Mal dia para buscar

26 de febrero de 2018

Apocalisis a nivel de usuario

Alguien que lee este blog y al que le gusta la música en la que se lleva sombrero de vaquero, se monta a caballo y se caza, con lazo, una res, mantiene que todas las canciones del mal llamado pop nacional se parecen a los planetas. Esta vez le voy a dar la razón.
Y dentro de la sencillez de la canción el mensaje es brutal.

Hay veces que necesitamos creernos las maldades y las conspiraciones para echar por tierra lo que nos llega como un  premio. A veces estamos esperando que venga alguien y nos joda el soleado día. Deseamos, sin decirlo, que haya un problema insalvable para ratificar que la vida no nos quiere. Seguir con nuestra nube a todas partes. Tapar la luz con una cortina y gritar que todo es gris. Ratificarnos en nuestro desastre. Hacer real una autoprofecía, una apocalipsis a nivel de usuario.

Conozco a alguien así, duermo con él a diario. Yo suelo dormir solo. En  mi lado.

Pd: segunda letra "de la cancion "las personas son maravillosas pero yo no":
"hoy vienes conmigo te arrastraré hasta el banco en el que vivo y lo único que exijo es plena meditación y nada de ambiciones que me aparten del camino de puto fracasado que me tengo preparado. Me dirás que puedo ser mejor pero sé que esta vez algo va mal conmigo. Quiero que me cuides mientras me torturo como si fuera el fin del mundo y lo llevaré contigo. No me dejes solo. Puede que me que me pegue un tiro. Me dirás que puedo ser mejor pero sé que esta vez algo va mal conmigo Es tu lado humanitario que hace que me quieras que por encima del umbral de la razón y la cordura. Ven a sumergirte en este cubo de basura (bis)"

22 de febrero de 2018

Recoger piedra.

Tuve un becario en cierta ocasión al que llamábamos "recoger piedra". No sé si alguno conoce los primeros Age Of Empires. En ese juego se seleccionaba a un habitante y se le indicaba que tenía que recoger piedra y él, complaciente y educado, se ponía a recoger piedra a ritmo hasta que terminaba. En ese momento se quedaba quieto junto al lugar donde antes estaban las piedras y no hacía absolutamente nada hasta recibir una orden nueva. Este muchacho era así y un día, a modo de prueba, le dimos una instrucción sencilla y al terminarla se sentó en un taburete y no se movió las dos horas después.  Le pregunté si se había aburrido. Dijo que hacía su trabajo. Le pregunté si consideraba que había más cosas que hacer. Dijo que cumplía las órdenes.Le mandé a su casa. Se fue,supongo, por la senda que le habían enseñado sin cambiar ni un ápice de trayecto y, por supuesto, no pensar si existe una forma de optimizar el mismo.

Ese, amigos míos, es un perfil muy habitual.

Porque ¿para qué pensar si puedo equivocarme?. De aquella forma no hay responsabilidad, culpa o sacrificio. Hay quien, como Pedro Picapiedra, tira el martillo en cuanto da la hora y se va sin ni siquiera hacer un yabadabadú. Son los  que se compran coches polacos y los que se quejan, porque es lo que toca, de la falta de criterio de los que deciden por ellos.

Algunos se vuelven locos un rato. El bigotes no lleva bigote y Ana Gabriel el pelo como una teresiana que está preparando sus nuevos votos suizos. Pero hacen lo que les dijeron que tenían que hacer y después la responsabilidad siempre es de los demás porque recibían órdenes casi como un soldado nazi en un campo de concentración. Cuando llega la hora de irse salen corriendo a un lugar lejano sin derecho de extradición, no sea que haya que ir a la cárcel y eso son horas extras no remuneradas aunque aprendas a pochar cebolla. La diferencia es que "recoger piedra" creía que no hacía daño aunque sus compañeros se quejaban de lo vago que era y otros se escudan en disposiciones morales discutibles para hacer lo mismo aunque hubieran estado más guapos en un taburete sin moverse.

Son ejemplos de cómo se intenta hacer cualquier cosa que no pueda implicar responsabilidad.

Ser responsable es el miedo que nos llega. Ya no lo dan  en las escuelas. La robótica tampoco lo tiene.

Hay un chiste muy viejo que lo describe perfectamente. Ella es una mujer hermosa. Mucho. Tiene una mirada dulce y salvaje. Él se acerca y la empieza a hablar. Ella sólo hace gestos, asiente si le hacen una invitación, sonríe con unos perfectos dientes alrededor de los labios con comisura ascendente, que es como son los más atractivos. Cruza unas piernas largas y suaves mientras se sienta y él la sigue hablando,hipnotizado como un adolescente. Al cabo de un buen rato le pregunta por qué no le habla y ella, con voz chirriante responde "¿Pa qué, pa cagarla?". Ella  sabe que sin hablar todo le sale mejor. Perder la perfección  está muy mal visto.

14 de febrero de 2018

14 de febrero y los asuntos pendientes

(literatura que estaba guardada por ahí basada en hechos reales)

"Me equivoqué". Una vez decidí marcharme aceptando la derrota.

Alguien me dijo, oyendo parte de la historia, que la culpa es algo demasiado fuerte e incontrolable. Que cogerla y ponerse encima de ella como si fuera una granada lo único que consigue es hacerte reventar. Que ella esperó porque lo decidió y que tomó sus decisiones, que esa metralla no debe estar toda haciéndome sangrar las entrañas.

Los años siguientes la necesité en cada momento en el que algo importante me sucedía. Siempre me sentí como un infiltrado incómodo al otro lado del teléfono. Siempre, sin excepción, volvíamos a aquellos meses como si fuera una conversación pendiente sin finalizar. Ella juega a anticiparse a todos los acontecimientos y yo le digo que ésta vez se equivoca. Pasa todos los días a menos de cien metros de mí y no la veo nunca. Sabe que hubo una época en la que buscaba verla y esperar que al descubrirme sonriese arrugando un poco la punta de la nariz. Cuando nos hemos cruzado, a veces en lugares insospechados y lejanos, siento que se pone en guardia. Me creo ser un dolor que aparece cuando me mira.

La última vez que hice el amor con ella, ya derrumbados y en el pleistoceno, lloré como un niño pequeño. Nunca más me ha pasado. Y aunque parezca que la lógica de las historias de amor tiene la norma no escrita de un final feliz o un final completo y resquebrajante no me convertí en Miss Havisham. Ni ella, supongo. Miss Havisham fue un personaje real en el que Dickens se basó para la creación de Grandes Esperanzas, porque todos los relatos tienen un porcentaje de realidad. Aquella mujer de hace dos siglos, abandonada el día de su boda y perdidamente enamorada, decide parar el tiempo justo en ese momento. Vistiendo el traje de boda. Dejando la mesa del banquete puesta con el pastel pudriéndose y todos los relojes detenidos a las nueve menos cuarto. En realidad se llamaba Eliza Emily Donnithorne y murió, como no, de un problema de corazón. No sé si ella se detuvo. Yo lo hice y no fue, sobre todo después de que mi cara tuviera que admitir que seguía buscándola en todos los lugares y en alguna cama, de las que siempre salgo furtivo para dormir en la mía.
Hay partes de nosotros mismos que no podemos dominar sino hacernos espectadores. Yo lo soy de la parte de mí que sale, incontrolada como la entonación de un villancico.

He llegado a la conclusión de varias cosas. La vida, incierta y extraña, puso ante mí la pieza necesaria para cubrir y ocupar un determinado vacío irremediable. Pero nunca se cubre de la misma forma sino de un modo incremental, como un ciclo. Es imposible vivir sin un Dios, un padre, un jefe o ella misma. Alguien que se adora, se respeta, se teme a veces, premia, castiga y ayuda. Alguien con quien crecer y aprender. Mi padre no volverá, de eso estoy seguro. Llevo años sin verla aunque alguna vez volvimos a hablar por ese medio que pone distancia fingiendo proximidad que es el teléfono. Casi estoy convencido que jamás volveré a verla frente a mí, con las puertas abiertas a mis manos y esos ojos entornados un momento antes de abrazarnos para planear lo que haya que hacer el fin de semana y que casi siempre será lo que ella decida. Cuando mi padre se sentaba en la mesa redonda que había junto a la cocina y nos decía qué es lo que se iba a hacer, como una imposición obligada. Tenía en cuenta lo que quería mi madre, lo que le gustaba a mi hermana y aquellas cosas que suponía que a mí mismo me hacían feliz. El último en ser determinante para la conclusión era él mismo y sin embargo daba la orden porque era un superhéroe del que al final descubrimos que simplemente era un humano con traje. Y nos enseñó. De ella aprendí. También aprendí, aunque fuera perdiendo, a equivocarme. No es una mala enseñanza y es para siempre. He dejado las heroicidades para los demás.

“Elegir es renunciar”- me dijo una vez. Y curiosamente, aunque no lo crea, no elegí renunciarla. Ya se lo dije aquel día: “Me equivoqué”.


Pd: la versión buena es la que hicieron con Bunbury, pero es que ya la he puesto dos veces.
(todos tenemos asuntos pendientes que no nos dejan ver que seguimos vivos)

13 de febrero de 2018

La matraca

El otro día me decían, como dato previo para una tertulia sin rigor, que los niños más acosados por internet eran los gays, los gitanos, lesbianas e inmigrantes. Yo pregunté, porque soy muy de preguntar, que dónde estaban los insultos a los gordos o a los que tienen orejas de soplillo. Me respondí yo solo: los gordos no tienen una asociación que les proteja de los miserables. Los de las orejas lo único a lo que pueden recurrir es a los cirujanos plásticos.

Gordos y gordas no tienen  amparo legal. El mundo millenial, ese que se escandaliza de cómo se discrimina a los vasos que no están ni llenos  ni vacíos (pidiendo firmar una  petición para su reivindicación en sede parlamentaria) no ha reparado en los gordos de clase. Sí en las lesbianas, en los inmigrantes, en los gitanos y en todos los que sufren una mala pigmentación de la piel. Tiene que ser muy duro dejarse a un grupo discriminado por hacer agravios comparativos con el hombre blanco sano heterosexual  que es, a ojos de la matraca, culpable de todos los males del mundo y de la matanza de animales.
Además lo que es cierto es que no eres nadie si no perteneces a un grupo de exclusión. Ser normal no es posible. Aquí hasta el más tonto se siente discriminado y tiene alarmas dramáticas que certifican su dolorosa situación en el mundo. Todos somos Emos y no por vestir de negro sino por estar convencidos que todo es una mierda cuando el resto se dedica, casi antes de lavarse los dientes por la mañana, a preparar las formas malévolas y salvajes de intentar depreciar un poco más a la minoría que representamos.

Y si no estamos muy seguros de pertenecer a una minoría sólo tenemos  que encender la radio, poner la televisión o vivir dentro de cualquier tertulia. En los años 80 se hablaba del Sida  y todos acabamos comprando millones de condones que nunca se usaron pero que nos mantenían a buen recaudo de la matraca del momento porque que sea una matraca no quiere decir que no sea verdad pero sí intrusiva. Eso sí, hacíamos chistes de mariquitas. Conozco homosexuales que los contaban con muchísima gracia. Después nos relajamos un poco en eso de los preservativos y comprendimos que lo importante es ser persona independientemente del agujero que te ponga. Dejamos de hacer chistes de mariquitas y empezamos a hacer chistes de Franco y del rey, que son dos figuras tan recurrentes como empezar con aquello tan viejo de "se abre el telón". La juventud, es decir, los que vienen detrás nuestro, follaban a pelo (perdón, sin pelo,  que la depilación es una modernidad muy limpia que creo que responde a la necesidad de tener más espacio para los tatuajes) y no tenían ningún reparo en las diferentes opciones sexuales de cada uno. Eso sí,  se metían con el inmigrante. Pero oye, empezó la matraca del inmigrante y tras un breve periodo de tiempo ya no se señala, afortunadamente a nadie por su color de piel. Pero volvieron los chistes que incorporaban un exceso de pluma. Después no se podía tocar a un menor aunque fuera un enviado del diablo y tuviera mil quinientos boletos para una bofetada. Todos los medios y los actores se movilizaban por su defensa, las ONG, incluída Oxfam, hacían campaña considerando la bondad intrínseca de los niños de la misma forma que antes ningún inmigrante, ningún homosexual o ningún enfermo de Sida podían ser malos en alguna faceta de su vida.  ¿Sabes? Un marica cabrón que robara el dinero del cepillo de misa era impensable de la misma forma que para algunos ser cura y no ser un pederasta era una contradicción. Cuando alguien es defendido por la matraca se le atribuyen capacidades divinas y bondadosas. Mientras tanto los toreros, los banqueros y los que defienden la energía nuclear son los malos. Y los carnívoros sospechosos porque solamente los veganos tienen ganado el cielo de las verduras. No hay cortadores de jamón en la casa de Dios de la misma forma que en los años 70 todos los alemanes eran nazis.

Ahora la matraca insiste, con furiosa cólera, que todos los hombres abusan de las mujeres y las desprecian. Que nos juntamos por las noches como políticos neoliberales alrededor de unas rayas de coca que vienen de los alijos de la Interpol para agrandar la brecha laboral y fundir bombillas en callejones donde colocamos a viciosos para que las violen y las maten. Somos muy malos. Ninguna mujer es una tremenda hija de la gran puta  (o puto). Ninguna puede ser vaga o torpe, sólo lo son, si es que lo son, por culpa del hombre malvado.

Pero ahora el sida, los inmigrantes, la homosexualidad o los niños han dejado de ser interesantes. La matraca establece un estado de opinión que defender y todos los demás, no importan.

Los gordos y los que tienen orejas de soplillo, menos.

Ya han empezado a quitar cuadros de los museos porque salen mujeres desnudas. La maja de Goya es un resquicio de patriarcado machista que explota a la mujer. Catherine Deneuve es un hombre machista porque dice, de soslayo, que quizá hay algo excesivo en todo esto.

Afortunadamente es la matraca que nos toca esta vez. Cuando todo quede asolado surgirá una nueva. Y lo defenderán los  portavoces, las portavozas y todos los voceros. Se olvidarán de lo anterior porque la indignación, como la moda, no tiene memoria  y es cíclica.

Yo sigo comprando condones y se siguen caducando. No me importa con quien te acuestas excepto si te quieres acostar conmigo (y yo no) o con alguien que no quiera verte ahí detrás. No me preocupa el sexo de mi interlocutor excepto si lo pone encima de la mesa. Me da lo mismo si eras blanco,negro, tu religión, tu credo (da igual). Cogeré mi coche.  Meteré primera,segunda, tercera, cuarta, quinta y me iré al centro.
No me gustan las matracas. Me sabe mejor el sentido común por las mañanas. De eso hay muy poco.

11 de febrero de 2018

A de autoestima (y final)

Y Mikel se va sin dejar de cojear. Las mentiras hay que mantenerlas hasta el final.


Cuando se toma una decisión, quizá tras un periodo de reflexión más o menos  largo, lo que diferencia a los mediocres de los fuertes es la capacidad de llevarlo a cabo. Los visionarios son filósofos de la verdad pero los que se manchan las manos son los verdaderos artesanos y eso es una enseñanza de aquellas que se quedan clavadas a fuego. Para hacer efectiva una mentira hay que creérsela y mantenerla de forma constante porque con la tozudez se es un loco o un gran actor. Si en medio de los interrogatorios el preso se rinde puede ser por dos motivos: por no poder soportar la presión o porque la verdad se va abriendo paso. La manera perfecta de encontrar una mentira en un adolescente que llega tarde a casa es hacerle contar lo que hizo pero de manera inversa, es decir, con el tiempo al revés.
Cuando ya no hace falta se puede eliminar la mentira porque dejó de ser rentable. Mikel deja de cojear al alejarse de su último intento infructuoso. Es lo mismo que dejar de prestar atención a aquel programa de televisión infumable al que prestaba atención porque a Ana le gustaba. Casi lo mismo que aficionarse al tequila con canela y naranja  bebido a sorbos pequeños. El tequila se inventó para emborracharse rápido y ella se sentaba en casa con una rodaja de naranja, un pequeño y decorado frasco de especias que tenía canela y una botella de Matusalen. Encendía la televisión y tardaba los 45 minutos del programa en tomar los tres dedos de ron que entraban en el vaso. Era una especie de ceremonial. Siempre  en los mismos vasos. Siempre sobre una bandeja que tenía dibujadas unas vespas. Se acercaban en el sofá con una manta de cuadros y dejaban que el tiempo hiciera el resto. A veces, después, salían a la calle. A veces mantenían el calor hasta la cama, siempre hecha, donde Mikel se ponía a la derecha y ella se desnudaba para ponerse el pijama comentando el programa anterior. Le abrazaba, quizá tenían sexo, y se dormían hasta el día siguiente. Era confortable y quizá, sólo quizá, era ese tipo de orden y corrección que se ansía pero que cuando llega ya no es tan divertido. Hay veces que los ricos, los de verdad, se quejan y no se entiende pero tenerlo todo es una aspiración humana que no se satisface con la acumulación. Así que un día, sin saber explicarlo, le dijo que no estaba bien. Que había algo que fallaba. Ella le pregunto el motivo exacto. No podía ser el calor porque las calefacciones siempre estaban perfectas. La cena siempre estaba rica. El sexo era aceptable. Las sábanas siempre olían bien. Nunca faltaba pasta de dientes ni gel. La nevera estaba completa, los vasos limpios encima del fregadero y la tabla de cortar en  el cajón del extremo izquierdo de la cocina. –No quiero vivir en un hotel,  quiero vivir en una casa-. Y ella le echó de la casa dejando bien claro, en un alarde de orgullo, que se había esforzado por la perfección y que esa perfección era incuestionable. Ahora, quizá con seguridad, vive un momento perfecto con algún tipo perfecto de esos a los que nunca les salen granos ni les crece la barba de manera desacompasada.
Aquello no era autoestima, era confort. El calor confunde demasiadas veces y cuando no está, cuando el aliento hace nubes delante de la cara, se echa de menos. En ciertas ocasiones se siente la rabia de un fracaso mal entendido o simplemente se hace una irascible gestión de la culpa. Recordar lo que pudo ser aunque no fuera a ser pero que, en una valoración social hubiera sido mejor que lo que ahora parece ser es, como un juego de palabras, un detonante de ira.
Enfadado de forma irracional Mikel se mete en una tienda de utensilios de cocina y compra un cuchillo jamonero. Se va a un callejón apartado y espera. Aparece un tipo desgarbado y frágil en apariencia.  Mikel le sale al paso con el cuchillo en la mano.
-No estoy para hostias- le dice mientras nota como un escalofrío le recorre.- Dame tu autoestima.
Los atracos han de ser rápidos y directos, al contrario que la seducción.
El otro tipo, paralizado, con los movimientos lentos y las palmas de las manos abiertas levanta la camiseta y mete la mano en su estómago. Saca, viscoso como el parto de un ternero, un cubo que le da a Mikel. –Y la cartera- aunque eso es para despistar. Y Mikel mira a los lados, le grita que no se mueva, que no le siga, que no llame a la policía y se va corriendo hacia cualquier lugar en que poder contemplar su botín. Los atracadores primerizos se ponen más nerviosos que los atracados.
Tras una carrera breve que se hace eterna termina en un edificio abandonado, junto a una pared de ladrillo. Guarda la cartera y mete, no sin un poco de asco y dolor,  la autoestima en el lugar adecuado.  Coge aire. La sensación es parecida a lo que dicen que se siente en un golpe de droga intravenosa. Es un cambio brusco y después una gratificante sensación general pero sin pérdida de consciencia. La mente, que es un yonki de las emociones, lanza mensajes a los músculos. Las sensaciones son  mucho más poderosas que la razón pero entre las dos opciones existe una línea muy fina.
Se deshace del cuchillo clavándolo y rompiéndolo en varios pedazos que deja en contenedores aleatorios. Las series de policías listísimos han pasado por su recuerdo para eliminar pruebas.
Y Mikel pasea por la calle con la  espalda recta, con su autoestima robada y con un orgullo latente. Se para en un escaparate para a ver un partido de fútbol. Tiene la impresión de ser un fan del equipo deportivo local, de pertenecer a un grupo contento de formar una historia. Hasta ese momento nunca le interesó el deporte. También, no sin sorpresa, se da cuenta que mira con algo más deseo que el habitual a las mujeres rubias. Se ve a sí mismo como un gran tipo que alardea de sus orígenes, fortalecido y bien posicionado. Mikel vive una extraña dualidad entre el recuerdo que tiene de él mismo y lo que siente. Se ha pedido un vino tinto en un bar, con una tapa. Habla con el resto de los clientes del trato arbitral injusto. Descubre que los pies se le mueven cuando suena una rumba. Mikel odiaba la rumba.
-Mierda- se dice. Y busca en sus bolsillos la cartera de su víctima.
Encuentra la dirección y va en su busca. Es una puerta fría en un pasillo a  lo largo de un edificio de esos que parecen una plantación de setas arquitectónicas. Afuera hay toldos verdes en algunas terrazas y un jardín  cuidado a medias en el que parece que siempre parece que hay un barrendero recogiendo colillas con desgana. Los bordillos de las aceras ya están redondeados con el paso de los años y los buzones escupen publicidad de mentira parida por la fantasía falseada de los centros comerciales. Se prepara frente a la puerta y llama. En su mano la cartera y en la otra la autoestima. Al abrir la puerta se despeja un salón con la persiana medias,  con el sofá casi con  forma de persona y la televisión haciendo un ruido a modo de acompañamiento. El tipo se queda frío, de una forma diferente al momento del robo, al verle delante.
-Esto no es para mí- le dice mientras le devuelve lo suyo. –Perdona, ha sido un error-
El tipo la vuelve a poner en su sitio y recupera el tono de la piel. Lo ojos se aclaran y se abren. No sabe que decirle. Mikel se aparta y se va por el pasillo. Sin girarse y antes de que cierre la puerta le dice: por cierto, hemos ganado. Y suena un “!bien, la final a Madrid!” justo antes de cerrar. Mikel  se sonríe un poco casi como si hubiera ayudado a cruzar una autovía a un ciego. Es un delito pero se supone que han llegado a la otra parte. Las gallinas cruzan porque están locas y para los ciegos son los Rubicon de todos los días.


Así que ha aprendido que no es, que no debe de ser una autoestima cualquiera. No es un traje sino el traje a medida. Eso es un problema porque el campo de búsqueda se reduce al mínimo. Tiene que ser la propia.  Existen películas bien hechas, con un guion formado adecuadamente, la música y la fotografía adecuadas pero que al salir del cine dejan el cuerpo con la sensación de haber pasado unas horas que se olvidarán en el futuro. Luego, sin embargo, hay películas mediocres, con diálogos sin continuación y enfoques desafortunados que se convierten en clásicos que nos acompañan. El sexo tiene sus componentes pero por alguna razón hay un momento en el que es ese, en el que es así, con esa persona, esas manos, esa saliva y con esa cadencia. No es nada nuevo y parece todo tan diferente porque encaja. Hay más cosas de las que parece que son parte de la búsqueda de algo personal. No hay generalidades válidas porque son partes a medida. La autoestima parece que es una de esas. Si se pierde la llave de casa no vale cualquiera para abrirla, sobre todo tras la puerta blindada de nuestro interior.
Mikel busca en internet. Hace una búsqueda a lo loco y pone “autoestima” justo al nombre de su ciudad.  Al final de la segunda página de resultados aparece uno: “cementerio de autoestimas” junto a una dirección. Está en las afueras. Coge el coche. Es un pequeño almacén con una placa metálica junto a la puerta. Al entrar un operario de obliga a identificarse y le da un pase con un tiempo límite. Tiene acceso a una zona delimitada donde se encuentran las autoestimas de su vida. No la suya exclusivamente, porque ese es el objetivo de la búsqueda, sino todas aquellas con las que se ha relacionado. Perfectamente y en pequeñas cajas. En un espacio con la temperatura controlada a lo largo de pasillos ordenados y catalogados. Va viendo, casi como un mirón, los nombres que aparecen. Está la del director que tuvo en el colegio. Es una caja grande. Está la del compañero aquel que le pegaba de pequeño. No es voluminosa pero parece rocosa. Está, esponjosa como un peluche, la de su primera novia. La dubitativa y porosa de una amante ocasional de juventud. Hay una, muy pequeña, de un compañero de trabajo que nunca estaba convencido de haber hecho las cosas bien. En un lado, casi como si acabara de llegar, hay una caja con el nombre de su vecino. –No puede ser- dice extrañado. Esa misma mañana bajó con él en el ascensor y aparentaba estar seguro de sí mismo más aún que un deportista profesional al llegar a la final siendo favorito. Además tiene la vida perfecta. Un buen trabajo, una mujer que además de guapa es jodidamente lista y amable. Tiene un hijo que juega a ser un agente especial. Esa caja no debe de estar ahí pero está. –Del cementerio no sale nada- le dijeron en la puerta. –Lo que llega aquí, aquí se queda- le recalcaron. –Se utilizan en experimentación antes de que el tiempo y el olvido las elimine-.
La de Mikel no está. Ni siquiera entre la de su antiguo jefe, que la perdió en la última crisis económica, y la del vigilante jurado que pasa las noches oyendo la radio en la garita del garaje donde aparca y le saluda por su nombre cuando llega o le sonríe cómplice si es que llega tarde sin preguntar si acaso vuelve del trabajo porque es más divertido creer que vuelve oliendo a los brazos de alguna mujer con el ombligo en vertical. Eso no ha sucedido jamás pero a esas horas lo mejor es no dar detales si no son explícitos.
-No la encuentro- le dice al operario
-Entonces no está aquí.
Al volver al coche se queda en silencio. No se le quita de la cabeza la caja de su vecino, que siempre parece tan convencido de todo y, en verdad, no lo está. Unas cajas eran grandes y otras pequeñas. La composición no es estable. Las esponjas crecen y reducen su tamaño según la cantidad de agua que las compone.
Al empezar a conducir suena una de esas canciones, programadas, que le gustan. Le gusta. Le hace sentir bien. Esa sensación de saber la letra y que el bajo lleve el ritmo de los pulsos. En el borde de la autopista Mikel frena casi de golpe, como si tuviera una revelación inconsciente. En el arcén se lanza al asiento del copiloto y del frenazo han salido los tesoros que siempre esconden los bajos de los vehículos. Ahí, como un terrón de azúcar olvidado, pegado a restos, objetivo final en medio de dos monedas de un peaje y una cáscara de pipa, está. Pequeña, compacta, granulosa y suya. La autoestima no estaba perdida, que es una forma de rendición, sino olvidada. No era grande porque no es un tipo de magníficas aficiones pero las tiene. Algunas, como esa canción que no es rumbera, vienen a él. Los huecos que quedan están en su sitio como un folio por rellenar, como un formulario o como el lado frío de la cama.
La limpia con cuidado, levanta la camiseta y la pone en su sitio. La sensación no es definitiva pero sí tiene un componente enérgico como unas pilas algo gastadas que aún funcionan en el mando a distancia de la televisión del salón. Abre las ventanillas. Pone esa canción y, sentado en el capó del coche mientras mira hacia el destino que lleva la autopista, lleva el ritmo con los pies fumando el cigarro que lleva para las ocasiones especiales en la guantera.
No estaba perdida, estaba olvidada.
Se pregunta lo que puede haber detrás de la última curva que ve al fondo.
Le da lo mismo que aquello sea una autopista o una circunvalación.

8 de febrero de 2018

A de autoestima (primera parte)

A DE AUTOESTIMA
-Lo siento señor- responde automáticamente la operadora telefónica de la sección de objetos perdidos y después de golpear las teclas del ordenador- con la A de autoestima no me sale nada. ¿Está seguro que la perdió en nuestro municipio?
Al otro lado del teléfono Mikel duda.  Tampoco está tan seguro. –Bueno- balbucea un poco- en realidad es el primer lugar que recuerdo donde la eché de menos.
-Bien- le dicen de manera casi automática- hemos anotado sus datos y si tenemos alguna noticia no dudaremos en ponernos en contacto con usted. ¿Alguna consulta más?
-No, gracias
-En ese caso le pido que no se retire y procederemos a hacerle una encuesta sobre la atención recibida. Que pase una buena tarde y gracias por ponerse en contacto con el área de objetos perdidos de su ayuntamiento.
Como era de esperar, casi como una norma no escrita, en absoluto responde a la encuesta de rigor. Se queda con el teléfono inerte, como un arma recién disparada al final del brazo destensado señalando con el cañón del auricular al suelo. Sabe que no está pero no sabe dónde la perdió. Quizá fue poco a poco como una fuga de presos de un campo de concentración alemán a través del túnel. Quizá empezó esa pérdida el día en el que, con cinco años, aquella chica que le gustaba se fue con Benito porque él tenía una moto. Una mierda de moto de niño, sí, pero una moto. Amarilla y con una ruedas gruesas que le permitían ir por la playa. Él, si quería conseguir lo mismo con su bicicleta, tenía que hacer toda la fuerza sobre cada pedal  creyendo lo que se siente en la cara en los anuncios en vez de un sudor ardiente que desliza por la frente con la mala suerte de meterse en los ojos. Lo cierto es que las dos o tres veces en las que intentó hacer, sin éxito, un sprint por la playa no le vio nadie. Mikel ha sido desde niño un gran previsor de sus ridículos.

Así que se fue al armario a revisar los bolsillos de sus chaquetas y sus pantalones. Fue metiendo la mano. Sacó un pañuelo arrugado, seco y casi pétreo. Sacó un ticket de la compra de algo que ya digirió hace meses. Sacó unos céntimos, un preservativo. Sacó un billete de cinco que había sido lavado. Sacó un número de teléfono en un trozo de folio roto. Lo dejó sobre la mesa. A un lado el móvil y al otro el número. Ni idea de quien pudiera ser. Probó a escribirlo por si la memoria digital infinita lo reconocía. Nada. Llamó.
-¿Mikel?- dijo al otro lado una de esas voces de mujer que está sin identificar en algún lugar del recuerdo.
-Sí.
-¿Qué tal?
-Bien, ¿y tú?- dijo sin atreverse a reconocer que no tenía, esa voz, cara ni nombre.  Es una de las múltiples ocasiones en las que, como si nos saludásemos por la calle, no queremos parar para no admitir que no somos tan amigos o tenemos tantos recuerdos comunes. Hay un grado de amistad que incluye reconocimiento pero no conciencia. Podemos haber tenido una gran conversación, un proyecto laboral, amigos en común o incluso una noche loca pero nada más. No se ha llegado a la titulación de persona, animal o cosa. Es el limbo de las amistades que no son amigos.
Al otro lado se hace un silencio que casi está escondiendo una sonrisa maternal o irónica.
-No tienes ni puta idea de quién soy, ¿verdad?
Mikel hace un silencio.
-No
-Entonces ¿por qué has llamado?
En esos casos lo mejor es la verdad
-Encontré el teléfono en un bolsillo.
-De un pantalón beige
-La verdad es que sí.  ¿Cómo lo sabes?
-Es el que llevabas puesto cuando te lo di. Lo apuntaste. Sonreíste. Me dijiste que mañana me ibas a llamar.  Y, ya ves, todos sabíamos que era mentira. Los hombres sois unos niños grandes tremendamente predecibles. No se puede esperar mucho.- Hizo una pequeña pausa hacia el chiste o la ocurrencia- Bueno, sí, la extinción.
-Eso se arregla con un asteroide- dijo Mikel como ocurrencia.
-No, tranquilo. Es cuestión de tiempo. En fin, ¿para  qué quieres llamar a una extraña?
-La verdad es que he perdido la autoestima y la estaba buscando. Al mirar en los bolsillos por si aparecía lo único que encontré fue tu número y, no sé, quizá.
-Aquí no está Mikel. La llevabas encima cuando te conocí pero si te sirve de consuelo te la llevaste contigo e igual que mi teléfono. Por lo que veo has hecho con ella lo mismo que con el número. Sigue buscando, chico, hay miles de premios. Te dejo, que me has pillado ocupada. Cuídate.
Y ese “cuídate”  sonó como suelen sonar: si te mueres me va a dar pena pero no voy a ir a tu entierro.

Es cierto, si se para a pensarlo un poco, que alguna noche cargado con la energía que dan seis trivialidades, la oscuridad, doscientos cincuenta gramos de tumulto y tres copas de consumo lento y continuo, tuvo esa sensación de llevar la autoestima consigo. No como quien sabe dónde está o la forma que tiene pero si con la tranquilidad de saber que su ubicación es cercana. Lo mismo de quien no necesita tocar el bolsillo para saber que allí están las llaves.
¿Cuándo tuvo por primera vez esa sensación?.  Es casi un proceso  de regresión y esa regresión le llevó a casa de la abuela. Una casa con una mezcla en el olor a lejía y humedad. Con todos esos elementos que duran para siempre. La televisión de tubo que vive constantemente encendida casi como una compañía infinita y que es un pozo de indignación y escándalo que engaña haciendo  creer que el mundo se asoma por ahí cuando, en realidad, es una mano que juega al baloncesto con las emociones del corazón.
La abuela siempre le dijo que era un niño muy guapo. Listo. Le daba  largos besos en la mejilla  cogiendo su cabeza con las dos manos. Si alguien le dio la autoestima en algún momento tuvo que ser ella. De alguna manera furtiva, en una bolsa mal cerrada del supermercado y a la vez que le decía “que no se entere tu padre”. Él, niño que sale de casa pensando que llevaba  un tesoro casi robado, abriéndolo al salir del portal y encontrarla  en el fondo de la bolsa, junto a unos caramelos.
Pensándolo bien no sabe si aquello era autoestima o una semilla de narcisismo. En  los ojos de la abuela siempre luce bien. Así que fue a visitarla. Ella siempre le dice que está guapo. Es un ceremonial en el que él llega a la casa y pasa al salón tras un achuchón  de esos que aprietan pero que no se sienten invasivos. La abuela habla desde la cocina preparando un café descafeinado con leche desnatada y que acompaña de sacarina porque algún predicador televisivo de la gastronomía lo dijo alguna vez. Muy sano. Y pastas. Muchas pastas. Bizcocho y turrón  de las navidades pasadas. “Come algo más” le dice mientras se queja de lo poco que la visita y la mucha ilusión que le hace que haya venido.
-Abuela-  dice. Ella le  mira con atención pero sin dejar de ver al niño. -¿Tu no sabrás si me dejé la autoestima la última vez que estuve aquí, verdad?.
Ella  piensa una centésima de segundo y se levanta para ir a su habitación. Vuelve con el monedero en la mano. Saca un tesoro. –Ve y cómprate algo-  le dice mientras le da un par de billetes. –Aquí no te has dejado nada pero ven cuando quieras-  le sigue diciendo mientras le acerca el plato del turrón de hace meses. -¿Y qué tal de novias?. En ese momento Mikel se rinde porque la abuela ha entrado en el bucle infinito de las abuelas que se compone de una exaltación completa del nieto y un poso de enseñanza demostrado en experiencias ancestrales, esas de cuando irse a bailar era casi ser un antisistema. La escucha, sonríe, se acaba el agua disfrazada de café y vuelve a la calle sabiendo que lo que busca debe de estar en algún lugar que no ha descubierto.  Lo que es cierto es que la abuela siempre le habla del sacrificio y de la guerra, de la forma de salir a delante que tiene el esfuerzo y el  estudio. La  abuela tiene la  certeza, casi demostrable, en que el buen hacer siempre tienen una recompensa. Eso es lo que hace falta.
Al salir a la calle y en la búsqueda de un café de verdad que quite ese sabor que le acompaña entre los dientes Mikel entra en un  bar. En la puerta  hay un cartel con una cara sonriente. Pone “Taller de Coaching: elevar tu autoestima”. Eso llama su atención. Sigue leyendo: “en tu vida hay retos, sueños, oportunidades, rutinas, conflictos, logros, barreras, pérdidas, ganancias, posibilidades y lo único que permanece en la vida es el cambio. Estos talleres emplean tus capacidades y potencial innato para dar una respuesta a la gestión reactiva de tu vida y anticiparte con la gestión por-activa.” Va directo hacia allá, como si en un cartel pegado en una pared pudiera existir una respuesta. La publicidad de guerrilla tiene esa virtud de disfrazarse de señal. A cualquier humano que haya visto cine le apasionan las señales.
Al llegar recibe un pequeño papel con el nombre del Coach profesional certificado por las prestigiosas asociaciones CTI y ICF que en realidad es como si ponen tres letras juntas al azar. Llamar al Seat  124 el milcuatrocientostreinta siempre parecía que era un coche mucho más deportivo.
-¡Qué queréis!- dice un  tipo con un  micrófono colgado de la oreja y una puesta en escena de un telepredicador de 1989.
-¡Autoestima!-gritan desde algunos asientos que parecen ser los anzuelos a sueldo. Claro que eso es lo que Mikel viene buscando.
Entonces empieza a contar que en una calle de Omaha, en 1943, una tal John Smith Wilson tuvo una revelación que le hizo ser más fuerte y más feliz, que vio el camino que le llevaría al éxito y que esa revelación la pasó a sus hijos que fundaron la Wilson INC. Que les hizo ricos como nadie  gracias a las enseñanzas de su padre. Que ahora mismo, antes de dejar la sala, esa revelación la iba a compartir con todos y que serían capaces de ser todo lo que quisieran porque la verdad está dentro de todos nosotros.
-¡Seréis lo que queráis ser!- dijo levantando los  brazos casi como para hacer levitar al público.
-¿Seré campeón  olímpico?- dijo Mikel casi sin pensarlo y de esas formas en las que uno se da cuenta que ha hablado en alto al oírse.
-¡Oh!- dice el coach en cuestión.- Suba aquí conmigo.
Mikel, entonces y quizá haciendo gala de una ironía fuera de lugar, decide subir cojeando al escenario.
-Puedes ser lo que quieras si lo deseas- le dice. Las olimpiadas no son solamente para grandes corredores. Los premios y las recompensas son para todo aquel que lo desea de verdad y lo único que lo puede impedir eres tú mismo. Los límites no existen si tienes la determinación suficiente.
-Pero yo soy cojo. Es imposible.
-!Todo es posible!
-No, no lo es. Vamos, que por mucho que yo quiera no...
-¡Eso es porque no tienes autoestima!
-Uy- dice Mikel con  cara de haber encontrado el camino adecuado- en eso sí que le voy a dar la razón. Si me permite le voy a hacer una pregunta. ¿Dónde está mi autoestima?
-!Dentro de ti!
-Que no- le responde- que yo ya he ido al baño esta mañana y nada, que ahí no estaba. Y he buscado en los cajones y por casa. Incluso en el hueco de la ropa sucia y tampoco. En casa de mi abuela tampoco. Por eso estoy aquí.
-¿Y quieres encontrarla?
-Claro, joder. Creo yo que no hace falta tanta parafernalia para una simple dirección. No sé: la tienes en la bolsa de deporte. O, no sé, se la ha llevado tu madre para limpiar. Empiezo a pensar que todo esto no es más que una chufa. ¿Me lo va a decir o me quiere vender algunos fascículos?
El coach hace una mueca de enfado porque cuando el paso previo a la fervorosidad no se da es muy difícil llegar al paso siguiente. Cuando se pone en duda la divinidad de un Dios  los pupilos se sienten incómodos. Mikel no parece un convencido. Eso es un  gusano en una manzana de la que hay que estar convencido que está fresca y pura pero el espectáculo debe continuar.
-¿Dónde la has buscado, amigo?
-En objetos perdidos, en los bolsillos de la ropa usada,  en casa de una amiga y en casa de mi abuela. Pero nada, que no está. Así que vi su publicidad y pensé que quizá me podía dar indicaciones ya es usted un profesional. O- dice con  una pausa dramática- un supuesto profesional.
-Yo soy un Coach certificado y no puedo ayudar a nadie que no está en disposición de serlo. Así de sencillo. Le pido que abandone nuestra reunión.
-Sin ninguna respuesta
-¿Perdón?
-He dicho que sin ninguna respuesta. Que es un parlanchín  que promete algo que no puede llevar a cabo. Habla de recuperar la autoestima y aquí estamos todos perdidos. Aprovecha esa debilidad para prometernos algo que no puede cumplir. No puede, no sabe o lo que es peor, no quiere.  Con una puesta en escena infame y sin decir nada. La Wilson INC no aparece ni en internet. Es tan fácil como buscar.  Yo lo he hecho
El coach se tapa el micrófono con  la mano y le dice al oído: “Vete a tomar por culo rápido antes que te reviente la cara, cabrón”

Y Mikel se va sin dejar de cojear. Las mentiras hay que mantenerlas hasta el final.

(continuara....)