Hace no mucho, cuando desgastábamos nuestro tiempo en absurdeces, se puso de moda el mannequin challenge. Eso era la tontería aquella de quedarse quieto parado mientras la cámara pasaba a nuestro alrededor como si fuera un plano de Matrix.
En realidad, tiempo después, es algo parecido al confinamiento. Al menos eso es lo que muchos quieren pensar, que es una pausa temporal pero sin la gracia que tenía aquel capítulo de los Simpsons en los que Bart controlaba el tiempo. Se considera que cuando alguien de al botón de PLAY todo seguirá en el mismo lugar en el que estaba. Y si estabas saltando bajarás al suelo. Si habías ligado y estaba pendiente un fin de semana loco tendrás que escoger la hora de la locura. Es como creer que aquel condón que escondiste en 1995 en el hueco de las pilas de radiocassete va a estar esperándote. No. La realidad es que se caduca y está como unos chetos abiertos del verano pasado: roído, seco y con una utilidad considerablemente reducida.
Actualmente estamos en esa situación. Quietos, aguantando la respiración para salir en el vídeo como auténticas estatuas. Cumplidores con el objetivo global que se supone que hemos aceptado todos. Pero en ese vídeo, quizá fuera de cámara, se mueven partes. Se mueve un jubilado que compra el pan todos los días en un sitio y el periódico en otro mientras avanza con la mascarilla tapando su nuez. Se mueve un especulador de gel hidroalcohólico y los traficantes de droga sobornan a los repartidores autónomos que van en bicicleta. Mi madre hace videoconferencias. Yo he descubierto que tengo a un imbécil como vecino de enfrente. Hay miles de coches con la batería gastada en los garajes y el sexo de proximidad es considerado una ventaja hipotética porque, al final, el miedo al contacto es demasiado fuerte para quien es capaz de pensar mientras tiene los nueve segundos iniciales de erección y luego le dicta a su pene que no se anime por una falsa alarma ( más ).
Hay pequeños detalles que dan pistas de lo que está pasando fuera.
Existe un extraño recelo que hace que las conversaciones sean a mayor distancia y, como consecuencia, menos íntimas. Hay una necesidad humana innata de afecto coartada por la alarma sanitaria que hace que cualquier contacto nos mueva los músculos como si el resto de las personas quemaran. Hay un miedo parecido a la muerte: no se habla de ello, pero se respeta. Algunos, me incluyo, vivimos con desprecio a ese miedo y pasamos por las calles viviendo, día tras día, un sábado urbano de agosto por la tarde. Tenemos para nosotros los semáforos y los aparcamientos. Salvo las colas pausadas, espaciadas y kilométricas de algunos supermercados, podemos recortar en los carriles de las autopistas y a cada momento somos más conscientes de como se va secando la realidad que algunos creyeron que se quedaba en pausa hace más de mes y medio.
Cuando, como esas escenas de las películas apocalípticas de la guerra nuclear, algunos salgan de sus refugios nucleares llamados hogares y quieran echar mano de la vida que habían dejado atrás se verán deslumbrados por ese extraño efecto llamado el paso del tiempo.
Querrán, por ejemplo, seguir en la lucha ecologista contra el plástico pero descubrirán que lo intentan hacer con guantes y que una parte de ellos tiene miedo a quitárselos. Querrán ir a conciertos que no habrá o a bares que han cerrado. Llamarán a los colegas con quien quedaban los viernes pero algo no será lo mismo. Se jugará al juego de la normalidad pero hay un antes y después del crack del 29, de la invasión de Polonia, del 11-S, de la muerte de Miguel Angel Blanco y un antes y un después de este mes. Y va a ser un después muy largo.
Cuando alguien no sabe enfrentarse a los problemas de verdad se esconde en detallitos. Que si es el capitalismo, que si es el machismo, que si la industria cárnica, el imperialismo español o la injerencia de espíritus. Si no hay energía como para entrar en reivindicaciones estériles se hace un mannequin challenge, se suben videos haciendo el pino, metiéndose un condón lleno de agua en la cabeza o intentando domesticar a una rana. Querría pensar que se acabaron las gilipolleces pero la experiencia me dice que la estupidez, con más fuerza incluso, se abrirá paso. Es la forma humana de mirar hacia otro lado cuando tiene algo que solucionar por delante que implica esfuerzo e incertidumbre.
Por eso se folla poco después del virus, por la incertidumbre. Bueno, por eso y porque nos hemos echado a perder. Más viejos, más gordos, más pobres, recelando de los demás y sobre todo más indefensos.
Claro, y con el condón que escondimos más seco que la piel sobre el botox de una actriz porno de los 80.
Bienvenidos a después.
Actualmente estamos en esa situación. Quietos, aguantando la respiración para salir en el vídeo como auténticas estatuas. Cumplidores con el objetivo global que se supone que hemos aceptado todos. Pero en ese vídeo, quizá fuera de cámara, se mueven partes. Se mueve un jubilado que compra el pan todos los días en un sitio y el periódico en otro mientras avanza con la mascarilla tapando su nuez. Se mueve un especulador de gel hidroalcohólico y los traficantes de droga sobornan a los repartidores autónomos que van en bicicleta. Mi madre hace videoconferencias. Yo he descubierto que tengo a un imbécil como vecino de enfrente. Hay miles de coches con la batería gastada en los garajes y el sexo de proximidad es considerado una ventaja hipotética porque, al final, el miedo al contacto es demasiado fuerte para quien es capaz de pensar mientras tiene los nueve segundos iniciales de erección y luego le dicta a su pene que no se anime por una falsa alarma ( más ).
Hay pequeños detalles que dan pistas de lo que está pasando fuera.
Existe un extraño recelo que hace que las conversaciones sean a mayor distancia y, como consecuencia, menos íntimas. Hay una necesidad humana innata de afecto coartada por la alarma sanitaria que hace que cualquier contacto nos mueva los músculos como si el resto de las personas quemaran. Hay un miedo parecido a la muerte: no se habla de ello, pero se respeta. Algunos, me incluyo, vivimos con desprecio a ese miedo y pasamos por las calles viviendo, día tras día, un sábado urbano de agosto por la tarde. Tenemos para nosotros los semáforos y los aparcamientos. Salvo las colas pausadas, espaciadas y kilométricas de algunos supermercados, podemos recortar en los carriles de las autopistas y a cada momento somos más conscientes de como se va secando la realidad que algunos creyeron que se quedaba en pausa hace más de mes y medio.
Cuando, como esas escenas de las películas apocalípticas de la guerra nuclear, algunos salgan de sus refugios nucleares llamados hogares y quieran echar mano de la vida que habían dejado atrás se verán deslumbrados por ese extraño efecto llamado el paso del tiempo.
Querrán, por ejemplo, seguir en la lucha ecologista contra el plástico pero descubrirán que lo intentan hacer con guantes y que una parte de ellos tiene miedo a quitárselos. Querrán ir a conciertos que no habrá o a bares que han cerrado. Llamarán a los colegas con quien quedaban los viernes pero algo no será lo mismo. Se jugará al juego de la normalidad pero hay un antes y después del crack del 29, de la invasión de Polonia, del 11-S, de la muerte de Miguel Angel Blanco y un antes y un después de este mes. Y va a ser un después muy largo.
Cuando alguien no sabe enfrentarse a los problemas de verdad se esconde en detallitos. Que si es el capitalismo, que si es el machismo, que si la industria cárnica, el imperialismo español o la injerencia de espíritus. Si no hay energía como para entrar en reivindicaciones estériles se hace un mannequin challenge, se suben videos haciendo el pino, metiéndose un condón lleno de agua en la cabeza o intentando domesticar a una rana. Querría pensar que se acabaron las gilipolleces pero la experiencia me dice que la estupidez, con más fuerza incluso, se abrirá paso. Es la forma humana de mirar hacia otro lado cuando tiene algo que solucionar por delante que implica esfuerzo e incertidumbre.
Por eso se folla poco después del virus, por la incertidumbre. Bueno, por eso y porque nos hemos echado a perder. Más viejos, más gordos, más pobres, recelando de los demás y sobre todo más indefensos.
Claro, y con el condón que escondimos más seco que la piel sobre el botox de una actriz porno de los 80.
Bienvenidos a después.
No hay comentarios:
Publicar un comentario