Se acaba. Es un año. No será el mejor año y tampoco el peor, porque nunca son los extremos unos consejeros sabios. Nunca nos hemos ido a la mierda del todo y nunca, tampoco, hemos llegado al cénit escandaloso al que quisimos llegar. Nunca se logra estar en el lado exacto de la imaginación.
Para más de uno no alcanzar esos extremos es el fracaso en si mismo. Eso, en realidad, es parte de la necesidad de vivir en el fracaso porque siempre la teoría está más nítida, siempre en el cine los malos parecen malos y los buenos, junto con los espectadores, acaban con una sonrisa.
Hay quien vuelve y revuelve a buscar sus extremos. Hay quien se simplifica, como una app de móvil, para no perderse en los detalles. Hay quien se ahoga por no entender la interface de la vida y, sobre todo, se niega a aceptar sus propias limitaciones echando la culpa, como siempre, a algo externo que no supone asumir responsabilidad. Hay quien se esconde, como una celebración, detrás del decorado o de la copa, de la cama o de la ocupación infinita.
En algún caso que conozco podría decir que ha sido simplemente un año de esfuerzo para seguir en pie. Un año complejo y un año en el que tuve que aprender a rendirme y eso no es fácil en absoluto porque siempre quise creer que era invencible. Y no lo soy.
Rendirse es tan importante como ganar una medalla y, muchas veces, más complicado.
Porque no es perder.
Mi padre decía que lo que le hizo grande a Muhammad Ali no era su capacidad de golpear sino su forma maravillosa de esquivar los golpes.
Mi padre decía que lo que le hizo grande a Muhammad Ali no era su capacidad de golpear sino su forma maravillosa de esquivar los golpes.
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