Coño. El otro día estaba oyendo música de una forma bastante aleatoria y llegué a una agradable composición. Se la envié a un cómplice de canciones y da la casualidad que, al descubrir que estaba cantada en euskera, me preguntó si acaso yo era independentista, En el caso de ser independentista, por lógica, debería de odiar a España. considerarlo un estado opresor fascista y ver con ojos tolerantes matar guardias civiles junto con sus hijos con cobardes bombas lapa cuando les llevan al colegio. Joder, si yo sólo había disfrutado de una composición musical.
Todo resultó desconcertante pero intenté esquivar la situación cambiando de escenario. Salí a la calle y encontré, cosa que ultimamente no es sencillo, un periódico en papel junto con un café en el bar debajo de casa. Mi vecino, que se escapa de casa por las mañanas con la excusa de sacar al perro, me encontró sumergido en las noticias y mientras su animal lloriqueaba atado en la puerta, se hizo el interesante preguntando sobre mi opinión acerca de la sociopolítica. Justamente me encontraba en una página que analizaba la bajada de pobreza argentina y cómo la desregulación de los alquileres había logrado abaratar la vivienda por allá. Mayor oferta implica que los dueños se vean obligados a bajar los precios. "Así que tú eres de Milei, ¿eh?"- afirmó sin que yo hubiera dicho nada. "Te encanta estafar al pueblo con criptomonedas falsas y acabar con las ayudas a los pobres. No sabía que mi vecino era un facha". Me quedé un tanto picueto por cómo repetir un dato me había metamorfoseado en alguien que desea alegremente asesinar a los saharauis que aparecen en pateras en las playas de Canarias.
En ambas situaciones alguien me había metido en un saco en el que yo no había pedido entrar, pero necesitaban incluirme en una especie de pack.
Cuentan que, en cuestiones de tráfico, tendemos a comportarnos respecto del resto de los automovilistas como nos indican sus vehículos. Si se nos acerca un Bmw con más de 15 años y un alerón damos por supuesto que lo conduce un chalado poseído por las drogas. También es cierto que si nos ponemos al volante de un Citroen 2cv con suspensión neumática no se nos pasa por la cabeza acelerar a tope. Explican, en más de un artículo de expertos, que si llevas un Seat Leon amarillo con cristales tintados también llevas un cartel para que te paren en cada control. Luego nos extraña que los primeros que paren en una redada sea a los adolescentes con pinta de norteafricanos, pero es el mismo mecanismo mental.
Hay algo que es cierto: lo que creemos que hacen los extremos que no nos agradan suele ser mentira. Ni los que hablan euskera se juntan por las noches a preparar asesinatos indiscriminados de niños, ni los políticos democráticamente elegidos de una supuesta derecha ordenan ahogar inmigrantes, ni los que tienen un Bmw van drogados adelantando por la derecha, ni el Psoe establece una organización de ruina para España, ni los marroquíes llegan a tu barrio con la firme intención de robarte a ti. Algunos casos se dan pero, la verdad, es que no es lo habitual. Es más, los más imbéciles de todos los extremos se comportan como creen que lo hacen los imbéciles del extremo contrario porque necesitan ratificarse en su extremismo. No es más que las acciones que hacen para intentar pertenecer a un grupo por encima de cualquier razonamiento intelectualmente defendible.
No existen los malvados infinitos aunque sí los estúpidos infinitos.
El problema, como casi siempre, reside en la incómoda sensación de convertirse en un paria. Somos seres sociales, aunque algunos lo seamos menos. A nadie le agrada que le denominen asesino, facha, yonki, ladrón o miserable. Quizá por eso existe una línea, cada vez mayor, entre la verdad y el discurso público. Nos sentamos, con una cerveza al sol, a explayar argumentarios dignos y elaborados que nos dejan en buen lugar con nuestros vecinos en vez de decir lo que pensamos de verdad. Muchas veces, incluso, nos pasamos por el arco del triunfo las realidades empíricamente demostrables para poder mantenernos en nuestro podium moral. Hay quien es capaz de afirmar, sin ningún rubor, que nunca jamás una mujer se lo hizo pasar mal a un hombre y que ninguna persona que llega a España sin trabajo y sin dinero haya cometido algún delito. Hay quien insiste en que todos los que no nacieron en la maternidad de su barrio son delincuentes y que las ayudas públicas son pagos aplazados a votantes vagos. Hace unos días un militante del colectivo gay me juraba que por dignidad de género debía de estar a favor de Palestina. No por la propiedad histórica del territorio o los escritos ancestrales de una cultura milenaria, sino porque es gay. "Precisamente por eso no creo que sea ya que Israel ha ganado Eurovision orgullosos de un homosexual y en Palestina les apedreaban". Me insultó casi como si yo hubiera programado un dron contra la casa de catorce niños muertos.
Cualquier barbaridad antes de mostrar debilidad dialéctica.
Sin embargo vivimos en una sociedad que necesita, como un terraplanista o un presentador de la sexta, simplificarlo todo. Si un día, por lo que fuera, Irene Montero dice algo que pueda compartir no significa que quiera matar a los hombres. Es más, puedo estar de acuerdo con algo que diga Abascal y no desear matar negros. Querer un carril bici de acuerdo con un concejal de Bildu pero aceptar que las independencias son cobardías territoriales. Hay maricas en el PP y puteros en el Psoe, violadores en las izquierdas y ricos que son buenísimas personas. Mujeres que mienten. Hombres acosados. Hay un ciclista que no se salta los semáforos y un jubilado que cruza por el paso de cebra. Existe, al menos, un cuidadano que no se preocupa de quien dice qué sino lo que dice. Es más, que incluso valora lo que hace el que lo dice, independientemente del saco en el que le pusieron antes de hablar o de hacer.
Pero es más fácil usar la teoría de sacos.
Si dices algo que dijo A, eres como creo que es A. Sencillo. Aunque no sea verdad. Y si yo soy de B, toda la maldad la tienen los A.
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