Mal dia para buscar

28 de octubre de 2011

El elogio de la sencillez


Dice un amigo: "no te fíes nunca de alguien que está soltero a partir de los 30. Tiene una tara".

Siempre nos miramos con cara de circunstancia a nuestra cuarentena y asumimos positivamente que tenemos más de una (y de veinte) taras.

En realidad, cuando nos hemos tomado más de cuatro cervezas y nos persigue una nube a todas partes siempre llegamos a la absurda conclusión, con el punto de vista que da la distancia, que la sencillez es aquello que nos podría hacer felices.

Aquellos compañeros de colegio o de universidad que pasean felices y contentos con su guapa mujer y te saludan mientras los niños corretean alrededor como pequeños núcleos de felicidad son, en su mayoría, aquellos que nunca se preocupaban del motivo por el que se recibía una educación cristiana o la mezquindad indigna de consumir aquellas zapatillas que llevaba Michael Jordan sin pensar en la cantidad de niños indios que trabajaban por un dólar para coser el logotipo aquel del negro saltando.

Sin embargo aquel que empezó a movilizarse poco antes de la llegada de la mayoría de edad por la existencia de ejércitos que mataran personas en nuestro nombre en algunos confines del planeta hoy en día te lo encuentras, cual hippy caducado, con su discurso, su mochila y la sombría pesadumbre de no haber arreglado el mundo.

Algo debió de salir mal en el momento en el que aprendimos a reflexionar sobre nuestras diferentes realidades.

Cuando cayó el telón de acero dos tipos de reportajes aparecían en nuestras pantallas: en uno y en una pequeña casa de las afueras de Moscú, un matrimonio compuesto por una bióloga y un ingeniero enseñan las paredes repletas de libros y se van adecuando las gafas de pasta al compás de la tremenda retahíla de triunfos tecnológicos que habían logrado para el antiguo régimen que no les había agradecido su esfuerzo. El en otro reportaje salía el más tonto de tu clase, vestido al estilo "huevos de oro" y con más cadenas que un rapero de L.A, enseñando su enorme casa lograda a base de sobornos a políticos mediocres y urbanizaciones vendidas a la incipiente clase media en la que nadie quiere quedarse. "Empecé poniendo ladrillos a los 17 años"-decía orgulloso-"y ahora tengo la cuarta constructora de España". Se montaba en su deportivo sin clase pero ruidoso y presentaba en cámara a los pechos operados, turgentes y firmes de su mujer, la misma que había contratado a Pitingo para su fiesta privada.

Nosotros, en realidad, nunca hubiéramos sido capaces de seguir su camino porque disponemos de una pequeña porción de ética punzándonos el cerebro pero, si analizamos el resultado de la vida en términos de felicidad, el más tonto de nuestra clase es más feliz que nosotros porque es, precisamente, más tonto sencillo.

Triunfan las series fácilmente masticables, los políticos populistas, las canciones de cuatro acordes. Mantienen relaciones mucho más satisfactorias aquellas parejas que no viven su vida como un cúmulo de pequeños convenios colectivos de satisfacción personal y sexual entre dos personas. Liga mucho más un tipo con una camiseta prieta que un tipo con conversación. Una retrasada con un gran escote, disposición sexual y ganas de bailar música electrónica tiene más amigos que la presidenta del FMI. Se quiere mucho más al coche o al perro que a tu cuñado el intelectual y, por supuesto, se mantiene con mucha más facilidad el trabajo en el que actúas como un autómata que aquel que intentas mejorar con tu racionalidad.

Afortunadamente los sistemas educativos actuales han dejado de un lado el desarrollo intelectual de muchos niños porque prima la sensación de felicidad sobre la amarga sensación de poder racionalizar nuestro entorno. Se supone que ya que no podemos ser ricos ahora debemos querer, al menos, ser felices.

Desconozco si era Camilo Jose Cela o Francisco Umbral quien afirmaba que una persona que es capaz de comprender todos los sinsabores de la vida es, igualmente, incapaz de ser feliz.

Pensar, hoy en día, será una tara.

Pd: el otro día una amiga me comentaba el esfuerzo que realizaba para adelgazar y, suponía, volverse irresistible. "¿Te vas a volver tonta también?"- pregunté. "Entonces seria completamente irresistible"- afirmó.

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