Hay personas, reconozcámoslo, que hacen algunas cosillas que me hacen pensar que aún existe algo de romanticismo en algún lugar de este crítico mundo. A unos se supone que les dicen que sí y a otros se supone que les dicen que no. Nadie ha dicho que fuera facil
Luego se casan, se divorcian y siguen pensando que son tan originales como los que hacen calendarios eróticos en navidad.
Reconozco, escarbando en mi pasado menos reciente, que yo quise casarme de verdad una vez. Me atacó una imagen de mi mismo a su lado y, en una playa vacía sin haberlo pensado más de 15 segundos, le dije que se casara conmigo. Y me dijo que sí. Lo celebramos comiéndonos una paella como quien se va a comer un menú del día. Después ella se marchó con un joven audaz que había recorrido europa haciendo autostop y yo copulé en una cala con una compañera de universidad. Ninguno llegamos a nada con nuestros extraños acompañantes y ahora cuando casi quince años después sus grandes ojos azules se alegran de verme y mi memoria recuerda la puerta que casi abrimos aquel día solamente vive en mi cabeza la imposibilidad de saber lo que hubiera podido haber sido.
Pero nunca hice una coreografía o planifiqué un flashmob que terminara con una petición de mano porque siempre he pensado, anclado en un pesimismo incomprensible, que me dirían que no. La decepción se vive mucho mejor cuando se vive en soledad. Eso no quita que me haya acostado cien millones de veces queriendo que aquella mujer (la alta, la rubia, la morena, la que me dejó , la lista, la pija, la delgada, la separada o la que me hizo sentir magia al verla a mi lado o desnuda durmiendo a un costado) me exigiera establecerse a mi lado sin yo poder dar un no por respuesta. Porque si me dan opción soy tan tonto que, como la ortografía predictiva de un movil, digo que no por defecto.
Así que, como saco el romanticismo muy de vez en cuando y con cucharillas de azucarero pequeñito, resulta que me he convertido en el follamigo perfecto sin quererlo y viviendo demasiados años tras el embriagador aroma de los amores de películas empalagosas. Parece que la conjunción de planetas que son el disfrute del sexo con una concepción nada egoísta del goce, la conversación y una pequeña parte obscenamente canalla tienen como resultado un beso de buenas noches, una mirada cómplice y una puerta que se cierra una vez más como prolegómeno perfecto del último cigarro del día antes de estirar las sábanas. Tengo casi 39 años y he querido a casi 39 amantes. La suerte, dicen, es una ramera de primera calidad y todas las camareras que me quisieron escuchar nunca entendieron que mi historia es aquella que se escribe en las postales con la necesidad de madrugar los lunes sin nada que me haga entender cómo, cuando ni por qué, como en la canción de sabina, contra pronóstico habrán pasado los años.
Mi petición de matrimonio, si la hubiera, no será memorable porque las buenas cosas pasan sin darte cuenta y dejan de ser privadas cuando salen en youtube hasta para el pequeño Hank Moody que vive dentro de mi.
Claro que cada uno es muy libre de comprometerse como quiera, pero utilizar Internet como una versión libre del "diario de..." no me resulta elegante, estiloso o mínimamente romántico. Simplemente no es mi estilo, si es que algún día descubro que tengo algún estilo, que no lo sé. Waitin´ in vain, versioneaba Annie Lennox
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