¿Sabes qué no hay en Internet?
Sí, de acuerdo. No hay olores. No hay roce. No hay nada más allá del encuadre de la cámara o no están las partes de la personalidad que no quieres enseñar. Cierto. No lo hay. Normalmente tampoco hay entonación y las pausas siempre pueden ser lag, por lo que carecen de la intensidad dramática que tienen, cuando están bien puestas, en una conversación. Tampoco están esos movimientos de ojos que delatan las mentiras o esas puertas abiertas al pecado, al abrazo o a las dos cosas que tienen dos sillas una frente a la otra.
Tampoco hay clima.
Ese clima que exige subir un poco la manta o da una sensación de calor mientras llueve con violencia fuera de casa. Ese tono gris del otoño que hace que los limpiaparabrisas parezca que rompen la cámara lenta del principio del invierno o ese trueno que te hace sentir más pequeño.
No hay viento en las persianas, cuando no están abiertas ni cerradas. No hay una sensación de tener los pies mojados ni encoger los hombros para que las gotas de agua no enfríen al resbalar por el cuello. No hay cornisas bajo las que resguardarse mirando al cielo para ver si pasa. No hay una oleada de aire al doblar la esquina. De eso no hay.
Tampoco existe la luz al despertar, colándose por la ventana, porque Internet no duerme jamás.
No hay cambio climático, capa de ozono o vaho señalando que aún estás vivo. No hay amaneceres, atardeceres, nubes tapando el edificio de enfrente o una nevada que parece que detiene el tiempo. No baja la temperatura en invierno para buscar calor, refugio o ser secuestrado en medio del síndrome de Estocolmo.
No hay diez minutos para quedarse en el coche esperando a que escampe.
De eso no hay.
Bienvenidos al frío.
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