A mi me madre le gusta contar, ahora que con el paso de los años los recuerdos son mucho más vívidos, que ese superhéroe implacable que era mi querido progenitor no siempre se enfrentaba a todo con la valentía que dan las películas.
Así que me explica que una vez, que tenía cita con el dentista, hizo una pausa en su trabajo y se fue a consulta. Ahí estaba, con su traje, su calvicie, las gafas negras de pasta y los zapatos bien limpios. He de suponer que con una de esas carpetas de piel donde guardaba la documentación que revisaba de forma intensa, con lápiz y goma de borrar, llena de apuntes contables y anotaciones de caligrafía excelente.
Ese día, según cuenta mi madre, volvió a casa pronto. Un cambio de horario en alguien cuyos hábitos hasta la jubilación bien pudieran ser firmados por un alemán convencional sólo podían significar acontecimientos excepcionales.
-¿Qué ha pasado?- le preguntó.
-Estaba sentado ahí, en la sala de espera. Me entró el pánico. Me fui sin decir nada.
-No te preocupes, no pasa nada.- Le respondió haciéndole ver que estaba ahí para ayudarle con sus debilidades.
Años después y sin conocer de primera mano esa anécdota, que se guardó en el armario de los inconfesables de la familia, yo estaba esperando para entrar al examen de química de segundo en la carrera. Había estudiado pero, como casi todas la incógnitas de la vida, no tenía ninguna seguridad de éxito. Quizá pensé en el dolor de ver un suspenso y cuando nos dijeron que podíamos entrar al aula del cuarto piso fui dejando que mis compañeros entrasen, sin decidir lo que iba a hacer cuando fuera el último. Unos minutos después, cuando iban a cerrar la puerta, no entré.
Tampoco me comprometí cuando no podía saber si aquello no generaría un dolor infinito con forma de fracaso. No invertí en negocios de posible rentabilidad negativa. Tuve muchos problemas en hacer viajes más allá de mi zona de confort. Cuando te preocupas de poner la red demasiado dejas de subir al trapecio.
Así que en la función circense que es la vida, en muchas ocasiones, hice lo mismo.
A veces nos descubrimos, al crecer. haciendo lo mismo que nuestros padres. Yo tengo una caligrafía bastante más mediocre.
Sin embargo, mirando atrás, hice inversiones mejores y peores, viajé sin rumbo, adquirí compromisos que no salieron bien y aprobé química. Obtuve mucho más cuando salté por encima del miedo (justificado siempre) que si hubiese salido corriendo.
Hoy tengo dentista.
No me da miedo eso. No me da miedo el dolor. Me aterra llegar a casa después y, cuando se vaya la anestesia, mi madre no me diga que no pasa nada, que está ahí hasta que se me pase. Que hay alguien a tu lado que te protege cuando te sientes débil.
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