Ya ha llegado ese momento del año en el que en las ciudades, si exceptuamos a los turistas, solamente quedan los pobres y los locos.
Afortunadamente para mi, lo cual puede ratificar tanto mi contable como mi psiquiatra, pertenezco a las dos categorías. El problema es que ser consciente de ello me aleja del loco medio.
Siempre he sabido que es peor saber que eres un gilipollas que serlo y no darte cuenta.
También era mucho más entretenido encontrarte a un grupo de señoras sentadas en sillas de playa al borde de la acera comentando la vida pasar. O esa estampa de cuatro jubilados, con las dos manos encima del bastón, mirando al infinito en un banco del parque. En el agosto moderno se disfrazan de ocupación incierta los paseos sin rumbo a lo largo de la ciudad, como si existiera urgencia por algo. La persona que te atiende en ese comercio abierto sabe perfectamente que no deseas comprar nada, porque perteneces al espectro pobre, pero le haces sacar la mitad del muestrario. O puede que no le hagas sacar nada, pero le usas de terapeuta, que es la titulación de los camareros al quinto año de trabajo.
Quizá por cuestiones personales no hago más que ver a ancianos caminando despacio, si no están ayudados por un andador, junto a jóvenes de origen alternativo antes que el sol haga su brillante y calurosa presencia.
Casi todas las mañanas, al salir de casa, tengo la sensación de que es sábado. Es esa desidia y agilidad del tráfico que me hace llegar diez minutos antes, jugando a adivinar cuántos de esos comercios están cerrados por vacaciones o abiertos por resignación. Hoy es martes. Es un barrio poblado de asfalto y persianas a medio bajar.
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