Podría despertarme acompañado de una sonrisa efímera o de esa sonrisa que es un mapa, un sentido o una dirección. Podría despertarme despacio, sin relojes, para poder visualizar la ducha y el olor a café por las mañanas. Quizá en una de esas mañanas en las que hay que recoger las pruebas de la noche anterior como un forense en el escenario de un crimen. O puede que en una de esas mañanas de prisa por no llegar incluso cuando queda todo el día por delante. Un día de lluvia o un día luminoso. Con la moto aparcada en la calle o el coche haciendo ese ruido en el rodamiento de la rueda delantera derecha que le identifican como el mío. Como el que se ha convertido en parte sin saberlo el día que llegó al garaje.
Las mejores cosas llegan sin hacer ruido y hay un día, una mañana, en la que resulta que se han quedado y no se sabe exactamente desde cuando.
Podría despertar solo, engañando al cerebro con la última visión del penúltimo sueño. Dejar que el agua resbale sin hacer mucho caso a las noticias pero sí a las señales horarias. Elegir la ropa y ponerme otra. Volver a entrar a en casa para recuperar lo que descubrí que me había dejado al llegar al ascensor. Vaciar el cenicero antes de salir. Ver el zumo en la nevera, sin abrir. Afirmar que "hoy sí" para tener un motivo con el que apretar lo dientes acercándome al trabajo. Girar el cuello hasta hacerlo crujir. Soltar aire.
Empezar.
Lunes.
Necesito que no sea como todo los lunes que llevo a las espaldas.
No es igual, pero se parece.
Hasta el martes no cambio las sábanas y con el tiempo la rutina se ha convertido en una rueda engrasada con lo habitual.
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