Hace un par de días publiqué en alguna red social esa noticia sobre un grupo de animalistas feministas antiespecistas que denuncian las violaciones que sufren las hembras animales. Es decir, que los toros violan a las vacas porque no han dado su consentimiento explícito allá, en medio del campo. Obviamente lo consideré una razón más por la que el mundo se va a la mierda. Y ahí lo dejé como una locura más de las que se hacen eco en los medios cuando necesitan rellenar páginas y demostrar a sus lectores que, aunque son idiotas, siempre hay alguien más loco que ellos.
Cual fue mi sorpresa cuando una muchacha supuestamente inteligente me criticó por no tener en cuenta las desigualdades de una naturaleza patriarcal y hacer apología de ello con mi link. Pensé, en un instante,cuando me había perdido. Entonces me llamó un amigo y me dijo que se había sentido mayor en una reunión de esas modernas donde los asistentes salen a pequeños escenarios y hablan de sus inquietudes para ver si en uno de esos momentos surge la idea revolucionaria que cambiará el mundo (y sus cuentas corrientes). Me contó que, después, consideró que había partes de su locución que quizá chirriaban en oídos más jóvenes. Una criticar el ansia y la impaciencia de la juventud, incapaz de prestar atención a un videos de más de 3 minutos. Otra decir que las confrontaciones no son buenas y que casi todos, incluso los que creemos peores, también tienen sus razonamientos.Que poner en duda los razonamientos propios es el paso previo al entendimiento. Eso no les gustó- me dijo- porque lo vi en sus caras.
Una de las cosas que tiene la generación que se aproxima sospechosamente a los 50 es que ha intentado, probablemente sin conciencia , imponer sus criterios a las demás. Quisimos que nuestros padres amaran el rock&roll y ahora descubrimos que ni siquiera las grandes joyas del pop perforan la gruesa capa de piel que tienen los que se mueven entre 17 y 30 años. Es más, ahora que hemos aprendido a valorar elementos de los que nuestros padres nos hablaban, vemos como ha dejado se ser importante lo que decimos sino que lo que pasa es que lo decimos nosotros. Nuestra segunda edad vive el maleficio de aceptar algunos de sus errores y quienes vienen por detrás han aprendido a ignorarnos y retroalimentarse de sus propias cosas, mejores o peores. El mismo discurso dicho por un tipo en chandal y capucha de chamarra sin poner es más valido que el que dice alguien que podría ser su padre. No es lo mismo, pero en realidad lo es, decir que no hay que tirar las toallitas por el water que un hastag #huelgamundialplaneta , enviado por esos móviles repletos de coltan comprados en empresas multinacionales que cotizan en otro lugar y tambien venden camisas baratas (por algo será) cosidas por niños. Incluso si fuera dicho palabra por palabra. No importa qué, importa quien.Importa, incluso, el medio por el que llega. Las fake news tienen mercado porque no lo dice tu padre sino un influencer vegano. No porque lo diga alguien que ya estuvo allí, sino un meme.
Es probable que nosotros fuéramos, allá por los 90, unos racistas de la edad. Ahora somos nosotros los discriminados y asistimos, estupefactos, a miles de aciertos y, lo que es peor, errores que cuando se los explicas (porque los errores son cíclicos) descubres que no te hacen ni caso porque tu voz es muda, machista, especista y a favor de que los toros violen a las vacas.
Y nunca dijiste eso. Ni siquiera te argumentaron nada en contra. Solo que como lo dijiste tú, ya no vale. Es la maldición de la segunda edad.
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