Pandemias, confinamientos.
El mundo se para. Y el mundo se
para porque existe un riesgo de morir, de dejar de existir, de que no haya un
mañana.
Existe un riesgo de dejar de ver
atardecer o ese hormigueo que te recorre cuando una sensación sube por la
espalda. Dejar de sentir el viento en la cara o reírse con la última ocurrencia
de alguien a quien se supone que quieres.
Y todo lo demás deja de tener
sentido. Deja de tener sentido la economía y el fútbol. Deja de tener sentido
comprar ropa o ir a conciertos. Se aplazan las celebraciones. Se abandona el
sexo por los miedos que llevan los contactos. Deja de tener sentido, incluso,
la libertad indivivual.
Porque la vida es lo más
importante. Vivirla. Disfrutarla. Llegar a viejo sentado en una butaca, delante
de la televisión y en zapatillas, contando las cosas que hacías de pequeño.
Hablando de esos tiempos en los que multitudes convertían al grupo en una
oleada de solidaridad.
¿Es lo más importante?
Vivir sin amor, sin trabajo, sin
poder ver atardeceres, sin el forofismo irracional deportivo. Con la misma ropa
de ayer. Con nada que te haga sonreír de verdad. Sin sexo. Sin un objetivo, un legado que crear o
unas experiencias que compartir. Libre pero sin tener ningún sitio donde ir. Esa sensación asfixiante de ser invisible.
La vida será lo más importante.
Lo será, para tí. Para las instituciones repletas de corrección que imponen vivir como una obligación. Lo será, si hay un motivo.
Es eso consiste vivir para algunos: encontrar un motivo.
Fdo: Jaime Bertani.
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