(Literatura)
Lo primero que pensé, casi como una indecencia inconfesable, es que era un dibujo de Milo Manara. Lo pensé igual que cuando, adolescente perdido y a mediados de los 80, sabía que aquellas mujeres dibujadas eran enérgicas e independientes pero también inalcanzables. Estoy seguro que no conocía al dibujante pero sí esa capacidad de irradiar una necesidad de fantasía que nunca llega a lograrse en la realidad. Y la realidad estaba quitándose la chaqueta en la entrada de mi casa. Los labios pequeños y la boca entreabierta, sacando un tono susurrante y expectante que casi siempre dice las cosas a medias. Vivir a medias, en algunos casos, es dejar el final de la frase abierto a la imaginación más poderosa.
Entre el final de las medias podía ver las uñas rojas de los pies, exactamente igual que las de las manos, escondidas y visibles como una transparencia que acababa con la largura de las piernas sobre los cojines del sofá. Algún músculo del cuello y, si las mangas se elevaban, los restos del gimnasio en los tendones del brazo acompañando a pequeños tatuajes con forma de pájaros ascendiendo hasta el hombro. El pelo alocado y negro. Los ojos mirando pero no para ver, sino para destacar cuando los encuentro. Las mujeres de Milo Manara, y eso es igual que leyendo los comics escondido para que mis padres no lo supieran, están hechas para verlas pero nunca interactúan lo suficiente con el lector excepto para dejarle creer que están enfrente, retándole desde su propio universo.
Tenía las rodillas frías entre los cortes del pantalón y no sé si se daba cuenta que yo estaba nervioso e inquieto, creyendo no estar en el mismo lugar donde casi no se siente el calor del aliento. No reía muy alto ni se enfadaba. "Yo no me enfado nunca"- dijo en un susurro. Se recostaba y se incorporaba, como si aquello solamente fuera un periodo de tiempo yermo entre su llegada y mis manos que no sabían si buscar o recoger, si expresarse o acercarse. La interrumpí en el momento en el que se acercó al pasillo sin estar muy seguro de si podía pasar de verla a pasar las yemas por los folios dibujados de sus curvas. Fue algo tímido. Fue algo sencillo. No fue pasional ni enfermizo como lanzarse contra la pared o rebuscarse sin saber de quien eran todas esas manos. Eran las mías. Las suyas, en poco tiempo, se subían por encima de su cabeza girada sobre la cama. Ni siquiera las piernas se sujetaban contra mi y solo se dejaban saborear de vez en cuando si es que acaso los dedos ya habían llegado hasta el final de su espalda. La misma que vi retorcerse entre pequeños gemidos, un poco más ahogados si es que es estiraba frente a mi a horcajadas con las manos a los lados. Era ese dibujo perfilado, sensual, erótico y privadamente cachondo sin perder las formas, que brillaba con el reflejo de las luces de la madrugada.
Sin embargo, como una viñeta inmóvil, se quedaba de espaldas con el hombro a medio descubrir y las sábanas enredadas, dejando que me volviera a acercar. Suave, llena de mesetas y de valles. Con pequeños movimientos de centro de gravedad en las caderas pero nunca, bajo ningún concepto y como si fuera un rasgo de debilidad, abrazando mi espalda. Esquivando los besos como si estuvieran llenos de aliento. No soy capaz de encontrar, salvo un momento en el que fui su línea de tierra, un instante breve en el que sintiera que era conmigo con quien estuviera. Llegué a pensarlo mientras la miraba y ella, a mi, no. Los dos, pensé, estábamos con ella. Es decir: yo estaba con ella y ella, precisamente, también estaba con ella. Un gran ego o quizá un vacío que hay que rellenar urgentemente, no en vano nos habíamos conocido tres días antes, se había hecho dueño de aquella cama.
Hay veces en las que, en medio del sueño, uno descubre que está solo pero no sabe seguro diferenciar entre la realidad y la ensoñación. Entonces, al estirar la mano, aparece su cuerpo extendido e interminable y me niego a despertar creyéndome la parte hermosa del sueño. La parte en la que el dibujo de Milo Manara se acerca hasta justamente un milímetro de los confines de mi cuerpo. Y espera, sin llegar a perder la compostura, no sea que esa sensualidad imposible se convierta en una realidad llena de imperfecciones menores, que es lo que compone a las mujeres de verdad. Las mujeres de verdad se agarran a la espalda, se ríen mirando a los ojos, salivan y se tropiezan. Algunas se olvidan de quitar los calcetines y ese instante que debería llenarse de pasión termina siendo un juego en el que los dos pies forman una palabra si se juntan. Y eso, justamente eso, es mucho más grande que la teoría que aprendimos sobre la perfección en la cama. Eso, y la interminable sensación de paz sin límites de piel ni de tiempo que dejan las endorfinas sobre la almohada, son las partes que no nos explicaron y que no aparecen en los cómic ni en las películas, pero sí en la magia empírica de algún recuerdo pasado o futuro. En las partes de la vida real que son narcóticos poderosos de los que no se habla en los anuncios. Como un adhesivo compuesto sólo funciona cuando uno y otro componente, mediocres quizá por separado, se unen.
La vi al despertarse, en diagonal. Un pezón asomaba y lo tapé pero no hice lo mismo con su tobillo. Abría los ojos lentamente sabiendo que la miraba de la misma forma que lo hice cuando se vestía, de espaldas, en un encuadre tres cuartos desde la puerta de la entrada del cuarto, que era lo que veía mi cámara. El pelo sobre la espalda desnuda, terminando a dos dedos de los homoplatos. La curvatura de su culo elíptico en el que, turquesa suave, rozaban pequeños encajes blancos. Pensé que iba a girarse y sonreír. No lo hizo porque sabía que estaba mirando y esa energía de mis ojos, estoy seguro, era lo que quiso buscar durante esa noche. Y lo encontró. Como un dibujo impreso para ser deseado intensamente pero que nunca te toca. Una princesa que suspira con ser rescatada una y otra vez de su confinamiento en la almena. Eso pensé que era. Eso era. Estuve con ella. Ella también.
Supongo que cuando alguien es así puede creer que es suficiente con dejarse desear sin embargo a los feos también nos gusta que nos abracen casi como esperar que deje de girar la peonza o el pellizco que diferencia si pasó o si solamente me quedé dormido leyendo un cómic. Un cómic suave repleto de una sola mujer. Una mujer de otro. La mujer de Milo Manara.
Sin embargo, como una viñeta inmóvil, se quedaba de espaldas con el hombro a medio descubrir y las sábanas enredadas, dejando que me volviera a acercar. Suave, llena de mesetas y de valles. Con pequeños movimientos de centro de gravedad en las caderas pero nunca, bajo ningún concepto y como si fuera un rasgo de debilidad, abrazando mi espalda. Esquivando los besos como si estuvieran llenos de aliento. No soy capaz de encontrar, salvo un momento en el que fui su línea de tierra, un instante breve en el que sintiera que era conmigo con quien estuviera. Llegué a pensarlo mientras la miraba y ella, a mi, no. Los dos, pensé, estábamos con ella. Es decir: yo estaba con ella y ella, precisamente, también estaba con ella. Un gran ego o quizá un vacío que hay que rellenar urgentemente, no en vano nos habíamos conocido tres días antes, se había hecho dueño de aquella cama.
Hay veces en las que, en medio del sueño, uno descubre que está solo pero no sabe seguro diferenciar entre la realidad y la ensoñación. Entonces, al estirar la mano, aparece su cuerpo extendido e interminable y me niego a despertar creyéndome la parte hermosa del sueño. La parte en la que el dibujo de Milo Manara se acerca hasta justamente un milímetro de los confines de mi cuerpo. Y espera, sin llegar a perder la compostura, no sea que esa sensualidad imposible se convierta en una realidad llena de imperfecciones menores, que es lo que compone a las mujeres de verdad. Las mujeres de verdad se agarran a la espalda, se ríen mirando a los ojos, salivan y se tropiezan. Algunas se olvidan de quitar los calcetines y ese instante que debería llenarse de pasión termina siendo un juego en el que los dos pies forman una palabra si se juntan. Y eso, justamente eso, es mucho más grande que la teoría que aprendimos sobre la perfección en la cama. Eso, y la interminable sensación de paz sin límites de piel ni de tiempo que dejan las endorfinas sobre la almohada, son las partes que no nos explicaron y que no aparecen en los cómic ni en las películas, pero sí en la magia empírica de algún recuerdo pasado o futuro. En las partes de la vida real que son narcóticos poderosos de los que no se habla en los anuncios. Como un adhesivo compuesto sólo funciona cuando uno y otro componente, mediocres quizá por separado, se unen.
La vi al despertarse, en diagonal. Un pezón asomaba y lo tapé pero no hice lo mismo con su tobillo. Abría los ojos lentamente sabiendo que la miraba de la misma forma que lo hice cuando se vestía, de espaldas, en un encuadre tres cuartos desde la puerta de la entrada del cuarto, que era lo que veía mi cámara. El pelo sobre la espalda desnuda, terminando a dos dedos de los homoplatos. La curvatura de su culo elíptico en el que, turquesa suave, rozaban pequeños encajes blancos. Pensé que iba a girarse y sonreír. No lo hizo porque sabía que estaba mirando y esa energía de mis ojos, estoy seguro, era lo que quiso buscar durante esa noche. Y lo encontró. Como un dibujo impreso para ser deseado intensamente pero que nunca te toca. Una princesa que suspira con ser rescatada una y otra vez de su confinamiento en la almena. Eso pensé que era. Eso era. Estuve con ella. Ella también.
Supongo que cuando alguien es así puede creer que es suficiente con dejarse desear sin embargo a los feos también nos gusta que nos abracen casi como esperar que deje de girar la peonza o el pellizco que diferencia si pasó o si solamente me quedé dormido leyendo un cómic. Un cómic suave repleto de una sola mujer. Una mujer de otro. La mujer de Milo Manara.
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