Mal dia para buscar

26 de diciembre de 2014

La sal en las heridas (y la cena de navidad)


En la cena de navidad siempre hay un momento en el que aparece cierta pregunta incómoda y se hace un silencio esperando tu respuesta.

Puede ser el típico "Y...¿qué tal de novias?" que va seguido de un "...con lo buena que era..." y el "...a saber lo que la has hecho". Puede ser un comentario sobre la obesidad de tus hijos o alguno sobre lo bien que le va a alguien. En ese caso tu cerebro hace, casi de una manera refleja, el agravio comparativo con la propia sensación sobre uno mismo. Y siempre perdiendo.

El caso es que todas y cada una de las ocasiones son torpedos directos a la línea de flotación de nuestros propios miedos, de nuestras propias incertidumbres. Son boquetes que agrandan vías de agua que ya conocemos y contra las que no nos queremos enfrentar.

Tengo un amigo negro. Siempre ha sido el negro. Él sabe que es negro y cuando nos encontramos con otras personas y no le identifican por el nombre le definimos por su color de piel. También tengo un amigo que era gordo y durante muchos años lo definimos como tal. Ahora está delgado pero sigue siendo "el gordo" de la misma manera que el hijo de Alberto, que ya tiene nietos, siempre será Albertito. Hay aspectos de todos y cada uno de nosotros que vienen de serie, nos guste o no. Unos son estéticos, otros son buenos y otros, los que molestan, son malos. A veces ni siquiera son malos pero son, ¿como decirlo?, esa sensación que recorre el cuerpo antes de ver el extracto del banco, al que le falta la frase "y esta es tu mierda después de tanto esfuerzo" al final del mismo.

A ninguno nos gusta, como en la cena de navidad, que nos pongan delante de la cara las carencias o los fracasos, las espinas o todo aquello que hemos intentado erradicar mil veces.

Ahí está el error. Erradicar.

En este mundo en el que nos emociona escuchar que vamos a ser mejores, que vamos a dejar de fumar, que vamos a ser delgados y altos, listos y ricos, estilizados e inteligentes. En este mundo en el que los anuncios nos hacen creer que tenemos razón y que estamos por encima de la media. En este mundo lo difícil es aceptar que hay cosas, como una peca en la espalda o un antojo en la mejilla, que van a seguir con nosotros siempre.

Y van a estar ahí, acechando. Las ganas de comer de mi amigo el gordo siempre van a estar ahí, mientras saliva cuando huele un gofre a varios cientos de metros de distancia. La sensación que tiene una novia cuando se prueba el vestido de si, acaso, está cerrando la puerta a un hombre mejor. El miedo a que el extracto me recuerde que no soy una cifra macroeconómica sino un autónomo más. La cólera cuando, una vez más, soy incapaz de reconocer si el anteúltimo fracaso volvió a ser mi culpa. Los gritos de la madre cuando la abuela le dice que su hijo es un demonio y, en realidad, ve juzgados sus esfuerzos para hacer de ese infante un hombre de bien y le ha salido un delincuente infantil. Las mil últimas veces que nos hemos enfadado es porque nos han tocado alguno de esos lugares en los que nos sentimos inseguros.

Tú no te enfadas porque alguien sea injusto en sus palabras sino porque sala las heridas que ya tienes.

Ese es el motivo por el que quien te conoce, a quien has abierto en algún momento tu alma, es quien te hace más daño. Son las personas que te han conocido sin armadura, que es como conocer a una mujer por la mañana y sin maquillaje.

"Nunca le preguntes a una mujer su edad ni su peso"- te dicen como consejo. "A ese"- me avisan- "no le hables de fútbol". Marty McFly, cuando alguien le llamaba "gallina", perdía el control. Yo no soporto a los listos que adelantan por la derecha y en el carril de aceleración de la autopista. Ella recordaba la vez que aquel otro tipo no volvió todas las veces que yo salía por la puerta, aunque hubiera jurado que iba a volver. Mi madre, desde que el hijo de una amiga murió en medio de una carretera, está inquieta cuando voy de viaje. Todas esas veces no es el viaje, ni la ausencia, el fútbol o el peso. Todas las veces son los miedos y no aceptar que están ahí, esperando su momento para convertirnos en seres irracionales.

Así que algunos, los que comprenden que existe algo que les arrastra, juegan al juego de eliminar sus puntos débiles. Y no se puede. En absoluto. La única forma es convivir con ello como quien convive con una humedad en el salón que sale con cada capa de pintura. La única forma es saber que eso va a estar ahí, siempre. Que va a llamar a la puerta. Que va a aparecer, escondido, debajo del nórdico de tus soledades y tus inquietudes, detrás de las fotos de tus amigos sonriendo en facebook, sobre el espejo, en forma de arruga, al entrar en la ducha la próxima mañana.

Que te lo van a recordar en la próxima cena familiar o la nueva vez en la que una pareja se lanza agravios a la cara. Él le recordará que no es la mujer en la que se quiso convertir y ella que no es el adulto por el que apostaba. Los dos se sienten juzgados en lugares en los que se creen culpables. La mayoría de las ocasiones ese ruido ensordecedor, amplificado por la sensación de incapacidad que viene de dentro, termina con forma de ruptura.

Nadie es culpable de ser imperfecto.

Al final de la cena casi todas las familias se dan abrazos.
Y los torpedos que dan donde duelen se quedan en la recámara hasta el año que viene porque hay conversaciones que se quedan en suspenso para recuperarlas la próxima vez. A todos los solteros nos preguntan sobre nuestra soledad, todos los padres sienten un punto de crítica sobre la manera de educar a sus hijos, todos los cuñados desaprensivos y los padres sin delicadeza hacen las preguntas que no deben.
El abuelo Albertito ya no se siente pequeño cuando le llaman así al pasarle la mayonesa de las gambas.

Pd: Yo sigo intentando aceptar que lo que no me gusta de mi viene conmigo, pero ya no me arrastra con tanta facilidad. Me he enfadado poco en la cena de navidad mientras otros años entraba en cólera. Eso sí, por la derecha no me intenteis adelantar.

1 comentario:

Alberto Secades dijo...

Comparto un ejercicio que debería estar haciendo yo:
¿Sabes para qué sirven todas las llaves que llevas encima?
¿Las utilizas todas?

Yo, no.

Pero las sigo llevando conmigo.