demasiado frío pero es la manera en la que hemos
aprendido a medir algunas cosas. Si pudiéramos medir, de forma incontestable,
las sensaciones, la bondad, la honestidad o solamente la realidad de los
deseos, en ese caso debería desdecirme.”
Lo reconozco. Hace un año
reventé. Sigo supurando como una herida abierta, de esas que son muy malas, de
esas que cuando parece que están cerradas se vuelven a abrir.
También intento acabar un libro,
proyección absoluta, sobre la estupidez. Sobre la necesidad de erradicarla a
toda costa, sobre la epidemia infame que supone reconocer que es más importante
el envoltorio que el contenido, que grandes trabajos se mueren en cajones
repletos de telarañas, que aquellos que hicieron solfeo se pudren mientras unos
mamarrachos que llevan un pen drive a una discoteca y dan saltitos en el pódium,
probablemente acelerados por substancias ilegales, ganan 3000€ por sesión. Y
los niños quieren ser esos monos como antes quisieron ser futbolistas porque
todas las novias de los futbolistas son turgentes, menos la de Iniesta que
parece una persona normal.
Mientras tanto una joyería donde
un artesano tallaba las piedras con paciencia y experiencia se ha convertido en
una frutería “de la tierra”, según pone en el cartel, regentada por pakistaníes.
Las viejas compran productos robados en los reportajes de la sexta porque dicen
que les sale más barato pero juran que no son ellas las que roban porque el
delito lo comete otro, que es el que les lleva el champú a la parada de metro
acordada. No saben lo que es el experimento Milgran y, sin embargo, se niegan a
pensar en la posibilidad de que la dependienta de la perfumería sea despedida
por tener tantos hurtos. Nadie es capaz, después de todo, de mirar más allá en
el tiempo. Se llamaba “descuento hiperbólico” y hace prevalecer el beneficio inmediato
sobre el beneficio futuro. Si yo pago mis impuestos pagarán al médico que me
meta el dedo en el culo cuando me duela. Si no lo hago, no habrá médico pero
entonces alguien querrá convencerme que la culpa, como siempre, es de los
otros. Del enemigo. Vivimos entre enemigos.
Enemigos de lo mío. Enemigos de
mis derechos. Enemigos de mi bienestar. Los padres de los niños que gritan en
la calle son el enemigo cuando no puedo dormir. Denuncia. Querella. Enfados que
son de gaseosa porque, al final, seguimos por el mismo camino.
También tenemos como enemigo a
quien nos abraza por la noche, si es que hay una parte de intento de que nos
abrace mañana. Lo llaman poliamor pero significa joderse con la modernidad de
que ahora mismo le esté mirando libidinosamente el pene o los labios (esos no,
los otros) a un extraño o a una extraña. Lo defienden como algo moderno y, sin
embargo, es ser un furcio o una furcia. Y me dicen que hay que aceptarlo, que
es lo que hay y que si no me gusta, que me joda. Y no me quiero joder porque
acepto como válida la idea de que me joda siempre la misma persona. Al final me
jode, pero no de esa manera. Y vuelvo a darme cuenta que se intenta comprar
también cariño por el envoltorio de sexo y no suele llevar premio. Quiero no desistir
de pensar que las bases siguen siendo las mismas. Que nadie es feliz con la
soledad que deja salir vistiéndose de una casa extraña, que nadie sea capaz de
disfrutar de quedarse dormido en un regazo o que incluso nadie, moderno modernísimo,
haya descubierto lo maravilloso que es cerrar los ojos en medio de un abrazo
que parezca eterno. Pero con los abrazos no se hacen muescas en el cabecero de
la cama.
Hay miedo, un miedo atroz y enfermizo, a darse y a equivocarse. Aquitifobia. A tener un sueño y no
lograrlo. A no ser capaz. A volver solo. A que el alcohol no suba. A que la
erección no cumpla. A que no quede más remedio que aceptar que el error es
propio.
Así que todos y cada uno tienen sus muros, sus escudos, sus corazas infranqueables, sus razonamientos
infalibles para no mirarse dentro. “Es el sistema”. “Es culpa de los ricos”. “El
hombre blanco occidental heterosexual empresario”. “No eres tú, soy yo”.
Todo eso, metido en la coctelera
de la vida, es un grumo incomestible.
Pero es un grumo cómodo al que se
la hacen fotos y se suben a Internet esperando que a alguien le guste y, con
suerte, se haga viral para que tu mierda la pueda disfrutar un indonesio en una
habitación oscura mientras ha mandado a los niños a coser las camisas que te
compras en una tienda muy bien decorada.
Así que reventé al tener que
aceptar que intentar hacer las cosas bien no significa nada. Reventé al descubrir
que el esfuerzo no es un valor representativo en la escala que premia y castiga
a los humanos contemporáneos. Tuve que aprender que no importa que algo
funcione si la caja es chula, que un crédito dado con usura pública pero
anunciado en la televisión tiene su público y que las buenas acciones han
dejado de ser recompensadas para convertirse de mojigaterías. Que los chicos
malos tienen mucho más éxito cuando yo estaba seguro que se casaban con los
buenos pero no es verdad.
Deduje que a vosotros, y me
refiero a la mayoría, os encanta que os engañen como lerdos. Que os apasiona oír
que vais a ser felices, ricos, delgados, follados por modelos maravillosos
porque os lo merecéis y no os dais cuenta que sois una mierda en manos de los
instintos más básicos que se van abriendo camino a golpe de tertulia y de
globalidad. La manifestaciones se abren a golpe de “democracia” pero os aterra
razonar qué es eso de la democracia o reconocer que, sinceramente, hay personas
que no lo merecen por mucho que sean personas y por mucha cara de pena que
pongan cuando les hacen un primer plano. Hay mucho hijo de puta suelto por ahí
viviendo de lo que tú te mereces o, que también es posible, tú eres un hijo de
puta que vive una vida que no le corresponde porque jamás has pensado en nadie
que no seas tú. Desafortunadamente estás de moda. Esa es parte de la definición
de estupidez.
He llegado a la conclusión que
ese es el statu quo.
Todo eso mientras los
profesionales se mueren, mientras los sastres fallecen en los callejones de
atrás del Primark, mientras los administradores de sistemas informáticos
limpian el coche a uno que hizo una app que lanzaba una luz azul a la hora de
dormir contando que es energia zen, mientras los médicos especialistas
mordisquean los huesos de los carneros que matan en las consultas de los
curanderos somalíes que juran sanar el cáncer, mientras los escritores tiemblan
con el próximo libro de Mario Vaquerizo y los enamoradizos se van a casa solos
porque alguien prometió cien furibundos orgasmos seguidos a ritmo de dj.
La opción de convertirse en un estúpido es válida, pero hay que matar a ese monstruo mal alimentado que se
llama conciencia, pero conciencia en global.
Pd: En el libro, básicamente,
deciden matar a los estúpidos pero estoy bloqueado porque no sé si salvarlos o
no. En realidad quiero que sufran.
Pd2: sigo retirado, esto no es
más que un escupitajo. Tengo que buscar un final, acabar el tratamiento e intentar salir de una pequeña ruina (equivocadamente a base de más esfuerzo esperando la recompensa).
Pd3: hay algun post mio por ahi (retocado por Alberto, que para eso es SU blog):