Extra (literatura, por si hay dudas)
-Impaciente es mi segundo apellido- me dijo después de mil trescientos veinte mensajes en los que quedaba bastante claro el concepto de ganas. Ganas de vernos y de comernos, de ver si lo que, contemporáneamente previamente visto en foto, resultaba tan turgente en realidad. Fue una de esas ocasiones en las que se han pasado por alto los protocolos del conocimiento. Saber si la tortilla de patatas era con o sin cebolla. En realidad era sin cebolla y eso siempre es un punto a favor. Pero no habíamos hablado de nosotros, casi en un reflejo de lo que es la modernidad. La misma que reduce los elementos solamente a los de interés para el caso que refleja. Si vamos a jugar fútbol lo que nos importa es la habilidad con el balón. Si vamos a hablar de filosofía, saber si eres de Lacan o si Sócrates es tu aliado. Pero de lo que habíamos hablado es de la forma de los dedos alrededor del cuerpo. Habíamos hablado de saliva y del sonido ahogado que se oye por los vecinos a través de los breves tabiques de las casas que se construyeron cuando el ladrillo era una inversión rentable. “Yo no soy de esas” repetía en algún mensaje de manera casi despectiva cuando planificaba la hora a la que yo iba a llegar, entre alguna foto de su cuarto de baño para ver si aceleraba algo más.
Estaba sentada en un banco, con unas zapatillas planas para no parecer más alta que yo. Con un vestido prieto y transparente. Con una sonrisa expectante, el pelo medianamente recogido y me llamó “cariño” antes de besarme. Quiso cogerme de la mano pero sé que es algo a lo que no me dejo. Puedo responder explícitamente a impulsos fotográficos pero después, como si fuera un arranque de vergüenza, soy incapaz de dar la mano. Estuvimos recorriendo bares cerrados e intentamos hablar de temas inmunes hasta llegar a su casa. Se descalzó en la cocina y yo hice lo mismo pero sin zapatillas. Me llevó, a besos con lengua, hasta su cama. Se desnudó o la desnudé, da igual, sin tiempo a que hiciera lo mismo. La vi, horizontal, mordiéndose un dedo mirando al techo, diez minutos después. “Impaciente” es el segundo apellido de su cuerpo.
No tuvimos tiempo de hablar ni yo de descubrir donde habían caído los pantalones. Pasó sus pechos por mis piernas para, supongo, que los notase. Vi fotos en sus paredes y esos muñecos que se tienen como pequeños árboles en la cómoda de la habitación donde se dejan las joyas o los abalorios. Tenía una televisión escondida en el armario a medio abrir. Las chaquetas en el de la entrada. Agua en la parte de debajo de la mesilla. Sonreía tumbada en el lado más cercano a la puerta, que es el que eligen la mayor parte de las mujeres cuando mandan en la cama. Se durmió con un camisón breve y acaparando la piel. Tenía tatuado “Carpe Diem” en el brazo y señales para preguntar en los tobillos.
Nos despertamos con el roce y el amanecer. Casi como si fuera una costumbre o una rutina me dio un beso antes de ir a la ducha. Yo descubrí la casa como si fuera, que lo era, la primera vez y me quedé mirando los imanes de la nevera con todos esos recuerdos que dicen de los moradores mucho más de lo que habíamos compartido de nuestros fantasmas o de nuestras mochilas. Habíamos empezado por la piel, que es un inicio incorrecto pero satisfactorio. Había hablado de su cuerpo generoso, y no era ninguna mentira. Quiso entrar en el baño cuando yo estaba en la ducha, como si nos conociéramos desde hace eones. No entró en las preguntas sin interrogantes sobre militancias o sueños cuando le pregunté si había café detrás de los imanes. No había café. Nos despedimos en su puerta mientras, desde un coche, alguien que la esperaba estoy seguro que podía vernos. Me lanzó un beso por la ventanilla cuando les adelanté. Tuve una extraña sensación de tener que cumplir un papel que solamente se consigue con ensayo y con tiempo.
Volví a mi vida. A mis fantasmas. A mis pequeños retos. A un catarro que no se había arreglado con una noche sin ropa.
“No me llamas”-escribió en un mensaje que me pareció inmediato, aunque no lo era. “No es mi mejor día”- respondí sin entrar en detalles. “Dime en qué te puedo ayudar”- siguió. No se puede ayudar a alguien sin datos, sin saber el lugar del que viene o cuales son las piedras en las que está acostumbrado a tropezar. Tampoco se puede, por mucho que las películas digan lo contrario, lograr un sueño en los diez minutos que tardó en correrse. “Me estás faltando al respeto”- dedujo en un par de horas, aunque fuera una deducción incorrecta. Y luego me insultó, me borró, desapareció. “Impaciente” es el apellido de sus fantasmas.
Y si hubiera empezado por ellos, dentro de la serenidad, estaríamos tomando un café. Quien sabe qué hubiera pasado después. Probablemente nada porque yo no doy la mano y en el cuarto de baño prefiero estar solo.
Cada uno tiene lo suyo.
Estoy seguro que su impaciencia le hará olvidarse con una facilidad pasmosa. Tiene fines de semana por delante en abundancia y una piel muy agradecida.
Demasiado rápido para mí. Militamos en lados diferentes , y salvajes, de la vida.
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