Brackets
Hay veces que nos acercamos a
determinados lugares porque nos resultan conocidos de la misma forma que hay
olores que nos recuerdan a casa. A mí me resultaba familiar y sabía exactamente
donde, a qué lugar de la vida reciente hacía referencia con ese aspecto de
orden y orgullo, que es la manera que tienen de andar las mujeres bajitas con
un armario poderoso. El pelo perfecto y los tacones kilométricos, de esos que
si se los quita justo delante de ti mirándote a la cara no sabes si ha
desaparecido o si está en algún lugar inenarrable. Las fotos siempre haciendo
una pose ensayada y siempre con el mismo perfil y la misma sonrisa
entreabierta.
Era de esas personas que han
decidido vivir aunque se empeñan en contar lo
muy ocupadas que se encuentran. Sin embargo la manera de reconocer a
este tipo de personas es, como muchas otras cosas en la vida, dejarles hablar. Al
final de tanta palabrería el vestido, la fiesta, la nueva fiesta y la
invitación al evento próximo prevalecen y eso significa que lo que prevalece es
vivir por encima de la ejecución de los
medios para poder vivir. Trabajar es demasiado mundano para las uñas que están
perfectamente arregladas. Se estaba arreglando la boca para sonreír con más
glamour en los photocall. Vestía escondiendo un tanga negro muy pequeño pero
eso no lo supe hasta más tarde.
Me contó que se había separado
casi como una predisposición. Que vivía en un ático del centro. La primera vez
que subí me prohibió dejar las cosas en la mesa porque es blanca y se quedan
marcas. Fue un día para cenar que me
pilló una tormenta y tenía que secarme de alguna manera. No hay nada malévolo
en subir a casa de una señorita si las intenciones de ella no indican lo
contrario. Hay algo en lo que me fijo, si es que no hay discos ni libros, con mucho detenimiento al ver por primera vez
una casa: los cojines del sofá. Si están
perfectamente organizados o no. Allí lo estaban. En orden perfecto. Aprendí, más tarde, que
tenía que dejarla tiempo para deshacer la cama de la manera correcta antes de
llegar a ella. Que todo dispone de un orden y que si ese orden se rompe es como
si hubiera una catástrofe que impide dormir con calma durante la noche. Si los
cojines se almacenan sobre la silla del fondo el universo mantiene el
equilibrio pero si acaso sucede que se arrojan contra el suelo en un alarde
loco de desenfreno y pasión los duendes esperarán para fracturar la noche en
mil pedazos de insomnio. Los de la cama eran blancos y negros, los del sofá de
seda. Siempre tuve mucho cuidado con
ellos.
Cenamos, charlamos. Establecía,
casi como si fuera la domadora de un animal que fuera yo, los muros que me
obligaba a tener que saltar. Se centraba, porque lo sé, en unas diferencias
obvias que existen entre las personas pero sin embargo seguía con la conversación. “Somos muy diferentes”- me
decía pero luego volvía a mandarme una foto con el modelito de la tarde. Una
vez me dio las buenas noches con un pequeño camisón de raso naranja sostenido
por dos pequeños tirantes. Tenía los ojos grandes casi como alguien que necesita observarlo todo. Hablábamos por
la noche y alguna vez la conversación fue subiendo de tono. Creo que nos
excitamos más de una vez sin confesarlo hasta tiempo después. Las noches
disponen, en el caso de la soltería y la soledad, de un momento incierto al
legar a la cama que confunde todo ese espacio y la falta de contacto con una
necesidad de excitación y complicidad. Hay quienes coinciden en esos momentos y
se buscan. Hay quienes no son capaces de asumir que se sienten abandonados al
compararse con los anuncios y buscan sustitutivos que, en el mundo moderno,
tienen forma de pantalla.
Una noche, más allá de las horas
permitidas para los menores, me dijo que fuera a su casa. Llegué a la puerta y
las manos fueron pasando por la piel como un explorador clavado en la punta de
los dedos. Abrí su camisa y me puse tenso mientras sus pequeñas manos se
acercaban a mi pantalón. Puse su pecho sobre el mío porque siempre me ha
gustado ese primer roce contra mí. Y parte del sabor. Un momento más tarde,
después de esperar a que pusiera los cojines de la cama sobre la silla que hay
en la esquina de la ventana, me tenía tumbado y me miraba, sujetándome y con únicamente la camisa abierta, entornando los
ojos mientras la boca se llenaba de vicio y de saliva. La miré y después al
techo como su fuera una epifanía. Afirmo que después nos saboreamos y que toda
su corrección saltó por los aires un par de veces. Tenía cervezas en la nevera
pero no un desayuno coherente. Fui a ducharme a casa con restos de temblores.
Las pantallas se habían convertido en piel.
Volvió a insistir en que “somos
tan diferentes” las siguientes veces que hablamos e incluso las que nos
encontramos pidiendo mesa en algún restaurante. Me sentí, porque es importante
ser capaz de verse desde fuera y reconocer los roles en los que a uno le
etiquetan, como un chico que aparecía y desaparecía casi como una adicción
controlada que llega desde fuera del mundo al que ella quería pertenecer con su
pequeño deportivo pagado a plazos y sus lujos en alquiler. Efímera pero sobreviviendo. Con
vestidos nuevos para el próximo evento. Alguno del sábado por la noche. Ese
sábado aparecí en su casa por la tarde.
Sacó unos refrescos con los posa vasos correctos mientras nos sentamos en
el sofá y dejó los cojines de seda a un lado como quien salva las obras de arte
de la invasión alemana. Se acercó. Me dejé acercar. La conversación era absolutamente
intrascendente. Creo que fue la primera vez que estaba completamente desnuda
sobre mí, que no entre mis piernas, retorciéndome. Quizá esa fue la clave, que
me retorcí. Y lo fue porque de repente, como una punzada sin avisar, mi pene se
quedó atrapado por los brackets. Ella hizo un sonido como quien no puede cerrar
la boca y yo sujeté su cabeza apretando contra mí mientras gritaba de dolor. Es
algo muy parecido a un anzuelo donde cualquier movimiento es desgarrador. Me
cayeron un par de lagrimones entre juramento y juramento. Por un instante
busqué el teléfono para llamar a urgencias sin visualizar a los sanitarios
entrando por la puerta para sacarnos, yo desmayado de dolor y ella sin poder
hacer más que sonidos guturales, por la puerta hasta la ambulancia, sirena,
luces y viandantes mirando, en medio del centro de la ciudad. Ella se movía
poco a poco mientras yo la seguía sujetando y casi pensé en azotarla con el
cojín de seda para que se estuviera quieta. “!No te muevas, joder!”-gritaba yo
y estoy seguro que algún vecino me oyó sin saber si era un humano o la matanza
de un cerdo bien cebado. De repente hizo un giro y noté su lengua haciendo
palanca. Se soltó. Me miró y se reía. Yo sentí una liberación y un pequeño
escozor que calmé poniendo el refresco en el prepucio. El frío, entre otras
cosas, se inventó para esto. “No me ha pasado nunca”- dijo. Joder, ni a mí.
“¿Estás bien?”- preguntó preocupada. “Creo que sí”- dije mientras me la miraba
buscando heridas o borbotones de sangre que, en realidad, no había. Poco a poco
me calmé. Ella se puso una camisa. Trajo otro refresco que, esta vez sí, me
bebí. Se había hecho algo tarde y la verdad es que tuve un miedo atroz pensando
en tener algún tipo de erección después de aquello. Me fui vistiendo con
cuidado y ella, esa noche, estrenó un vestido blanco. Yo, esa noche, me la miré
en el espejo del baño e incluso hice fotos con la función macro de la cámara
del móvil buscando huellas que no existían.
Un par de días después me llamó,
por la mañana. “Acabo de salir del ortodoncista”- me dijo.
En realidad nunca más volvió a
ser lo mismo porque hay miedos que siguen ahí y que aparecen cuando las
circunstancias se repiten. Así que le di la razón: “Somos muy diferentes”- le
dije. Y nos despedimos con elegancia.
A veces miro su foto. Esa coleta
atrás. Las formas. Los tacones. La manera de posar en su perfil bueno. Y el
aparato en los dientes como una barrera. Sé que le va bien. Sé que soy un
cobarde. Cuando me preguntan qué es lo más extraño que me ha pasado hablo de la
manera en la que deja los cojines ordenados antes de mirarme sobre la cama. Tampoco puedo olvidar esa mirada.
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