Mal dia para buscar

11 de noviembre de 2016

Los Mamuts y los tramposos.

(Extraído del libro que no consigo acabar de escribir nunca)

Samuel Hahnemann fue el pionero de la homeopatía. Básicamente estableció una pseudociencia que se basa en usar pequeñas cantidades de las substancias que generan la enfermedad que se quiere tratar diluidas en agua y aunque, a base de diluir y diluir, en el componente final ya no queda resto del principio activo se apela a una especie de “efecto memoria” en el agua que lo convierten en sanador. Los resultados científicos se dividen en dos: los que se han demostrado que no funcionan y los que no se sabe si pueden funcionar. Hay una única verdad: mientras se juega con ello la naturaleza se dedica a hacer su trabajo y es por eso que algunas  personas se curan y, por extraña coincidencia, homeópatas que se hacen ricos. Aunque también existen algunos que apelan al poder de la mente y la energía, de la potencia descomunal de la fortaleza del ímpetu y la fe.

Existen personas que necesitan creer porque hace falta algún tipo de motivo por el que despertarse por la mañana y la ciencia, en general, es demasiado fría. Es más emocionante el deporte, los parques de atracciones, las rifas y la homeopatía. Probablemente porque la posibilidad de éxito es menor y quizá por ello un resultado positivo parece más gratificante que la seguridad de saberse ganador. El riesgo, por definición, es lo que alimenta la satisfacción posterior.

Dicen que hay una media de siete parejas antes de llegar a la definitiva. Unos lo logran a la primera, otros se rinden en la cuarta y algunos llegan a la duodécima. Hay una seguridad casi absoluta de que esa persona en la que te fijaste al entrar por la puerta del bar no sea ninguna de ellas, pero si lo es, si acaso sucede o si se da la alineación de planetas adecuada para que se inicie una conversación, sea una gran conversación y además sea de esas conversaciones que no entran en círculos y no se acaban nunca, entonces el orgasmo no es una cuestión, como se supone, física, sino el sentimiento desbordante de que se ha cruzado una meta arriesgada e imposible.

No es lo mismo sin riesgo y quizá por eso el ser humano es permeable a determinadas acciones que estadísticamente le pueden llevar a perder. El amor, la competición y encomendarse sin red a los designios de un Dios, un jefe, un padre o un gobernante son ejemplos de ello.

Desde ahí. Desde ese punto de partida y quizá incluso en una caverna aparecieron los tramposos. Eran los que decían que habían matado al Mamut cuando, en realidad, habían estado escondidos mientras los otros, con pequeños pedazos de madera con piedras de sílex en los extremos, perseguían y morían junto al animal fruto de la lucha desigual. No era la misma satisfacción de ser verdaderamente un héroe pero sí la satisfacción del reconocimiento. Eso también engancha y sobre todo, como una adicción enfermiza, la satisfacción de ser más listo que el guerrero por conseguir lo mismo sin traer heridas de muerte.

Más adelante aparecieron los estafadores profesionales, inventores de argucias y de halagos para fomentar la idea de la oportunidad, la oferta, el momento en el que ser más listo que los demás sin percatarse que se era, precisamente en ese instante, estafado por avaricia. Unos se llamaron abogados, otros banqueros. Algunos prometieron la vida eterna con elixires y siempre, a lo largo de la historia, tuvieron víctimas a los que llamaron clientes y a los que convencían de poder volver a la cueva sin un rasguño y con un enorme colmillo de marfil.

 “Si me engañas una vez, la culpa es tuya. Si me engañas dos, la culpa es mía” decía Anaxágoras.

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