La soledad no es, en realidad, una cuestión física. No lo es. Se puede estar acompañado y solo demasiadas veces. Es una soledad amarga y tensa, de las que no entienden cómo entre tanta multitud puede existir tanto silencio. Las ciudades son, cuanto más grandes, quesos de grullere con millones de agujeros de ansiedad y tristeza. Eso es porque la soledad, la de verdad, tiene mucho más que ver con los sueños no cumplidos, con todas esas promesas que alguna vez nos hicimos pero que no las llevamos a cabo en los veinte segundos que dura un anuncio. Tiene que ver con las veces que nos quedamos esperando y todas, absolutamente todas las ocasiones en las que pusimos la etiqueta de prescindible a lo que estábamos viviendo porque alguien nos prometió algo mejor si eramos capaces de esperar sin decirnos realmente a que.
Es entonces, cuando se es capaz de oír la manera en la que los músculos crujen al pasar las yemas de los dedos apretando sobre ellos, cuando se hace un balance injusto de la verdad y se siente esa sensación entre hambre y nevera vacía que tiene la soledad de verdad, la que persigue si se acelera mas rápido y la que al llegar la noche no deja dormir quedándose entre los dedos de los pies creyendo que cualquier otra cosa pudiera calmarla pero, en verdad, sólo intentamos sustituirla por algo que nos impida pensar hasta que llegue el sueño, el amanecer o alguna ocupación que no nos deje mirar dentro, en el agujero del queso, en el sonido del último coche rodando por el asfalto.
Esquivamos esa pequeña angustia con la televisión encendida, con amantes a los que sujetarnos después del sexo sin hablar del sexo, porque es la excusa. Hacemos recortes a nuestros fantasmas con la última serie que está a medias o con volver a poner otra lavadora. Con mil millones de asuntos pendientes y una proyección interesada del siguiente cuerpo o el nuevo proyecto que no será tan hermoso como lo habíamos soñado.
La soledad sigue ahí porque viene de serie. Las calles se llenan, los domingos por la tarde, de personas que caminan como si fueran a algún sitio y en realidad llevan la maleta de sus sueños a medias arrastrando, sonando incomoda en los dibujos de las aceras. Muchos se abrazaran como niños antes de dormir. Puede que incluso rocen sus desnudeces mirando fijamente a los ojos de quien esté enfrente, suplicando por que no les deje caer en el camino del que no conocen el final ni el destino. Es una mirada que se me escapa todas y cada una de las veces en las que las sensaciones suben hasta los párpados de mis ojos, temblorosos frente a algunas manos que ya estoy pensando que se irán. Se puede estar tan solo en el cuerpo de alguien como acompañado en la parte alta de un acantilado.
La soledad se pega a la piel sin darnos cuenta, como la vejez. La diferencia es que nos convencieron que ser puede volver a ser joven.
Incluso en estos tiempos.
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