Mal dia para buscar

31 de diciembre de 2017

2017 review

Y, mirando atrás como quien  recuerda esa mañana lejana en la que al abrir los ojos una mujer hacía gimnasia junto a la cama, recopilo algunos links más o menos literarios de los últimos 365 días.

10/1: Capas
16/1: Buenos muy buenos, malos muy malos
18/1. Retrohumanización

14/2. El amor y las telenovelas
27/2: La historia de mi único disfraz

29/3: Miedo a las pequeñas cosas

11/5: Bruja, burbuja y brújula
18/5: Paz, amor, mentira, confrontación y verdad

9/6: Teóricos de mierda
23/6: Teorías y casas

4/8: El curriculum de los fracasos
16/8: La impaciencia hiperbólica

3/9: El efecto inverso de los titulares dramáticos
30/9: El hombre oximorón

6/12: Escapar de los refugios

El 2017 es ha sido un año  para coger impulso. No sé hacia donde.

Y descubrí, de forma sorprendente, que no soy tan invisible como un superhéroe detrás de su identidad secreta.


28 de diciembre de 2017

Los 80:la dictadura cultural que llega a mañana.

Los que tuvimos la suerte de ser parte del boom de los 70,  que es una época en la que nuestros padres se encontraron con la crisis del petróleo y casi vieron lo que nuestros abuelos les contaban de la posguerra, hemos vivido una infancia emocionante.

Hemos vivido el nacimiento del punk, el pop y hasta teníamos programas de música en televisión que no se basaba en mamarrachos de 20 años que hacen gorgoritos. Hemos descubierto a Jimmy Hendrix con los vinilos de nuestros hermanos mayores y hemos grabado en cintas de cassette dando a la pausa para que no saliera la voz del locutor entre canción y canción. Hemos asistido, atónitos, al estreno mundial del video de Thriller y a la maravillosa explisión del grunge, de radiohead e incluso del tecno del bueno, casi con Depeche. Tuvimos el London Callin´en nuestra estantería y nos quedamos de piedra con  los dos primeros discos de Los Deltonos, que eran  de la heroíca Torrelavega. Vimos en Plastic a Extremoduro. Mi vecino me pasó el primer disco de La Orquesta Mondragón y casi era  obsceno ese "...como eeees... como eeeess, es eNORME" con el que empezaba. Tuvimos a los Madness y a Los Toreros Muertos, que eran los mismo españoles.

Vimos mil veces Verano Azul, Alf, El Coche Fantástico  e incluso Falcon Crest con nuestras madres en ese periodo que había entre la comida y la merienda. Nos diferenciábamos entre los del Cola Cao y los del Nesquik,  aunque yo tenga un bote preparado en la despensa por si acaso desde hace tiempo. Jugamos al inque y elegíamos al último en el recreo para hacer equipos. Nos gustaba la chica del anuncio de Coca Cola y el más torpe, que normalmente era yo, se encargaba de poner los discos en los guateques que hacíamos para parecer mayores. Y fumábamos a escondidas teniendo miedo de las represalias de nuestros padres. Tuvimos bicicletas con asiento de moto. Las máquinas más electrónicas, Game&Watch, eran el sucedáneo para no gastarlo todo en el PacMan, el Tetris o el Ave Fénix.

Pero hemos creído que como aquello nos hizo felices debemos imponerlo a las generaciones siguientes.

De todo, absolutamente de todo (Menos de Comando G), hay una secuela, una nueva versión, una reposición. Los escenarios se llenan con Depeche, U2, Pearl Jam. Despreciamos (aunque hay mucha razón de baja calidad en ello) a todo ese fenómeno reggetonero, a los que usan el autotune, a las series llenas de anuncios y a los youtubers por miserables, zafios y carentes de contenido minimamente inteligente.

Los que hacen negocio con el ocio  saben que los padres arrastrarán a sus hijos cien millones de veces. Que el dinero no está en los que tienen veinte porque no han aprendido lo maravilloso que es el directo y creen que el sexo online es sexo cuando en realidad es pornografía. Alguno de mis amigos más jóvenes se asustan cuando algo de mp3 lo pongo en cd  sobre un equipo de música de verdad. Alguno se rinde si el vídeo dura más de cinco minutos o no tiene efectos especiales.

Sin embargo Star Wars es la película más vista.

No se si es porque los padres pagan la entrada, porque no hay otra opción,  porque la cultura se puso en pausa allá por 1995 o porque hemos aceptado imponer nuestra infancia a todas las que vengan por detrás, como si fuéramos unos dictadores de lo que debe ser, en vez de cualquier otra cosa.

A mi madre le gustan los boleros  pero no me obliga a bailarlos.
Le puse Rage Against de Machine a mi sobrina en el último viaje. Y a los Clash.
Me pareció bastante mediocre el único tema de hip hop pueril que quiso enseñarme.

Soy un nazi,lo sé. Por lo menos lo admito.

Pero, joder, ¿hay algo mejor que El Jovencito Frankenstein, Amanece que no es Poco, Top Secret, Airbag, Mazinger Z o las tres primeras de la guerra de las galaxias?. ¿Pepa Pig?. ¿Chicho Terremoto?.  No hay comparación. Es como poner frente a frente el Despacito y cualquier corte del Back in Black. Y eso que Bon Scott murió muy joven.

23 de diciembre de 2017

Fotogramas navideños.

El cine es una sucesión de fotogramas estáticos que, puestos uno detrás de otro y con minúsculas diferencias, dan la sensación de movimiento.

Algunos tenemos  memoria fotográfica y según va pasando el tiempo, si lo ponemos consecutivos, parece que algo se mueve. Lo curioso es que resulta difícil adivinar, en cada una de las instantáneas, cual es el elemento que ha cambiado. 

Es fácil si ponemos dos imágenes lejanas. El día que nos conocimos de verdad y el que nos despedazamos por saber que había un punto final que ya estaba sobrepasado. La certeza de saber que un futuro acogedor estaba puesto delante de mis capacidades y ese otro momento en el que, llorando en la ducha sin poder descubrir los golpes sobre la piel que habían dado los años, me puse en posición fetal debajo del agua caliente sin miedo a ahogarme. La estación de partida y la de llegada son lugares lejanos y el ser humano ha luchado contra la naturaleza por reducir el tiempo del camino. Quizá no por una cuestión práctica sino por perder la capacidad de volver atrás aunque fuera un destino incorrecto  o, lo que es más grave, para no enfrentarse al paso de la lluvia a la sequía, de tenerlo todo a perderlo, volver a recuperarse, caer, levantar, equivocarse todas las veces. Miramos el reloj más que al paisaje.

Un día, después de la tercera botella, nos pusimos a fantasear sobre el último pensamiento que llega antes de la muerte.  Estábamos alrededor de una mesa redonda y la conversación llegaba hasta las copas del sofá mientras los platos aún guardaban los restos de la cena. Dos parejas y un par de amigos. Ellas tenían,  por una parte, el pelo corto y suelto y por otra  una de esas coletas que salen hacia arriba y se dejan llevar por la gravedad hasta el cuello. Nosotros vivíamos en la estética impuesta de la casualidad, que es un uniforme de vaqueros, camiseta y sin afeitar. Recuerdo que lo que yo dije es que me gustaría que fuera un "ah, era por esto", y luego morirme. En realidad siempre he estado convencido de mi muerte temprana porque es una manera de llamar la atención. Los ancianos no suelen tener funerales abarrotados y dramáticos sino que son obviedades determinadas por el tiempo. Un fundido a negro que son acumulaciones estáticas de grises,  uno encima de otro, hasta nublar del todo la visión.

La cena de navidad se hacía en la mesa de casa de mi tía. Mi madre y ella se encerraban en la cocina, a veces con mi otra tía. Nunca sabré exactamente a qué porque en un alarde solía aparecer por la puerta un tipo con uniforme de camarero, pajarita y modales exquisitos (hoy en día sería un repartidor con esas cazadoras cubiertas publicidad con salarios ínfimos de falsos autónomos colaborativos) con un cochinillo que depositaba en la mesa que habíamos puesto a medias mi hermana yo. Supongo que hacían todos los canapés. Mi padre acompañaba a mi abuela en el lado contrario a la puerta de la cocina con una buena visión  del único canal de la televisión. Los regalos eran en reyes y después de cenar aparecían primos de los que nunca fui capaz de adivinar el nombre.

Después mi abuela no estaba y la casa era otra. El ceremonial, parecido. Mi padre presidiendo y controlando los tiempos de cena e incluso de recogida de la mesa para llegar al descubrimiento de las cajas envueltas y perfectamente identificadas con el nombre del receptor. Nuestro Papá Noel, étnico como un Olentzero, era un tipo muy organizado. Los regalos siempre estaban escondidos detrás del sofá para salvaguardar las mentiras que hacíamos creer a mi sobrina y el discurso del rey era el pistoletazo de salida para la pitanza. Sin camareros  pero con pularda. Sin primos después y con un cigarrillo a escondidas en la terraza, que era el momento en el que mi hermana y yo empezamos a aproximarnos al reconocernos como personas.

Últimamente preside mi hermana, que para eso es la mayor. Yo me siento junto a mi sobrina y su teléfono. Mi madre y mi tía se sirven vino para mojar algún polvorón después. Seguimos etiquetando los regalos, que ya están a la vista. Hay una luz de ilusión cada vez que madre llega al salón, nos encuentra y todos los años ella, despistada, me llama por el nombre de mi padre. Hacemos como que no ha pasado nada calmando el escalofrío que sale a la vez de los párpados y el estómago para encontrarse en la garganta. Yo respondo y, más tarde en la terraza, dejamos que el silencio nos una un poco más a esos hermanos que tienen la obligación y la certeza de que todas las imágenes fijas nos han llevado al lugar que el tiempo ha marcado con los años. Después no sé nunca si tirar el cigarro desde el segundo o apagarlo con el agua de la fregadera, que es lo que hago, para tirar la colilla a la basura.

Queramos o no la cena de navidad es una imagen fija que puesta, una detrás de otra, da la sensación  de movimiento. Supongo que será por esto. A veces las tradiciones son enseñanzas de las que no nos damos cuenta.

21 de diciembre de 2017

Propósitos no cumplidos (forofismo radical en la cena de navidad).

El año pasado me preguntaban, a mono de ceremonial, qué es lo que esperaba del 2017. Puse cara de intelectual seis décimas de segundo. "Espero- dije- que aprendamos que el que no piensa como nosotros es una persona y no un adversario". Me equivoqué.

Ahora, en pleno proceso electoral catalán (que es uno de los ejemplos de la sinrazón más absoluta en la que estupidez propia termina dañando a uno mismo y a su entorno), he llegado a la conclusión que el problema  es mucho más profundo.

Lo es porque ahora, a finales del año, no es que hayamos hecho el esfuerzo de ver a quien no piensa como nosotros como otra persona o incluso el enemigo, si es que seguimos siendo el mismo gilipollas del año pasado. Lo es porque hemos logrado algo tan espectacular como llegar a la conclusión de que si la otra persona es del PP, de CiU, Podemos, ERC, PNV, negro, moro, de  windows,  mujer, hombre, alto, blanco, PSOE, C´s o del Madrid... entonces ya da lo mismo lo que diga porque está vetado a priori.

Y lo curioso,lo más grave, es que si  uno de los que consideramos de los nuestros repite que la tierra es plana, pues nos lo creemos y lo defendemos hasta subidos en la estación espacial internacional o a lomos de la estrella de la muerte.

Que el forofismo futbolero o el marketing más falso haya llegado a nuestros bares y a las cenas de navidad sólo certifica que hemos ido a peor y que, por supuesto, los propósitos  no se cumplieron.


20 de diciembre de 2017

Vacíos infinitos.

Hay vacíos infinitos.

Hay faros que van guiando caminos y que no se les da importancia porque siempre estuvieron iluminando, sin dejar de hacerlo ni una sola noche. Milagros, como eso de dar a un interruptor y que se haga la luz, que no aparecen en las listas de los grandes hitos del siglo.

Y luego, normalmente detrás de un gran cataclismo de esos que son de verdad y no los dramas cotidianos sin importancia, resulta que ese faro o ese fluído eléctrico no está. Pero no pasa nada porque somos grandes y fuertes, somos intensos y capaces. Llegaremos a la costa sin ayuda. Seremos capaces de mantener el calor, subir más alto o sobrepasar los récords de los atletas anteriores. Somos la generación que rompe las estadísticas y además, dentro de ese mundo contemporáneo, nos creemos un poco por encima de la media.

Así que la primera vez que creemos haberlo conseguido solos descubrimos que no fue y lo que hacemos es culpar al temporal. La segunda, al mal funcionamiento del timón. La tercera incluso llegamos a afirmar que el canto incontrolable de un grupo de sirenas nos hizo equivocarnos. Pero cuando no llegamos una cuarta o quinta vez, entonces, hay algo que nos hace pensar en cuál es el elemento que ya no está, qué es lo que antes hacía que todo pareciera tan sencillo y ahora ha desaparecido. Y es el faro.

Algo que parecía tonto e incluso innecesario como un punto de luz fijo y firme. Algo que parecía eterno pero que no lo era.

Y sin ello todo es mucho más dificil porque parece que no hay una dirección.

Porque se nota un vacío infinito.

Todos los 20 de diciembre

18 de diciembre de 2017

Desprecio por las cosas sencillas.


Tenemos un gran desprecio por las cosas que creemos sencillas y profesamos una admiración escandalosa por todo aquello que nos resulta lejano. Pagamos cientos de euros por un plato de comida servida con estrella michelin y nos parece que hasta un  mono es capaz de tener preparada una tortilla de patata caliente, a ser posible sin cebolla, para cuando bajamos por un  café a media mañana. Nos parece caro dos euros veinte por café, pincho y sonrisa del camarero pero no nos importan  12 por un gintonic con una rodaja de pepino.

Nos sentamos como filósofos hablando de la organización geopolítica de oriente pero nos la trae al pairo, textualmente, aparcar ocupando dos plazas. Admiramos al nuevo deportista de élite pero no somos capaces de poner en la estima adecuada al que llegó el último en el maratón.

Un grupo de jóvenes se sentaron a la puerta de la universidad con sus títulos en la mano. Uno habló de montar una empresa de virtualización de servicios, otro comentó que habría que hacer un sistema de almacenamiento de energía eléctrica para poner pilas en los garajes y adelantarse a la irrupción  de los coches eléctricos de manera global en las casas. Hubo quien planificó de viva voz la manera en la que las carreteras pudieran convertirse en cargadores infinitos. Todos tenían el logo de la empresa pensado, la campaña de publicidad, el momento en el que vender a un gran inversor sus productos mágicos. Entre ellos, casi de forma tímida, se oyó una voz que hablaba de trabajar en la empresa familiar. Comprar barras de acero en bruto, cortarlas  y hacer miles de tornillos pequeños. Algo que se puede tocar con las manos y que se vende al peso. Algo que ensucia, que carece de glamour y que parece hasta menos importante si es que se hace con  las manos.

Ensalzamos al modisto y despreciamos coser hasta el punto que se lo damos a los niños de Asia como si fuera menos importante. El ingeniero no es más persona que el operario porque el último es el que se sube al tejado para poner las planchas de titanio. Hay más ingenieros que melones, sobre todo en esta sociedad sobretitulada en la que una mierda de curso de coach te da un título en ingeniero de la personalidad. Nadie quiere ser operario y resulta que cuando hay que coger un destornillador más de uno lo coge por la punta.

Debería de ser obligatorio trabajar cara al público, hacerse daño en las manos, correr hasta que el corazón obliga a detenerse, fracasar unas cuantas veces, ser estafado, engañado y robado. El motivo es obligar a aprender a valorar la dificultad de las cosas que creemos sencillas.

Aunque la vida valora y premia de formas muy injustas, la enseñanza resulta sorprendente. Ser sabio nunca fue rentable.

Todavía veo a teóricos de la verdura que se ponen muy serios en el lineal del supermercado considerando la forma de reconocer un buen o un mal tomate y los muy hijos de puta no saben diferenciar ortigas cuando les sueltas en el campo. Desprecian al agricultor.  Pagan 100€ por ir a ver a Beyoncé. Billones y billones de veces.

Al final no hay tanta diferencia con los espantapájaros que despreciamos. Esos que mandan sin haber hecho nada de verdad, jamás.

12 de diciembre de 2017

Diciembre. La imposición.

Diciembre llega después del puente. De golpe, con un tumulto de frío y el frío golpeando en las persianas cerradas hasta el punto de quitar el sondo del último documental para oir como se agitan, casi como peleles a la deriva de una fuerza mayor, ocultando películas de terror tras sus pequeños agujeros.

En un pasillo del supermercado toda una familia contabiliza el número de raciones necesarias para dentro de unos días. En otro toda la comida de la semana entra en las manos de un tipo mal afeitado con un tres cuartos oscuro. Es un mes de contrastes en el que cada uno se refugia de la mejor manera que puede pero eso si, en su rincón.


Diciembre es largo (A long December and there's reason to believe  Maybe this year will be better than the last)  Tan largo como un partido de baloncesto con demasiados tiempos muertos. Tan largo como un nuevo episodio de una serie donde siempre, por muy dificil que parezca que se ponen las cosas, ganan los protagonistas y siempre acaba en una situación conocida de moralina y final feliz impuesto, a la espera del próximo capítulo igual que el anterior donde pasará lo mismo y lo volveremos a ver creyendo que, quizá, suceda algo mejor. Sólo los locos quieren que el coyote destroce por fin al correcaminos

Diciembre es la obligación de leer un libro de frases motivadoras como los deberes tras haber suspendido el año. Un susurro de traición, a veces. Un dejavú obligatorio del que es imposible escapar porque se cuela por las rendijas de las persianas. Aparece de forma infame. Son los mensajes que no eran para tí pero fuiste elegido en el envío genérico de turno por un gilipollas. Le importas menos que el ego que alimenta con los polvorones en forma de calmante de sus maldades a base de escritos con buenos deseos de mentira. Amor más falso que el de una telenovela venezolana. Hay quien, como Rudolf, sólo aparece para dar por saco en Navidad. Yo no le obligo a estar triste. Por favor, no me obliguen a estar feliz.

Cada vez que me dicen "alégrate, que es Navidad" me pongo de más mala hostia. No es innato, es un reflejo.

Llevo muy mal las imposiciones.
Podría ser feliz si nadie me obliga.
En Diciembre, por razones obvias, es un poco más complicado.

6 de diciembre de 2017

Escapar de los refugios

Una vez desperté y me quedé quieto mirando fijamente para ver desperezar los músculos de su cara y que me viera como el principio, de borroso a nítido, en la toma de la película que empezaba ese día. La sonrisa fue, y fue de esas amplias y sinceras. Las mismas con las que acaba una película feliz. 

Otra vez me desperté sin prisa. Una sola sábana tapaba su culo y dejaba la espalda al aire. Me puse en pie, con una pierna a cada lado para enfocarla desde arriba y se hizo la dormida mientras yo miraba de esas formas en las que más que mirar, se memoriza. Puedo dibujar cada uno de sus músculos y hasta los pliegues sabiendo que la cara se vuelve a la izquierda y que toda la imagen tiene el tono cobrizo de los amaneceres de agosto.

También me sé de memoria esos momentos en los que, sabiendo que estaba despierta, me levantaba haciendo un ruido mínimo y buscaba en los ordenados huecos de su cocina la forma de hacer un desayuno al que llegara, justo cuando terminase de poner la última servilleta a juego, con un pantaloncito de tela corto, una camiseta que estaba de moda hace unos años y la punta de los pies con las uñas azules en el travesaño de madera de la banqueta que era el punto de vista hacia el que apuntaba la tostada y el café.

Y esa manera de moverse al salir desde la cama al pasillo, como un balanceo que la Venus de Botticelli y yo vigilábamos en un guiño para quedarnos un poco entre el calor y los ruidos de las vigas de madera. Para oír a lo lejos la radio, perdida entre las noticias, y ser el invitado del desayuno en una cocina donde los zapatos residían bajo la ventana que daba a un patio interior que, mirándolo sin gps, parecía de un pueblo perdido en medio de una poderosa cuidad cubierta de escaleras.

Todas las veces fui incapaz de verbalizar la paz que estaba sintiendo.

Eso no quita que hace miles de años se quedara dormida en el sofá grande y yo, desde el pequeño, me paralizara sabiendo que esa era la última vez en la que la iba a ver caer, refugiada como un niño en brazos de sus padres al volver a casa, cerca de mi respiración.

Aquel concierto en el que, al girar a mi derecha, una lágrima cayera brillando sobre la piel clara y, al descubrirme, me diera un beso en forma de gracias, fin de año, de ciclo y de complicidad innata. Un lugar en el que mentirse como si fuéramos a engañarnos: dime mi cielo que esto va a durar siempre.

Llegar a la playa o a un castillo en moto, sintiendo sus piernas a mis costados. Quedarme con la cabeza en su regazo descubriendo que también lo puede llenar todo sin decir nada o esperando en la cama una mandarina recién pelada. Buscar una mirada entre la gente de un aeropuerto. Esperar a que entre al portal. Llevarnos el vino, de noche, a la playa. Perdernos en Castilla, en el sur de Francia o a diez minutos de casa con la siguiente copa. Volver del baño y verla levitar buceando en los 80 y en un beso que soñe que tuviera carmín pero no pude acumular el suficiente tiempo para saberlo. Esperar con una toalla, de noche, a que saliera de bañarse desnuda del cantábrico. Sentir los besos en la puerta de salida de su apartamento lleno de discos sin abrir. Montar una cómoda como si fuera un espacio común que nunca tuvo mi ropa. Sorprender, como un niño, con alguno de mis desamparados lugares favoritos. Llegar con cara de niño abandonado hasta su puerta. Mandar un mensaje pidiendo asilo con alguna frase poco coherente. Poner música como una manera de mostrarme en las palabras de otros. Esperar ser más poderoso con el abrigo de su aura enormemente infinita. Tener celos de ser insignificante.

Todas veces que me quedé quieto burbujeaba como si no me creyera capaz de mantener la cueva a salvo de los ladrones o de mi mismo como el peor de los fantasmas.

Los tuve todos y escapé, siempre, de los refugios. Quizá me hubieran echado después pero, por si acaso, ya me había ido antes.

No llevo bien las derrotas y por eso me rindo demasiado pronto.

2 de diciembre de 2017

El pegamento mental de la superstición.

Uno de los elementos que potencian algo tan tonto y vacuo como es la superstición resulta de la capacidad innata del ser humano de coger dos elementos que no tienen nada que ver y asociarlos. No sé, que un perro se rasque detrás de la oreja y que llueva. Entonces alguien dirá, disfrazado de coach o de chamán, que si queremos hacer llover hay que conseguir que a los perros les piquen las orejas. Luego, curiosamente, se reirán de los devotos que rezan a la virgen.

Lo desconcertante es que lo mismo que lleva a la superstición más escandalosamente imbécil también es el origen del método científico. Es decir, que alguien, en algún lugar del pleistoceno, se dio cuenta que las cosas redondeadas se movían con menos esfuerzo y entonces inventó la rueda. O, para ser más exactos, que comiendo naranjas los catarros duraban menos y a su superstición la llamó vitamina C.

A veces un mismo origen da lugar a prácticas humanas despreciables y a grandes avances científicos. Todo depende, parece, de cómo se tenga en cuenta. También depende del discurso novelado de la historia, de esa tendencia a meter dentro del mismo guión componentes de películas diferentes. Eso es algo para lo que algunos tenemos tendencia innata porque vivimos en el mismo drama la lluvia de las mañanas, el soplagaitas que se cuela en el atasco, la chica que se acercó con buenas intenciones pero por el flanco psicótico equivocado y el perro mugriento que quiso orinar en la esquina que nos quedaba cercana y, después, hizo ese gesto de tirar tierra encima sin darse cuenta que estaba rascando el asfalto.

La inmensa mayoría de las ocasiones no son más que hechos diferentes que juntamos con pegamento mental para generar conclusiones erróneas.

Una enseñanza pendiente -me dijo ayer Blas de Lezo disfrazado de psicólogo amistoso- es aprender a dividir los pequeños componentes para descubrir que no tienen nada que ver entre si. 

Tú tienes alma novelesca -continuó sin ningún cuidado por mis entrañas- y te equivocas al creer que todo tiene que ver con la misma historia. Son elementos separados.

Y yo me quedé pensando que dentro de mi propia historia los elementos se entremezclan. Que la perdí todas las veces que, al volver a casa agotado con la pelea de la consecución de mis sueños personales, no supe hacerla sentir tan especial como era en realidad. Que me perdí en el tiempo en el que no fui capaz de dejarme caer por miedo a los golpes que ya me había dado otra parte de la vida. Que el frío me bloqueó las manos, se me cayeron los vasos y, como si fuera la teoría del caos, llegué tarde al nuevo episodio que me guardaba oculto el destino. Que cuando llueve me duele la rodilla porque me caí de la moto haciendo el gilipollas detrás de un repartidor con prisa. Entonces es cuando llego a la conclusión errónea que si me duele la rodilla es que va a llover. Y soy supersticioso como mi abuela, que decía lo mismo. Tonto y vacuo.
Después pensé que más de uno cree que si no llueve es culpa del gobierno porque con éste gobierno llueve menos que con el anterior.