Desconozco si acaso la portavoz del gobierno y la tocaya portavoz de la oposición pudieran tener un encuentro apasionado, con corpiños y picardías, en algún motel escondido entre Madrid y Jaen con los coches oficiales aparcados en la puerta y la discrección absoluta del sudoroso dueño del establecimiento. En realidad la pregunta está en si acaso dos personas que no coinciden en sus asuntos-coordenadas pudieran entenderse.
Porque a priori todos somos tolerantes y respetamos, como dogma de fe, las opiniones encontradas. Mantenemos que somos especialmente receptivos a los razonamientos enfrentados y que, además, nos hace más sabios. Podemos ser del Barcelona y que nos guste una chica del Madrid como si fuera una trastada hasta que ella se viste de blanco con el escudo para hacernos rabiar después de que nos hayan metido cinco en un derbi. Podemos, sin embargo, dejar a una dama en su casa porque nos pone como paso previo a la cópula bailar salsa de forma desbocada y eso es casi como una condena por la que no estamos dispuestos a pasar. En realidad todos tenemos unos puntos grabados a fuego de los que somos incapaces de renunciar o moderar para un bien superior. Todos, en definitiva, tenemos un lugar en el que nos volvemos intolerantes. Lo importante es saber donde están y darles la importancia que tienen pero no la que les damos (excepto si estamos poseídos por una secta).
Existen interruptores que activan esos asuntos. Existen detonantes que nos llevan a proteger nuestras coordenadas de una manera atroz. Si una vez nos sentimos abandonados después de que no nos llamaran un jueves es más que probable que los jueves en silencio que tienen los inviernos sean la mecha que nos haga gritar, el viernes, que me dejaste solo. No tiene por qué ser cierto pero es así. Sucede, sobre todo, cuando nos creemos nuestras imaginaciones y ellas son tremendamente poderosas, quizá por culpa de la Kabbalah.
Aún así es absolutamente cierto que el ser humano, que es un ente dejado a su libre albedrío en medio de un ínfimo planeta, necesita líneas de actuación, guías sobre las que comportarse. Como ratones de laboratorio aprendemos que si pulsamos una palanca aparece la comida. Es probable que otro ratón lo que haga sea girar una rueda. En ese caso, si se sientan en un debate para decidir cual es la manera más adecuada de comer, ninguno crea que la palanca o la rueda son la mejor opción, porque tienen guías diferentes sin percatarse que el fin es el mismo: comer.
Históricamente las civilizaciones se han aniquilado creyendo que sus criterios eran los adecuados. Puede ser el cristianismo o el capitalismo, el nacional socialismo o algún que otro ismo. Lo curioso es que ese fin de hacer al hombre mejor y más sabio, ese marketing de la bondad y la decencia, estaba en ambos lados de los campos de batalla. Las discusiones, visto de una manera simplista, son por un motivo menor. Invadimos por los pozos de petróleo con la excusa de la democracia. Compramos flores con la idea de que nos calienten los pies. Nos dejaron de llamar porque no actuamos con acierto una tarde pero, en el fondo, ya no nos quieren. Hay, siempre y de manera indefectible, un motivo banal y un motivo real. En casi todo.
Sin embargo nos dejamos llevar por coordenadas que hemos admitido como inamovibles. A veces son absurdas como una que tengo yo y que me impide sentirme atraído por una mujer asiática. A veces parecen resultados de fuertes creencias como aborrecer a cualquiera que pueda defender el aborto en alguno de sus justificados extremos. No son negociables aunque, como somos modernos y adultos, estamos capacitados para tomarnos una cerveza con una asiática antiabortista, pero que no se meta en mi cama y mucho menos que, aunque sea maravillosa, tenga la indecencia de creer por un sólo segundo que va a ser la madre de mis hijos.
Algún día llegué a la conclusión de que todos esos asuntos-coordenadas son los hilos de las marionetas que dejamos que nos muevan cuando ya no nos quedan fuerzas. Es cierto que sin ellos nos quedamos arrugados en el suelo mientras sigue la función a nuestro alrededor. Es cierto que muchas veces son casi invisibles y que resulta imposible saber si tus hilos y los míos no se enredarán chafando el teatro de la vida, de las amistades o de las relaciones. Perdemos muchos amigos prejuzgando los arquetipos que han aprendido a representar. Nos empeñamos, también, en mantener a personas que no van a cambiar aunque nos juren lo contrario y porque nuestra tolerancia no está directamente relacionada con la tolerancia de los demás.
Y casi todo, casi como la parte de la conversación que no se dice pero va en un segundo plano, está plagado de las pequeñas intolerancias que nos dominan. A veces es que no nos gusta ver cómo come. A veces es que no nos agrada la forma que tienen de practicar sexo oral. A veces es el tono de voz, la manera de mover las manos, las bragas feas que usa habitualmente en vez de esas que nos ponen tanto, la forma que tienen sus rodillas cuando cruza una pierna sobre la otra y a veces esas cosas ya no nos importan porque descubrimos que los asuntos-coordenada tienen siempre, al saltarlos, un bien superior detrás que puede ser alguna de esas utopías que nos dan tanto miedo: la felicidad, el amor, el bien, una buena digestión, la sensación de relax que llega después de correr unos kilómetros o la exaltación del orgasmo de una portavoz política amortiguada por el pladur de un motel. Estoy seguro que es mucho mejor que aplicar recortes presupuestarios.
Yo tengo en duda casi todos mis asuntos-coordenada, menos lo de la relación sentimental con una asiática medio. Qué le voy a hacer. Tampoco voy a bailar salsa de la misma forma que tampoco puedo luchar para poner en duda los tuyos sin tu ayuda.
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