Al levantarse la persiana, de forma automática a las diez, en medio del escaparate y casi pendulante se mecía el cuerpo colgado del dueño. Blanco con la boca abierta, que es como se quedan los muertos por mucho que en Hollywood se empeñen en vender que todos los fallecimientos de los héroes van después de una frase magnífica y tras conseguir ganar la partida a los malvados. En el cristal, con un rotulador de esos que muchas veces describen ofertas emocionantes, ponía de puño y letra “Me cansé de ser vuestro esclavo”.
Una señora, al encontrarse con la estampa, se lleva la mano a la boca con asco y repulsa. Un grupo de adolescentes hacen fotos con el teléfono. Alguno hasta hace un chiste de mal gusto. Alguien, indefinido y tras acercarse por culpa del tumulto, llama a la policía. Nunca ese comercio estuvo tan concurrido tan pronto. Es la primera vez que se convirtió en trending topic. La primera, muy por encima de cuando hizo promociones o al celebrar los 50 años desde la apertura, que se oía su nombre en toda la ciudad. En cualquier rincón. Es fácil ser viral con una muerte dramática y absurda si se está cerca de un colegio y todos los críos tienen cuentas en Instagram. Demasiamos “me gusta” a esa estampa de muerte y odio, decorada con una soga perfectamente anudada. Los pies apuntando al suelo, desafiante, a medio metro del cuerpo. Una camisa blanca. Una silla lanzada a un lado, sobre el género de la última promoción. Un zapato aún, el otro caído. La puerta cerrada por dentro y los bomberos, que son el mejor reclamo a extraños por las sirenas y esos cascos brillantes, intentando abrir las puertas anti vandalismo mientras, en la soledad brillante de una tienda de barrio, suena la versión de Hurt que hizo Jonny Cash. El cadáver se mueve lentamente a cada arrebato que dobla la estructura metálica de la puerta y, si hubiera una toma interior del momento, parece que llevan el ritmo de la canción.
Una señora, al encontrarse con la estampa, se lleva la mano a la boca con asco y repulsa. Un grupo de adolescentes hacen fotos con el teléfono. Alguno hasta hace un chiste de mal gusto. Alguien, indefinido y tras acercarse por culpa del tumulto, llama a la policía. Nunca ese comercio estuvo tan concurrido tan pronto. Es la primera vez que se convirtió en trending topic. La primera, muy por encima de cuando hizo promociones o al celebrar los 50 años desde la apertura, que se oía su nombre en toda la ciudad. En cualquier rincón. Es fácil ser viral con una muerte dramática y absurda si se está cerca de un colegio y todos los críos tienen cuentas en Instagram. Demasiamos “me gusta” a esa estampa de muerte y odio, decorada con una soga perfectamente anudada. Los pies apuntando al suelo, desafiante, a medio metro del cuerpo. Una camisa blanca. Una silla lanzada a un lado, sobre el género de la última promoción. Un zapato aún, el otro caído. La puerta cerrada por dentro y los bomberos, que son el mejor reclamo a extraños por las sirenas y esos cascos brillantes, intentando abrir las puertas anti vandalismo mientras, en la soledad brillante de una tienda de barrio, suena la versión de Hurt que hizo Jonny Cash. El cadáver se mueve lentamente a cada arrebato que dobla la estructura metálica de la puerta y, si hubiera una toma interior del momento, parece que llevan el ritmo de la canción.
Si fuera una película se vería una entrada a cámara lenta hasta el cuerpo como un sprint que se identifica en los ojos. Los bomberos hacia la soga para que pierda tensión y deje ver el profundo color morado de las venas yugulares rotas y la isquemia en los ojos vidriosos del tendero. Las arrugas de los años marcadas en la piel y las manos cansadas de señalar el producto correcto, angulosas. Las huellas de la caja registradora coinciden con las diferentes edades en las que consumió su vida, kilómetro arriba, kilómetro abajo por el local y sonriendo a la clientela. Vendiendo a los que ahora son los abuelos. A sus hijos. A los hijos que llegaron después. El complejo de tendero no es muy diferente al dramatismo del payaso que tiene que hacer la actuación después de enterrar a su padre y debe de hacer reír porque siempre se supone que está ahí para eso. Como si no tuviera vida, como si nunca se pusiera enfermo, como si fuera infalible. Como las emergencias a altas horas de la mañana, que deben de estar preparadas para cumplir su función. El que recoge los paquetes que el repartidor deja para el vecino y que debe de hacerse el loco sabiendo que lo que hay dentro es algo que él también vende, porque que esté siempre ahí no significa que sea gilipollas. El que hace de confesor, de técnico, de porteador si el sofá no entra en el portal. El que te espera cuando le pides que se quede un poco más porque tuviste un imprevisto con forma de última cerveza al salir del trabajo. el que ilumina la calle y que paga las luces de navidad que sorprenden a los niños desde noviembre hasta mediado enero. El que barre su trozo de acera. Donde ella entró a llorar antes de llegar a casa aquella noche en la que el segundo novio la dijo que no la quería.
Son manos de esclavo. Se cansó de ser esclavo, de todos.
Han abierto los telediarios con su historia: "después de 50 años trabajando, un comerciante sin hijos se quita la vida cerca de un colegio. Los padres han denunciado a la policía por llegar tarde y un grupo de psicólogos municipal está trabajando con los menores para que se vean afectados por las imágenes que han tenido que presenciar". Nadie contó que lo llevaban 50 años ahorcando. La soga la pidió por Amazon como ironía final. Muerto pero con sentido del humor.
Hay una recogida de firmas por internet para que tapien ese local pero un pakistaní cree que es el lugar perfecto para montar una frutería. Están en negociaciones.
1 comentario:
https://youtu.be/lyxxV22hdMs
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