Mal dia para buscar

14 de febrero de 2022

14 Febrero y el trastorno límite.

En este mundo en el que los extremos cada vez son más y más grandes, devorando al equilibrio como Saturno, las canciones nos dieron la teoría. Algunos tuvieron la suerte de hacer unas prácticas. Pero no supimos encontrar el punto exacto en el que el amor de verdad, el que no vive en las películas ni en los dramas, subsiste.

Así que decidimos escondernos en nuestras cuevas de las que solo salimos para sonreir ante la foto y contar que todo, todo, es estupendo.

Cada vez que alguien insiste en lo estupendo que es todo. Cada vez que oigo las quejumbrosas penurias. Cada vez que delante mio se desgrana algún tipo de extremo, sé que es mentira.

Porque curiosamente todos vivimos en la mitad, con subidas y bajadas que siempre pueden ser mejores y siempre mucho más definitorias. Y ese concepto real es algo con el que muchos son incapaces de lidiar.

El amor cierto no es un trastorno límite de personalidad.




12 de febrero de 2022

Capitulo 12 ( extracto del libro nuevo)

porque, solo a veces, me pongo categórico...

CAPITULO 12

Si algo tiene el siglo XXI es la necesidad de opinar absolutamente de todo. Hay quien lo hace de manera amateur, y entran en la categoría de cuñados. Hay quien cobra por ello, y se llaman a si mismos analistas, pero también entran en el saco del periodismo. Hay quien es elegido por las masas, y se llaman representantes de la soberanía popular o, acortando, políticos. Si algo tienen en común, inicialmente todos ellos, es que no han hecho nada más que hablar para alcanzar ese estatus de referente intelectual. No hace falta trabajar para opinar. Ni siquiera tener experiencia, porque eso se define como “práctica prolongada que proporcional el conocimiento o habilidad en hacer algo”. Disponer de un conocimiento teórico no es tener práctica. Así que tu cuñado y el recién nombrado portavoz del asesor del ministro saben, más o menos, lo mismo. Quizá la diferencia es la entonación argumental y, en un mundo de ruidos incesantes, el volumen se sobrepone a la razón.

Otra de las características asociadas a la modernidad es la incapacidad de valorar los hechos dentro del contexto. Hay quien se enerva con cara de desagrado extremo considerando que resulta un despropósito el hecho que el general Custer no tuviera en cuenta, en 1876, el valor de la diversidad étnica al afrontar Little Bighorn. También hay quien está convencido, porque solamente depende del lado del discurso, que las normas del Imperio Romano están vigentes y nos encontramos en lucha infinita para no perder Constantinopla.

Poco más o menos vivimos rodeados de seres que habitan en sus propias series de televisión y se han otorgado a si mismos el papel protagonista. Los hechos y las diferentes realidades son valoradas bajo la lupa del héroe y los parámetros establecidos en la línea argumental de la franquicia. De esa manera los malos siempre han de ser los malos y los buenos, los mejores. Ya no importa qué se dice sino quien lo dice. Y si alguien tiene que parecer bueno o malo, según guión, se buscan motivos para ello.

Lo primero, entonces, es establecer la inmensa y lógica bondad de lo que se va a defender. Lo segundo, la irracional y malévola acción del enemigo. Lo tercero, la línea de confrontación. Lo cuarto, la superioridad moral y, para terminar, hay que ignorar las debilidades de los argumentos propios. Hay un chiste en el que una mujer yace ferozmente, con goce reseñable, en la cama con un caballero. En ese instante, como una cuba, aparece su esposo en la habitación. Él se sorprende y se queda, tartamudeando, casi sin habla. Ella le mira y le dice: “¿ya estás otra vez borracho?. Así no puede avanzar este matrimonio.”


5 de febrero de 2022

Sé que eres un estúpido (extracto con espoíler)

 A veces se me olvida como escribia yo mismo hace unos pocos años ( Extracto de "Sé que eres un Estúpido". por si no lo habeis leído):


Han quedado en la cafetería de un pequeño hotel de un pueblo equidistante de demasiados sitios. Roberto decide ir con María disfrazada de asistente, por si hay alguna parte de la recopilación de datos que se le escapa. Cuando llegan Manuel está sentado al fondo, aceptablemente sumergido entre papeles y algún dispositivo informático que aporta datos y datos sin ningún corazón, como todo lo tecnológico. Se saludan. Roberto saca un libro y se lo dedica en ese preciso instante, como una dádiva inicial, como un procedimiento de marketing calculado. Le pregunta, directo y rápido, por el origen, resumen e implicación del test de la estupidez en los últimos años. Manuel coge aire, como si tuviera que defender un proyecto frente a un tribunal al que dejar con la boca abierta.

-No es difícil recordar el lugar del que nuestra sociedad venía- empieza- En la historia las sociedades se han intentado organizar de múltiples formas. Tuvimos tribus y tuvimos reyes absolutistas. Dimos muchos pasos hasta llegar a lo que se supone que es la modernidad o, al menos, lo que vivimos como modernidad. Si nos fijamos en todo lo que llevamos a las espaldas como humanos podemos estar de acuerdo que todas y cada una de las evoluciones técnicas han alterado y cambiado nuestra forma de actuar llegando, casi siempre, a un punto mejor que el anterior. Incluso en el origen de algo tan etéreo como las religiones hay un razonamiento técnico: no relacionarse con la tribu de al lado era una forma de no pasar enfermedades para las que nuestro grupo no estaba inmunizado.

-Pero eso llevó a las cruzadas, a la lucha entre religiones.

-Cierto. La invención de la máquina de vapor y de los medios de locomoción modernos ha llevado al sedentarismo y a la obesidad como una enfermedad pero no por eso vamos a dejar de fabricar automóviles.

-No es lo mismo

-Lo es.- dice haciendo un gesto que implica querer seguir por el camino que había iniciado sin interrupciones- El caso es que la propia organización social bebe de dos fuentes: nuestras necesidades y los medios de los que disponemos para cubrirlas. Las primeras tienen una parte básica y otra que va variando. Comer es algo básico, tener wifi –dice señalando a su tablet- o que haya un buzón de correos cerca para las cartas que se mandaban el siglo pasado es algo variable. Cuantos más humanos hay en el planeta más difícil es la organización de los mismos y las formas de organizarnos han de modificarse. Es perfectamente lógico pensar que ya no somos un grupo de pequeñas organizaciones autosuficientes sino que de la misma manera que los hombres cazaban y las mujeres cuidaban de la cueva en estos momentos unos cultivan, otros manufacturan, otros dan servicios y otros se van organizando para ir moviendo el engranaje que es la propia sociedad. Todo lo que estoy contando son obviedades pero, en realidad, aún estoy a principios del siglo XIX. ¿Qué pasó después?. La democracia.

-Pero- dice Roberto- la democracia es un invento de los griegos. Antes de Cristo.

-No esa democracia.- responde como si esperara esa interrupción- Los griegos hablaban de democracia como concepto pero sólo podían tener poder de decisión los llamados hombres libres que eran, en realidad, el 10% de la población. El resto estaba muy ocupado sobreviviendo. Lo mismo puedo decir de las mal llamadas democracias urbanas que proliferaban en Europa algo después de la edad media. Un grupo de elegidos ponían las normas a su antojo. Hacían, por decirlo así, clubes de elegidos que gobernaban sobre los demás contando la mentira de ser una decisión de todos. Pero la idea “todos” es la clave. ¿Por qué?. Porque cuando en la toma de la decisión entran más personas la decisión en si misma cambia ya que responderá a lo que se considerará más o menos importante por esa conciencia, digamos, global. Cuando realmente se impone la democracia tal y como la entendemos es en el XIX y nos encontramos en una época en la que se han diluido las visiones completas de la sociedad en pro de la especialización de cada uno en el diente de su engranaje y se han primado elementos como “tener” por encima de “subsistir”. Surge esa avaricia tan humana no solamente en la mente de los poderosos sino de cualquiera que, además, cree tener poder de decisión sobre la vida de su vecino. La revolución industrial, aunque buena en su origen, es la principal responsable de la primera guerra mundial y cuando nos recuperamos de ella nos dimos de bruces, tras los “felices años 20”, con la gran depresión. ¿Por qué?. Aquí empezamos a acercarnos, porque los ciudadanos y los gobiernos se comportaron como unos estúpidos. Al descubrir la grandiosidad del mundo y poder esquilmarlo y manipularlo decidieron por su propio interés más que por el interés general. No es fruto de una sola decisión sino el cúmulo de millones de decisiones simultáneas. No hace falta decir que, como lo de las religiones de antes, era una buena idea que terminó de forma aceptablemente dramática. Las guerras mundiales son las cruzadas del siglo XX.

Manuel coge aire como si la parte de la introducción inicial hubiera quedado aceptablemente correcta e interesante. Es casi una conferencia en la que el orador está poseído por su propia seguridad. Los tres saben hasta dónde quiere llegar pero, como las películas en las que se sabe quien gana y quien pierde, en las peleas cinematográficas en las que el bueno empieza apaleado y cuando todo parece perdido se recupera victoriosamente, hay que dejar que el argumento conocido suceda y creer que hay un cambio argumental alternativo sorprendente. En realidad los finales aceptados como correctos no son más que la guionización de la esperanza mayoritaria en la supervivencia del héroe. Las historias de asombroso final no suelen tener éxito.

-Entonces alguien pensó que la democracia era la gran respuesta a todos los males, que el egoísmo de unos líderes malvados habían llevado a la quiebra a nuestra sociedad. Si los líderes los elegimos entre todos la responsabilidad se diluye. Entonces se eligió democráticamente Hitler, fruto del aprovechamiento publicitario de las condiciones impuestas a la sociedad alemana por ser la responsable, como siempre pasa con los perdedores, de la gran guerra. El problema no es que fuera algo democrático sino que utilizó el mensaje de “no se preocupen porque si yo estoy aquí no habrá ningún problema. Podrán sentarse en sus casas mientras mis amigos nazis y yo nos encargamos de su felicidad”. Luego ya pasó eso de invadir Polonia para conseguir mano de obra más barata y eso de matar judíos porque sí. Eso, dicho así, es lo mismo que luego llamaron “estado de bienestar”, basado en las teorías de Keynes. También se parece a todo aquello que denominaron comunismo donde, que es a lo que quiero llegar, alguien se encargaba de la felicidad prometida a los demás a base de ceder libertades. El capitalismo y el comunismo son dos formas de someter a un pueblo repitiéndole una y otra vez que es una decisión de todos para el bien de todos. Ganó el capitalismo porque, probablemente, dispone de la maquinaria de la publicidad y de la hipocresía. Estamos a mediados del siglo XX. Las industrias vuelven otra vez a la marcha. Los gobiernos juegan al juego de “ya estamos aquí para solucionarlo todo” y Polonia es Asia. Cuando Asia se agote nos queda India. Después de la India, África. ¿Qué pasa ahora?

 Es el momento de la traca final o, al menos de la parte en la que aparece la estrella.

 -Que cuanto más estúpido sea el ciudadano más sencillo será que las cosas no cambien. Hagamos que se preocupe por la tapicería de su utilitario, que se quede las noches trabajando para consumir los mismos productos para los que trabaja. Que su meta no sea otra que ir a un evento deportivo, cambiar de teléfono, ir de vacaciones o quejarse. Quejarse, cuando es algo constante y no resolutorio, es un rasgo de estupidez. Los últimos años del siglo XX fueron la eclosión desmesurada de la estupidez. Los derechos laborales, buenos en un principio, se convirtieron en las excusas para intentar cobrar sin trabajar. Las mejoras en seguridad automovilística un motivo para hacer tonterías conduciendo porque había creencia de inmunidad ante el choque. Las ayudas sociales, necesarias, crearon una clase social dependiente. La adaptación al final del siglo no era una adaptación de mejora sino de la forma de la obtención del mayor resultado al menor esfuerzo y la búsqueda de metas absurdas: salir en televisión por acostarse con un famoso, ser una estrella con coches caros y cicatrices de cirugía que no se noten, cobrar más por trabajar menos. Alargar, en realidad, la infancia casi hasta la muerte. La infantilización de la sociedad es absoluta. Los ciudadanos se convierten en niños a los que se les tiene que cambiar el pañal de la protección y donde descubren, como malcriados, que el que más grita, el que más se deja, el que hace la monería más grande es el que obtiene mayores resultados. Es decir, el más estúpido gana. ¿Cuál es la decisión a tomar?. Ser más y más estúpido. En ese caldo de cultivo vemos la evolución de la sociedad y esa evolución responde a las necesidades de la mayoría. En el siglo XIX se hacían carreteras, presas hidroeléctricas, medios de locomoción duraderos. A finales del siglo XX las grandes mentes se sentaban a pensar como meter a los consumidores en la rueda de algo nuevo que tampoco necesiten y la forma de transmitir fútbol en mayor calidad por televisión. La gran evolución del vídeo por internet respondió a la necesidad de ver más y más porno. No seamos hipócritas. La mayoría, igual que lo de la democracia, impone sus necesidades a resolver y no son comer ni hacer el mundo mejor. Son ver porno, tener wifi, llevar el coche más grande y tocarse las pelotas lo más que puedan la mayor parte de tiempo posible mientras un ente llamado gobierno tiene la obligación de ocuparse de todo lo demás. Eso solamente puede, en poco tiempo, acabar con la humanidad. Eso es estupidez. Erradiquémosla.

Se hace un silencio. María y Roberto se dan cuenta que hay un punto de desprecio absoluto por un determinado tipo de vida, que hay una culpabilización de los males contemporáneos perfectamente marcada en un tipo de persona o personaje.

 -¿Erradicar es aniquilar?

-No- responde Manuel con una sonrisa autocomplaciente- Erradicar es curar. La estupidez, y eso es un buen titular, se puede curar.

En ese momento asiente con un punto de satisfacción. Con una cara de haber encontrado una respuesta o una solución a algo que parecía no tenerlo. Cambia la expresión al único niño que explica, ante sus compañeros, la manera en la que solucionó el problema que puso el profesor en clase.

-El test, y eso ya lo conocemos todos, puede medir la estupidez. Yo creía que eso era todo y que era suficiente. Con esa herramienta tenía que dejar que alguien la aplicara con sabiduría y ya está. Sin embargo poder ampliar el estudio de los resultados en un campo mayor supuso establecer una serie de “estúpidos de control” y el asombroso descubrimiento que alrededor de un gran estúpido siempre hay un grupo de estúpidos contagiados. Me explico: cuando una persona se ha convertido en uno de esos que hacen de la estupidez su bandera no cree, jamás, en su propia estupidez. Así que se jacta de ello y genera un discurso sesgado en el que ha conseguido una ventaja sobre los demás. Me da igual el motivo: un producto más económico, no pagar impuestos, fingir una baja laboral o ganar más con menos rendimiento. Nunca incorpora sus contraprestaciones generales: que no haya servicios públicos o que sus compañeros tengan que trabajar más porque, en realidad, no tiene empatía aunque sí necesita una aprobación ajena. Ese es un punto negro. Entre aquellos que le escuchan aparece uno que piensa que si el primero lo ha hecho él también puede y ese, ese es un infectado. Y ese último es recuperable. Se puede curar porque hay un mecanismo mental reversible.

-¿Reversible?- pregunta María, que ya está en medio de la conversación

-Si. Tras la publicación del test y mis experimentos previos me encargaron hacer el test al funcionariado. Ahí vi esos globos de estupidez alrededor de puntos. Pero después, cuando Jorge Canales propuso y se aprobó hacer el test a la totalidad de la población descubrí que los porcentajes cambiaban y fui comparando los resultados de determinadas personas a las que habíamos hecho el test tres años antes. Las cifras eran similares pero variaban. Y no lo hacían siempre hacia arriba. Los puntos negros seguían ahí pero los contagiados, sobre todo aquellos alejados de la zona de influencia de los primeros, se curaban. Y digo se curaban porque debemos de tratar este tema como una enfermedad más. Es decir: la estupidez es una enfermedad que podemos diagnosticar. A partir de un punto es irrecuperable pero existe una franja que aún tiene vuelta atrás. Cambiando las recompensas, casi como si fuera el perro de Pavlov, podemos solucionar el problema. El hábito, la empatía, el cumplimiento de las normas aceptadas, la capacidad de proyectar las decisiones a largo plazo y el control de las recompensas inmediatas y lejanas son los parámetros con los que se puede curar la estupidez.

María se da cuenta que está hablando de los campos de reeducación de estúpidos como una necesidad y una obviedad. También como una deriva completamente razonada a la que ha llegado, punto por punto, a través de todo lo que ha ido contando. –Hay- le dice casi como si fuera una apuesta a que continúe- un rumor en Internet sobre que hay campos de reeducación.

-Hay uno- le afirma- No sé si presidencia me permite dar ese dato pero la verdad es que me da lo mismo porque sé que vamos por el buen camino.

-¿Qué es ir por el buen camino?- le pregunta Roberto.

-Joder. Es una obviedad. Cada vez que subimos un poco el grado de implicación del test en la vida de las personas la sociedad mejora. Mejoró ostensiblemente el rendimiento de las administraciones públicas. Se redujo el grado de absentismo. Se optimizó la recaudación y se pasó de un 8% a un 5% el número de estúpidos. Al ver que los organismos funcionaban mejor un gran número de ciudadanos se dieron cuenta que utilizando el sentido común las cosas iban a mejor y sabemos que hay datos sorprendentes en ese periodo: menos atropellos porque se cruzaba por los sitios correctos, mayor recaudación de impuestos porque se consideraba correcto pagarlos para el bien de todos y el propio bien futuro, menor numero de divorcios porque los compromisos eran más de verdad. Hay miles de datos positivos que derivan directamente de un comportamiento más inteligente por parte de una mayoría. ¡Estábamos volviendo hacia atrás!- dice con énfasis.-  Mejoró la televisión y retiraron programas que potenciaban públicamente la nada. Subieron los sueldos de los científicos y bajaron los de los futbolistas. Eso fue, exclusivamente, apelando al sentido común.

-Y retirando el voto a unos millones de personas.

-No es el retiro, eso no importa. El voto va y viene. ¿Cómo se educa a un adolescente?. Haciéndole ver que debe de esforzarse para conseguir algo, que tiene que pensar, mejorar, trabajar.- Y saca el dedo índice- Y además en la dirección adecuada. No tenemos una sociedad tonta sino preocupada en tonterías. Abrimos el grifo y hay agua. Es un puto milagro. Pero hay que recordar de vez en cuando que eso es un milagro en vez de hacer creer que el agua potable y cristalina saliendo del grifo es un derecho constitucional.

Manuel se va desinflando. Probablemente ha llegado al final de su locución, como el freno que se pone al final de las conferencias.

-Probablemente estamos en el principio de una era- sigue como una batería de titulares necesarios para preparar el corolario- Si tenemos que seguir con el esquema democrático no podemos dejar que el sentido común se pierda porque nos perderemos con él. Puedo- dice en primera persona- acabar con la estupidez y demostrar que es el principio de una nueva sociedad mejor. Tengo las herramientas y los medios adecuados.

El científico apocado y casi invisible se ha convertido en un mesías poderoso. Lo que es más grave: está convencido de su santidad. No duda de él ni de su función. No es arrogancia pero sí vanidad. Se ha levantado como si aquello fuera un signo de haber llegado al final de la conversación. María le mira aún sentada -¿Los puntos negros no se pueden recuperar?- le pregunta. –Probablemente no- le responde con resignación -¿Y qué hará con ellos?

-Serán daños colaterales y, en lo que a mi concierne, objetos de estudio

-¿Cómo enfermos terminales?

Manuel se ha puesto una chaqueta y ha recogido sus papeles.

-Son daños colaterales. No es la primera vez que sucede en la historia- le responde con frialdad- Pero sí la primera vez en que sabemos sin ninguna duda que son culpables.

Se sienta delante de ella con la pose de un profesor al final de una clase

-Piensa en la pena de muerte. Es una barbaridad. Lo es porque existe la posibilidad de equivocarse. Porque podemos ser tan asesinos como aquel al que se decide matar. Una sola equivocación es nuestra condena. Pero –entorna los ojos- ¿y si no hubiera ninguna duda?. ¿Y si supiésemos con certeza que ese tipo que, digamos, ha matado a unas niñas después de violarlas lo volvería a hacer?. No hay posibilidad de error. En ese caso, quizá, la pena de muerte podría tener una justificación. Bien. Yo tengo esa justificación.

Y Manuel decide salir del hotel hacia su coche.