Soy un hombre de servicios (nada que ver con el excusado).
Tuve un profesor en la universidad que decía que ésta ciudad antiguamente industrial en la que habito se estaba convirtiendo, de la mano de una modernidad muy extraña, en una ciudad de servicios. -Si todos damos servicios- razonaba con absoluta lógica- habrá que tener a quien dárselos y si no hay empresas que los soliciten nos iremos todos a la mierda-. Entonces todos nos reíamos porque había dicho "mierda" pero la verdad es que todas esas grandes, ruidosas, humeantes y contaminantes fábricas han desaparecido y casi todos los trabajadores de menos de 40 años o son consultores, asesores o gestores. Con las manos sucias a casa llegan muy pocos. Dale un destornillador a un millenial y en vez de mover el mundo lo cogerá del revés o pedirá una baja por lesiones en la muñeca aunque la tenga fortalecida gracias al porno en internet. Claro que eso tiene menos torsión. Los movimientos se aprenden por repetición y es por eso que al ser humano le está creciendo el pulgar a golpe de whatsapp. La evolución no se detiene, sólo se transforma.
Así que me convertí en un hombre de servicios. Atiendo al público, trato con mis clientes, friego el suelo e intento ser exigente y compañero cuando toca. Soy receptivo a las necesidades y la inmensa mayoría de las veces espero a correrme el último. Vivo en un clientelismo absurdo que me engulle como un agujero negro. Me duermo atemorizado por no estar a la altura mañana y pongo mantel si es que tengo visita. A veces me pongo mantel para mi casi como si fuera una prueba: me atiendo a mi. Es un tipo de servicio casi onanista. Me decoro el plato y pongo los cubiertos en su sitio. La única forma que tengo para acertar, teniendo en cuenta que dispongo de dos manos izquierdas, es cogiendo el cuchillo y el tenedor como si fuera a partir un filete. Entonces acierto con la posición justa. Y ceno sin diferenciar entre mi sofá y una gala en la embajada noruega. Sin descalzarme. Cerrando la boca. Poniendo cara de interés ante mi interlocutor en forma de televisión.
En un capítulo de "Sexo en Nueva york" (me avergüenzo de esta referencia pero todos tenemos pasados oscuros) Miranda llama al chino para pedir la cena. Al otro lado del aparato aciertan lo que va a pedir y ella, como si fuera una revelación, descubre lo previsible y sola que es y está. Ella es la única con la que yo hubiera pasado tiempo porque Carrie, Charlotte y Sam son ejemplos de superficialidad que rozan los años ochenta. Será por eso que la serie ha envejecido como una separada mal llevada, prieta con colores brillantes y de masa corporal desacompasada, o ese tipo de señor que se compra un deportivo, una gafas de policía americano y deja a la mujer por otra más joven sospechosamente servil.
Somos clientes y damos servicios. Unos de forma más o menos coherente y otros de forma más o menos aceptada. Servidores de los hijos, que últimamente hay demasiados. Clientes del ego del próximo cuñado. Pequeñas prostitutas del ocio mal entendido o la nueva moda.
Y de la misma manera que se busca el equilibrio entre gastos e ingresos, adulto y niño o incluso cenas pagadas y recibidas, orgasmos propios y ajenos o veces que llamé yo y llamaste tú... debería de existir un equilibrio entre servicios dados y recibidos. Por alguna razón lo tengo desequilibrado.
Claro que si no hay donde dar servicios el mayordomo se muere de pena. Elegante, pero muerto. Rodeado de telarañas y con el té frío en la bandeja.
Así que me convertí en un hombre de servicios. Atiendo al público, trato con mis clientes, friego el suelo e intento ser exigente y compañero cuando toca. Soy receptivo a las necesidades y la inmensa mayoría de las veces espero a correrme el último. Vivo en un clientelismo absurdo que me engulle como un agujero negro. Me duermo atemorizado por no estar a la altura mañana y pongo mantel si es que tengo visita. A veces me pongo mantel para mi casi como si fuera una prueba: me atiendo a mi. Es un tipo de servicio casi onanista. Me decoro el plato y pongo los cubiertos en su sitio. La única forma que tengo para acertar, teniendo en cuenta que dispongo de dos manos izquierdas, es cogiendo el cuchillo y el tenedor como si fuera a partir un filete. Entonces acierto con la posición justa. Y ceno sin diferenciar entre mi sofá y una gala en la embajada noruega. Sin descalzarme. Cerrando la boca. Poniendo cara de interés ante mi interlocutor en forma de televisión.
En un capítulo de "Sexo en Nueva york" (me avergüenzo de esta referencia pero todos tenemos pasados oscuros) Miranda llama al chino para pedir la cena. Al otro lado del aparato aciertan lo que va a pedir y ella, como si fuera una revelación, descubre lo previsible y sola que es y está. Ella es la única con la que yo hubiera pasado tiempo porque Carrie, Charlotte y Sam son ejemplos de superficialidad que rozan los años ochenta. Será por eso que la serie ha envejecido como una separada mal llevada, prieta con colores brillantes y de masa corporal desacompasada, o ese tipo de señor que se compra un deportivo, una gafas de policía americano y deja a la mujer por otra más joven sospechosamente servil.
Somos clientes y damos servicios. Unos de forma más o menos coherente y otros de forma más o menos aceptada. Servidores de los hijos, que últimamente hay demasiados. Clientes del ego del próximo cuñado. Pequeñas prostitutas del ocio mal entendido o la nueva moda.
Y de la misma manera que se busca el equilibrio entre gastos e ingresos, adulto y niño o incluso cenas pagadas y recibidas, orgasmos propios y ajenos o veces que llamé yo y llamaste tú... debería de existir un equilibrio entre servicios dados y recibidos. Por alguna razón lo tengo desequilibrado.
Claro que si no hay donde dar servicios el mayordomo se muere de pena. Elegante, pero muerto. Rodeado de telarañas y con el té frío en la bandeja.
2 comentarios:
Seguro que el mayordomo se llama Maluma (perdón, quise decir Dayton).
Ya has vuelto a beber? (haciendo honor al primer gran éxito de los Deltonos) https://youtu.be/PxIBEV5tDIM
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