En un concierto hay gente variada.
Está el fan, el que se sabe las canciones. El que las grita. El que pide una rareza que fue cara B de un single en 1985 y no se la dan. Sin embargo es feliz porque está ahí como una especie de recompensa no entendida a años de dedicación, a mil momentos en los que consiguió que su cerebro fuera un paso más allá de la realidad gracias a una confraternización mágica con aquel grupo.
Está el que se queda quieto cerrando los ojos mientras le tiembla el cuerpo con los bajos. Degustando los sonidos poco a poco sabiendo que es un placer efímero y personal.
Están los que van en grupo y sólo gritan en los hits mientras creen que todo aquello que para ellos es irrelevante también lo es para los de las filas de delante. Hablan. Hacen chistes. Creen, en una lógica de consumidor, que han pagado para pasarlo de la manera que hayan considerado oportuno. He visto a grupos haciendo botellón sentados en medio de un concierto.
También están los que van a cualquier cosa que tenga pinta de concierto sin importarles si toca mi prima o es la nueva última gira de los Rolling Stones. Necesitan alimentar un ego cultural desaprensivo incapaz de filtrar nada. Eso sí, sin haber oído ni una sola canción antes o después jurarán que saben más que nadie porque estuvieron allí, que es algo parecido a decir que has trabajado porque te sentaste en la silla unas cuantas horas.
En la vida existen esos cuatro tipos. El que se emociona con las recompensas. El que mira al horizonte o huele, despacio, el cuello de su amante. Quien cree que todo está para servirle y, por supuesto, al que no sabe porque está pero está siempre, aunque no tenga ni idea de lo que le gusta. El último va con el viento de las modas.
Y los nuevos conciertos se programan pensando en la cantidad de unos u otros, no en la calidad de la música.
La vida es un concierto.
2 comentarios:
También estamos los que no vamos a conciertos.
Eso dice Beth hart (zasca)
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