Pa-ta-ta, nos obligaban a decir nuestros padres cuando nos intentaban inmortalizar con aquel equipo de baloncesto en el que jugábamos de pequeños. En aquellas fotos puedes adivinar cómo alguno de aquellos pequeños jugadores a los que las camisetas les quedaban grandes disfrutaban orgullosos de la formación y otros sonreíamos para no importunar al fotógrafo paterno.
Después llegaron las fotos de la adolescencia en las que buscabas tu cara entre el enorme grupo y quizá te preocupabas más de tu aspecto físico global que de las expresiones de tu cara, a no ser que aquella foto fuera en una de esas borracheras comunitarias de las primeras noches fuera de casa.
Luego descubrimos la nueva tecnología, las posiblidad de aparecer en cualquier foto, en cualquier sitio y de cualquier forma hasta un punto en el que dejó de importarnos atusar nuestro pelo porque sabemos positivamente que en la siguiente foto no estaremos avisados.
Así que alguna tarde lluviosa de noviembre al revisar nostálgicamente las fotos podemos ser capaces de recordar aquella sensación que nos perseguía en el momento exacto que nos hicieron la foto.
Dicen que no se puede aprender ni controlar como decían que se puede con la inteligencia emocional, que es la manera de convertirte en un maquiavélico triunfador en lo laboral y, si acaso quieres completarte en un mundo superficialmente social, entre aquellas amistades que rellenan las barras de los bares que quizá frecuentes.
Pero cuando te rías y cuando te veas en las fotos sabrás, si es que te has acostumbrado a realizar ese férreo marcaje a las emociones básicas, que no es verdad.
Y además la risa es tan buena como el ejercicio físico. La risa aumenta el flujo sanguíneo. No te puedes imaginar lo bueno que debe de ser reirte y volverte a reir cuando te ves feliz en las fotos, en aquellas que sonríes sin tener que decir pa-ta-ta que son las de la risa de verdad, la que es instintiva.
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