El cine es una sucesión de fotogramas estáticos que, puestos uno detrás de otro y con minúsculas diferencias, dan la sensación de movimiento.
Algunos tenemos memoria fotográfica y según va pasando el tiempo, si lo ponemos consecutivos, parece que algo se mueve. Lo curioso es que resulta difícil adivinar, en cada una de las instantáneas, cual es el elemento que ha cambiado.
Es fácil si ponemos dos imágenes lejanas. El día que nos conocimos de verdad y el que nos despedazamos por saber que había un punto final que ya estaba sobrepasado. La certeza de saber que un futuro acogedor estaba puesto delante de mis capacidades y ese otro momento en el que, llorando en la ducha sin poder descubrir los golpes sobre la piel que habían dado los años, me puse en posición fetal debajo del agua caliente sin miedo a ahogarme. La estación de partida y la de llegada son lugares lejanos y el ser humano ha luchado contra la naturaleza por reducir el tiempo del camino. Quizá no por una cuestión práctica sino por perder la capacidad de volver atrás aunque fuera un destino incorrecto o, lo que es más grave, para no enfrentarse al paso de la lluvia a la sequía, de tenerlo todo a perderlo, volver a recuperarse, caer, levantar, equivocarse todas las veces. Miramos el reloj más que al paisaje.
Un día, después de la tercera botella, nos pusimos a fantasear sobre el último pensamiento que llega antes de la muerte. Estábamos alrededor de una mesa redonda y la conversación llegaba hasta las copas del sofá mientras los platos aún guardaban los restos de la cena. Dos parejas y un par de amigos. Ellas tenían, por una parte, el pelo corto y suelto y por otra una de esas coletas que salen hacia arriba y se dejan llevar por la gravedad hasta el cuello. Nosotros vivíamos en la estética impuesta de la casualidad, que es un uniforme de vaqueros, camiseta y sin afeitar. Recuerdo que lo que yo dije es que me gustaría que fuera un "ah, era por esto", y luego morirme. En realidad siempre he estado convencido de mi muerte temprana porque es una manera de llamar la atención. Los ancianos no suelen tener funerales abarrotados y dramáticos sino que son obviedades determinadas por el tiempo. Un fundido a negro que son acumulaciones estáticas de grises, uno encima de otro, hasta nublar del todo la visión.
La cena de navidad se hacía en la mesa de casa de mi tía. Mi madre y ella se encerraban en la cocina, a veces con mi otra tía. Nunca sabré exactamente a qué porque en un alarde solía aparecer por la puerta un tipo con uniforme de camarero, pajarita y modales exquisitos (hoy en día sería un repartidor con esas cazadoras cubiertas publicidad con salarios ínfimos de falsos autónomos colaborativos) con un cochinillo que depositaba en la mesa que habíamos puesto a medias mi hermana yo. Supongo que hacían todos los canapés. Mi padre acompañaba a mi abuela en el lado contrario a la puerta de la cocina con una buena visión del único canal de la televisión. Los regalos eran en reyes y después de cenar aparecían primos de los que nunca fui capaz de adivinar el nombre.
Después mi abuela no estaba y la casa era otra. El ceremonial, parecido. Mi padre presidiendo y controlando los tiempos de cena e incluso de recogida de la mesa para llegar al descubrimiento de las cajas envueltas y perfectamente identificadas con el nombre del receptor. Nuestro Papá Noel, étnico como un Olentzero, era un tipo muy organizado. Los regalos siempre estaban escondidos detrás del sofá para salvaguardar las mentiras que hacíamos creer a mi sobrina y el discurso del rey era el pistoletazo de salida para la pitanza. Sin camareros pero con pularda. Sin primos después y con un cigarrillo a escondidas en la terraza, que era el momento en el que mi hermana y yo empezamos a aproximarnos al reconocernos como personas.
Últimamente preside mi hermana, que para eso es la mayor. Yo me siento junto a mi sobrina y su teléfono. Mi madre y mi tía se sirven vino para mojar algún polvorón después. Seguimos etiquetando los regalos, que ya están a la vista. Hay una luz de ilusión cada vez que madre llega al salón, nos encuentra y todos los años ella, despistada, me llama por el nombre de mi padre. Hacemos como que no ha pasado nada calmando el escalofrío que sale a la vez de los párpados y el estómago para encontrarse en la garganta. Yo respondo y, más tarde en la terraza, dejamos que el silencio nos una un poco más a esos hermanos que tienen la obligación y la certeza de que todas las imágenes fijas nos han llevado al lugar que el tiempo ha marcado con los años. Después no sé nunca si tirar el cigarro desde el segundo o apagarlo con el agua de la fregadera, que es lo que hago, para tirar la colilla a la basura.
Queramos o no la cena de navidad es una imagen fija que puesta, una detrás de otra, da la sensación de movimiento. Supongo que será por esto. A veces las tradiciones son enseñanzas de las que no nos damos cuenta.
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