Hace unas semanas apareció la noticia de la puesta a disposición judicial de un gallego que había conducido 30 km en dirección contraria y resultó detenido tras descubrirse que llevaba un cadáver en el asiento del copiloto. Carne de titular.
Como todas las noticias que parecen locas, tiene una historia detrás.
El muerto y el conductor eran pareja. Hace muchos años un gallego marchó a Suiza. Allí se buscó la vida trabajando de camarero y conoció a quien sería el amor de su vida. Los dos descubrieron que la vida avanza y tras saber, producto de la modernidad, que el final estaba cerca, decidieron viajar hasta que la muerte les encontrara, juntos, en el último momento de felicidad compartida que debe tener el amor.
Así que bajaron hasta Italia. Les imagino aparcados en la Toscana dejando que el sol descienda como las tardes sin prisa que se llenan del silencio común en una complicidad indescriptible. Abriendo las ventanillas por esas estrechas carreteras de costa en las que los quitamiedos de piedra se han quedado en bordillos. Adelantando un tractor y perdiendo la cobertura del móvil porque no hace falta comunicarse con nadie más que quien tienes en el asiento de al lado.
De ahí a Francia. Sin saber si tendrían que volver a dormir en el coche porque los hoteles estaban cerrados por la pandemia. Sin saber si volverían a despertarse con la luz de la mañana. Sin saber si ese despertar, como al final pasó, iba a ser el último.
Con su compañero ya fallecido, porque los dos sabían que estaba muy enfermo antes de empezar el viaje, nuestro gallego enamorado perdió la conciencia de la verdad como se pierde con el dolor infinito del vacío. Arrancó. Pensó en ir a Lugo. Pensó en volver a Zurich. Quizá lo que hizo fue precisamente no pensar. Tapó a su compañero con una manta y siguió conduciendo sin encontrar descanso. Cuenta, en el atestado, que su familia no lo acogió como pensaba después de tantos años fuera. Que se volvió al volante y que en el sur de Francia vio un control de policía. Que se asustó. Solo cayó en la cuenta que no tenía hecha una PCR y decidió, locamente, dar la vuelta en medio de la autopista. Salir por un desvío. Volver a entrar en España como un prófugo americano llegando a la frontera con México.
Allí fue detenido. Su compañero en estado de descomposición, las manos momificadas y sujeto con el cinturón bajo la manta.
El conductor kamikaze, R., de 66 años, ha sido puesto en libertad con la prohibición de conducir y espera poder enterrar a su compañero H, de 88, fallecido por causas naturales en la ultima delictiva historia de amor que vivieron juntos. Será enterrado de Girona tras una despedida inolvidable. Quiero pensar que al mismo nivel que el amor.
A veces tras los titulares escabrosos sólo quedan historias de amor.
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