Conocí a una mujer intensa, con vicio y con prisas, con la necesidad de trasnochar todas las noches y también a una mujer que me hizo esperar y conocerla, como una larga etapa de una vuelta ciclista. No fue a la vez ni fue un desvío, ni siquiera fue en un momento reciente o presente, simplemente no fue.
Tuve la suerte de tener coche muy joven, con apenas cuatro días más que la edad mínima para conducir. Y conduje rápido. Sobre el asiento del copiloto secuestré los besos de quien creo que me quiso y nunca me preocupé de revisar el aceite o de mirar con detenimiento la manera que tenían de rendir los cilindros. El coche se rompió, en medio de una subida, cuando ya no había nadie a mi lado y acumulaba demasiados kilómetros en los surcos de las ruedas. Tuve otro coche de la misma manera que tuve otra novia. Y ya no tengo ninguno de los dos elementos de la ecuación anterior.
Me senté delante de un ordenador. Era una pantalla de fósforo verde que parecía más tecnológica que aquella máquina que conectaba a la televisión pequeña de mi casa. Un día, como si fuera algo mágico, sonó el ruido del abejorro que se conectaba a una red, a una BBS, y abría ante mi la posibilidad de acceder a la biblioteca de los sueños, al conocimiento y también al porno, que es algo que nos ha picado cuando se suma la intimidad, adolescencia y la tecnología. Durante años se me olvidó defragmentar, buscar virus, organizar carpetas o incluso limpiar los ventiladores. Desde infovía hasta internet quise más velocidad, más rapidez, más contenidos, más películas, más Napster, bittorrent, emule, messenger, skype o wikipedia. Más y Ya. Algo nuevo en cada conexión. Un chiste, un video, una fotografía. Dicen que Instagram es el refugio de los que aceptaron a su familia en Facebook o, quizá, el nuevo patio de vecinos donde sorprenderse con la naturaleza humana. Chatroullette o una aplicación de móvil donde puedes despertar a un desconocido o que un desconocido te despierte. Todo sea por la sorpresa. Todo sea por la intensidad. Ya habrá tiempo para reflexionar cuando acabe la vorágine de la modernidad.
Descansar o pensar. Repetir o calmarse. Sentarse o respirar. "Esas son cosas de perdedores" parece que se escribió en algún eslogan. No es una excusa llegar tarde porque paraste a ver el atardecer, aunque mandes la ubicación por whatsapp (y dos o tres fotos, siendo una un selfie).
Fui al cine. La sala enorme y brillante, la que tiene las butacas acumuladas hasta el infinito, se puebla y se repuebla proyectando explosiones y carreras, chistes fáciles, mujeres voluptuosas y ultramachos incapaces de llegar a una razón por encima de la mera división de buenos y malos que tienen los cuentos. Metraje justo para no abusar en el tiempo y acabar con la última palomita. Es el lugar al que llevamos, como a los programas de dibujos animados los niños, a quienes no queremos equivocarnos por lo masivo y masticable de la decisión. Mi anteúltima película emocionante la vi en un cineforum escondida entre basura pretenciosa, que es el riesgo de democratizar algún arte permitiendo cualquier licencia. Cien mil modernos pueden equivocarse y un millón de "normales", que no vegetarianos pueden acertar, aunque sea de casualidad.
El ritmo machacón y purulento siempre tiene más éxito que la música clásica.
La televisión acabó a golpe de audímetro con las tertulias de personas inteligentes. Subsistieron, casi como la selección natural de la sociedad, los gritones, los faltones, los eclécticos irascibles y los freaks fáciles. Es más rápido y efectista un buen insulto y un gran escándalo que una negociación razonada entre dos puntos de vista.
La intensidad, al final, lo puede casi todo aunque no lleve a ningún lugar. Lo furtivo. Desnudarse mutuamente por el pasillo, entornar los ojos aprovechando los instantes con fecha de caducidad. Las historias de amor con final marcado siempre son más emocionantes, pero se evaporan. Las relaciones sinusoidales tienen una longitud de onda casi eterna, hasta que se atenúan y se mueren, que es cuando fallecen viendo el telediario frente a un plato precocinado ubicados, cada uno, en su lado del sofá.
Y no está mal ser intenso como el primer bocado de un placer, como la primera calada de un exfumador o como el primer beso apasionado al despedirse en la puerta, y no marcharse.
Pero no se puede ser intenso siempre como no se puede hacer una etapa al sprint. Las películas de verdad, las canciones que se quedan, los libros que nos sobreviven y los amores que perduran aprenden a subsistir sin el momento de tensión que se tiene al saltar de un lado a otro del barranco, sino porque van, despacio, por el largo camino turístico que lo recorre hasta la otra parte.
Eso es lo que no aprendimos y por eso mismo hay quien vive de intensidad en intensidad sin descansar o pensar, sin calmarse, sentarse o respirar. Sin aprender a aburrirse.
La intensidad no deja mirar a los lados.
Fui al cine. La sala enorme y brillante, la que tiene las butacas acumuladas hasta el infinito, se puebla y se repuebla proyectando explosiones y carreras, chistes fáciles, mujeres voluptuosas y ultramachos incapaces de llegar a una razón por encima de la mera división de buenos y malos que tienen los cuentos. Metraje justo para no abusar en el tiempo y acabar con la última palomita. Es el lugar al que llevamos, como a los programas de dibujos animados los niños, a quienes no queremos equivocarnos por lo masivo y masticable de la decisión. Mi anteúltima película emocionante la vi en un cineforum escondida entre basura pretenciosa, que es el riesgo de democratizar algún arte permitiendo cualquier licencia. Cien mil modernos pueden equivocarse y un millón de "normales", que no vegetarianos pueden acertar, aunque sea de casualidad.
El ritmo machacón y purulento siempre tiene más éxito que la música clásica.
La televisión acabó a golpe de audímetro con las tertulias de personas inteligentes. Subsistieron, casi como la selección natural de la sociedad, los gritones, los faltones, los eclécticos irascibles y los freaks fáciles. Es más rápido y efectista un buen insulto y un gran escándalo que una negociación razonada entre dos puntos de vista.
La intensidad, al final, lo puede casi todo aunque no lleve a ningún lugar. Lo furtivo. Desnudarse mutuamente por el pasillo, entornar los ojos aprovechando los instantes con fecha de caducidad. Las historias de amor con final marcado siempre son más emocionantes, pero se evaporan. Las relaciones sinusoidales tienen una longitud de onda casi eterna, hasta que se atenúan y se mueren, que es cuando fallecen viendo el telediario frente a un plato precocinado ubicados, cada uno, en su lado del sofá.
Y no está mal ser intenso como el primer bocado de un placer, como la primera calada de un exfumador o como el primer beso apasionado al despedirse en la puerta, y no marcharse.
Pero no se puede ser intenso siempre como no se puede hacer una etapa al sprint. Las películas de verdad, las canciones que se quedan, los libros que nos sobreviven y los amores que perduran aprenden a subsistir sin el momento de tensión que se tiene al saltar de un lado a otro del barranco, sino porque van, despacio, por el largo camino turístico que lo recorre hasta la otra parte.
Eso es lo que no aprendimos y por eso mismo hay quien vive de intensidad en intensidad sin descansar o pensar, sin calmarse, sentarse o respirar. Sin aprender a aburrirse.
La intensidad no deja mirar a los lados.
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