-Qué niña más rica- le dice un amable amigo familiar a la pequeñaja que dice sus primeras palabras y da sus primeros pasos. La niña le mira muy seria -Yo no soy rica, soy proletaria-
Es uno de esos momentos en los que, casi como la manera de vestir, es culpa de los padres.
Claro que ser rico ya no mola. No es elegante ni educado. Desde los 80 hasta entrados los 2miles era importante un coche aplastado y ruidoso, un trolex, ropa variada que significara un importante fondo de armario, fotos en islas paradisíacas, bronceados casi chocolateados y alguna que otra joya brillante y obscenamente grande. Un anillaco, que dicen por ahí. Y esa cadencia al hablar en donde parece que se está quedando el chicle en nada.
Ahora está de moda jactarse de ser pobre y castigado. Víctimas de un sistema de ricos para ricos donde no haya lugar para la condescendencia. Apostar, como en una casa de apuestas que florece entre el softporno y los echadores de cartas a altas horas de la madrugada, por la maldad de todo aquel que sobresale, aunque sea el vigía que mira a lo lejos en el campo de batalla. Arrancarle la cabeza de un disparo certero y esperar, en medio de la negritud del invierno, a que algún arcángel venga a darnos luz sin haber ajustado nuestras bombillas.
Los que soñaban con ser constructores visten barbas y ropa hipster de segunda mano mientras firman en change.org.
Y sus hijas afirman ser proletarias.
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