(literatura)
-Libélula.
Esa es la palabra. Había decidido que existiera una palabra, identificable y poco habitual, que dijera que aquello se había terminado. Lo decía como se dicen las cosas desde las personas llenas de miedos: al principio. Era el primer día que quedaban como una pareja que sale a pasear y termina en la única mesa ocupada de un chino que tiene farolillos en la esquina. Si alguno dice esa palabra no hará falta decir más porque significa que todo está finalizado.
-En las relaciones sadomasoquistas también tienen una palabra para identificar que se ha sobrepasado el umbral del placer para llegar al dolor. Es algo parecido a lo que estamos haciendo.
-Puede ser- dijo con una sonrisa y ese tono entrecortado de alguien que siempre parece nerviosa o despistada pero se va fijando en los detalles. O de la misma forma en la que hace girar el plato del centro del menú para dos intentando que no le quede delante la ensalada de cuatro hojas grandes de lechuga mal cortada.
Subieron a su casa. –No va a pasar nada- aseguró sacando una de las dos cervezas que quedaban en la nevera y a la mañana siguiente se sorprendió de que aquella fuera una cama en la que la manta roza la piel sin una sábana en medio y, sin embargo, había descansado sin dejar de olvidar los ojos entornados y violentos que fue capaz de entrever en el mismo espejo en el que ella se miraba, ahora, mientras hacía gimnasia desnuda como una hippy antes de hacer café.
Ella era Brave, la princesa valiente. Él era Batman. Tenían miedo de haber sido descubiertos en su identidad secreta.
Cometieron los errores habituales de los perros que han sido apaleados de una u otra forma. Se protegieron. Hay un lazo que une a los suicidas que se han empeñado en vivir de la misma forma que hay un lazo entre los aficionados de los mismos equipos de fútbol, pero es menos ruidoso. Algo parecido a las confidencias de los fumadores cuando se alejan del ruido del bar para salir a la calle. Escapan de ellos mismos y muchas veces el tabaco es una excusa que no puede comprender quien no ha bajado las pulsaciones al frío de una calle de noviembre, incapaz de diferenciar el vaho del humo.
-¿Cuál es tu historia?- le preguntó a bocajarro. Y le respondió sonando a verdad. El tiempo, de alguna manera infame, la había dado mil datos que desde siempre negaban la posibilidad de vivir un cuento. Con detalles que lo salvan, pero detalles al fin y al cabo. Amores, desamores, matrimonio, maternidad, trabajos, despidos, familia y edades. Casi es como contar una fiesta que no fue lo que se esperaba y terminó con una gran resaca y alguna cicatriz. Había más determinación en no rendirse que en aceptar la mediocridad de la vida de verdad.
Tras una pausa, considerando que la igualdad es lo que se espera de la conversación entre adultos, él contó su historia y dio los mil datos que certifican que el lugar en el que está no es el que quiere o el que cree que se merece. Le gusta quien es pero no cómo se siente. “Si me dijeran que iba a ser como soy, firmaría”. “Si me dijeran cómo me voy a sentir, hubiera salido corriendo en dirección contraria”.
A su lado los coches aceleran camino de la autopista y sólo hay pausas en el momento aquel que el último semáforo tiene a bien de ponerse en rojo. Cruzando ella le mira como si hubiera estado allí. Y allí es el lugar en el que se siente indefenso, enfadado, desamparado y sin una luz que marque alguna dirección. Un lugar, en realidad, lleno de temores a las cicatrices que le impidieron saltar al vacío cien millones de veces.
-Hay que saltar, a veces- le dijo
-No me intentes salvar- respondió casi como zanjando. –A veces cuando se dan consejos parece muy sencillo pero no lo es. Viene a ser lo mismo que cuando alguien te asegura que debes de dejarlo todo y cambiar de vida, casi como un cambio de plano en una película de tercera con final feliz. No es así, joder. No lo es. No es tan sencillo porque hay que dar de baja el gas, cambiar la luz, vender el piso, domiciliar los recibos, explicárselo a tu madre. Hacer cajas con la ropa. No se puede saltar.
-Porque no sabes a donde
-A donde me da lo mismo.
No le daba. Nunca le da. Saltar tiene, por definición, un componente de vacío. Saltar posee el riesgo de partirse una pierna al caer. Con el tiempo somos más duros y, en la intimidad, mucho más frágiles.
Durmieron juntos.
-¿Cuál era la palabra que pusimos?- mandó en un mensaje un par de semanas después.
-Libélula.
No volvieron a hablar. Él sigue mirando como un perro apaleado con la puerta de la celda abierta, incapaz de cruzarla porque no sabe si estará ahí para recogerle cuando le tiemblen las piernas. Ella sonríe nerviosa y le echa de menos.
Pd: Las libélulas tienen 30.000 ojos y apenas viven unos meses en su forma adulta.
-Libélula.
Esa es la palabra. Había decidido que existiera una palabra, identificable y poco habitual, que dijera que aquello se había terminado. Lo decía como se dicen las cosas desde las personas llenas de miedos: al principio. Era el primer día que quedaban como una pareja que sale a pasear y termina en la única mesa ocupada de un chino que tiene farolillos en la esquina. Si alguno dice esa palabra no hará falta decir más porque significa que todo está finalizado.
-En las relaciones sadomasoquistas también tienen una palabra para identificar que se ha sobrepasado el umbral del placer para llegar al dolor. Es algo parecido a lo que estamos haciendo.
-Puede ser- dijo con una sonrisa y ese tono entrecortado de alguien que siempre parece nerviosa o despistada pero se va fijando en los detalles. O de la misma forma en la que hace girar el plato del centro del menú para dos intentando que no le quede delante la ensalada de cuatro hojas grandes de lechuga mal cortada.
Subieron a su casa. –No va a pasar nada- aseguró sacando una de las dos cervezas que quedaban en la nevera y a la mañana siguiente se sorprendió de que aquella fuera una cama en la que la manta roza la piel sin una sábana en medio y, sin embargo, había descansado sin dejar de olvidar los ojos entornados y violentos que fue capaz de entrever en el mismo espejo en el que ella se miraba, ahora, mientras hacía gimnasia desnuda como una hippy antes de hacer café.
Ella era Brave, la princesa valiente. Él era Batman. Tenían miedo de haber sido descubiertos en su identidad secreta.
-¿Cuál es tu historia?- le preguntó a bocajarro. Y le respondió sonando a verdad. El tiempo, de alguna manera infame, la había dado mil datos que desde siempre negaban la posibilidad de vivir un cuento. Con detalles que lo salvan, pero detalles al fin y al cabo. Amores, desamores, matrimonio, maternidad, trabajos, despidos, familia y edades. Casi es como contar una fiesta que no fue lo que se esperaba y terminó con una gran resaca y alguna cicatriz. Había más determinación en no rendirse que en aceptar la mediocridad de la vida de verdad.
Tras una pausa, considerando que la igualdad es lo que se espera de la conversación entre adultos, él contó su historia y dio los mil datos que certifican que el lugar en el que está no es el que quiere o el que cree que se merece. Le gusta quien es pero no cómo se siente. “Si me dijeran que iba a ser como soy, firmaría”. “Si me dijeran cómo me voy a sentir, hubiera salido corriendo en dirección contraria”.
A su lado los coches aceleran camino de la autopista y sólo hay pausas en el momento aquel que el último semáforo tiene a bien de ponerse en rojo. Cruzando ella le mira como si hubiera estado allí. Y allí es el lugar en el que se siente indefenso, enfadado, desamparado y sin una luz que marque alguna dirección. Un lugar, en realidad, lleno de temores a las cicatrices que le impidieron saltar al vacío cien millones de veces.
-Hay que saltar, a veces- le dijo
-No me intentes salvar- respondió casi como zanjando. –A veces cuando se dan consejos parece muy sencillo pero no lo es. Viene a ser lo mismo que cuando alguien te asegura que debes de dejarlo todo y cambiar de vida, casi como un cambio de plano en una película de tercera con final feliz. No es así, joder. No lo es. No es tan sencillo porque hay que dar de baja el gas, cambiar la luz, vender el piso, domiciliar los recibos, explicárselo a tu madre. Hacer cajas con la ropa. No se puede saltar.
-Porque no sabes a donde
-A donde me da lo mismo.
No le daba. Nunca le da. Saltar tiene, por definición, un componente de vacío. Saltar posee el riesgo de partirse una pierna al caer. Con el tiempo somos más duros y, en la intimidad, mucho más frágiles.
Durmieron juntos.
-¿Cuál era la palabra que pusimos?- mandó en un mensaje un par de semanas después.
-Libélula.
No volvieron a hablar. Él sigue mirando como un perro apaleado con la puerta de la celda abierta, incapaz de cruzarla porque no sabe si estará ahí para recogerle cuando le tiemblen las piernas. Ella sonríe nerviosa y le echa de menos.
Pd: Las libélulas tienen 30.000 ojos y apenas viven unos meses en su forma adulta.
1 comentario:
Que hábil describiendo sentimientos.
Escribes como si estuvieses charlando.
Me gusta..., mucho
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