Mal dia para buscar

15 de noviembre de 2025

Electrodos por el recto.

Hace unos días alguien mucho más listo que yo comentaba en la radio que era habitual que los avances científicos fueran expuestos casi como número de magia. Explicaba que Luigi Galvani en el siglo 18 descubrió que aplicando electricidad a las patas de una rana muy muerta, daba patadas.  Tiempo después alguien llevó ese experimento más allá. Cogió a un fallecido y se lo llevó a las ferias escondiendo los conectores eléctricos y haciendo creer a las personas que era capaz de volverlo a la vida. Ponía electrodos en la mandíbula y parecía hablar. Le metía unos cables de una batería por el recto y el público explicaba que habían visto bailar a un muerto.

He de suponer que el ser humano, en esa búsqueda de algo parecido al control sobre la muerte, necesita creer que es capaz de superar a la naturaleza. No en vano todas las revoluciones han ido dando pequeños pasos en ese sentido. Nos encanta creer que estamos por encima de los vientos, los huracanes, el frío, las enfermedades e incluso algunos de los disfraces que tiene la muerte. Nadie se muere de viejo o porque le toca sino que se especifica un tipo, previsiblemente evitable, por el que falleció.

Como buen ejemplo de carácter contemporáneo y formación técnica, yo era un defensor de la ciencia por encima de creencias, refranes y complejos retos que superar. Quise apostar, apoyado por los avances y las grandes obras de la historia, que el ser humano carece de límites. Probablemente en el segundo año de carrera me metí una hostia descomunal contra el muro de la realidad. En el preciso instante en el que estudias con detenimiento la verdad y la manera matemática de considerar haberlo definido te das cuenta que tampoco es tan exacto. Al final casi todo es estadística y se acierta un número medianamente alto de las veces, pero no todas. El ser humano quiere creer que acierta pero al mirarlo de cerca no es más que una variable más que intenta adivinar el universo.

Así que descubrí, buscándolos con curiosidad, que los refranes aciertan casi el mismo número de veces que las matemáticas. Pude afirmar, con sorpresa, que la sabiduría popular es una ciencia en si misma. Es más, que esa sabiduría incorpora elementos que la ciencia desprecia.

Por aquellos años en la zona del gran Bilbao se estaba ejecutando un gran cambio. Los Altos Hornos de Vizcaya, origen de riqueza y sustento de miles de personas, tenían su fecha de caducidad. Como trabajo universitario analizamos las necesidades técnicas y procesos que venían a implementarse por parte de la empresa sucesora que se llama Acería Compacta de Bizkaia. Esta empresa se iba a especializar a recoger materiales traídos por barco a su muelle y elaborar acero. Mis compañeros analizaron los procesos metalúrgicos e incluso logísticos. Alguno propuso valorar la viabilidad económica. Hicieron un análisis científico de la ejecución del proceso e incluso de la organización interna de la planta, valorando las plantillas y maquinaria necesaria. Reconozco que yo estaba sumido en un momento de incredulidad extrema y no se me ocurrió otra cosa que acercarme, a mis veinte años, a un cambio de turno en los Altos Hornos allá por un miércoles lluvioso y a las tres de la mañana. La estampa al entrar en el único bar que vi abierto ( como una canción de Sabina) no la olvido: Un grupo variopinto de operarios, ya con el mono azul de la fábrica, consumían breves copas de brandy sujetas entre los dedos mientras en las televisiones de culo se proyectaba porno de los años 80 y esperaban a la hora en la que sustituir a sus compañeros. Nadie le prestaba atención a las pantallas y el camarero, con una camisa blanca y aspecto de estar preso tras la barra, me miró con extrañeza. No consumí. Simplemente marché otra vez al coche pensando que aunque mezquino, sucio y bastante zafio, ese era un estilo de vida como otro cualquiera que iba a ser cercenado por la evolución. Valoré que daba lo mismo que a esos hombres se les abonara una cantidad ingente de dinero o no porque ese era el precio de cambiar una vida entera que probablemente no deseaban pero que era la que tenían. En la exposición, tiempo después, de nuestras conclusiones sobre la Acería Compacta, expliqué que no era capaz de dar una respuesta al cambio social que toda esa ciencia suponía y llegué a la conclusión que si bien todo estaba maquillado con matemáticas y tecnología, había que valorar la forma en que la modernidad afecta a los hábitos. La única conclusión a la que pude llegar, después de acercarme racionalmente al problema y mirar más allá de la ingeniería, fue a la duda. A esos hombres les puedes haber proporcionado dinero o energía, aunque sea con una batería por el recto y disfrutar de que bailen, pero quizá estaban muertos antes.

Ese efecto, de una forma u otra, lo seguimos viendo a diario. La electricidad que reciben algunos cadáveres son coches con alerones, móviles carísimos que usan para ver memes, hamburguesas a veinte  euros, bolsos con logotipos bien visibles o cadenas de oro por encima de la ropa. La diferencia es que los electrodos se los meten ellos mismos.

Solamente me puse a pensar en todas esas veces que parece que alguien baila, muchos creen que es feliz, y ya estaba muerto. Después me inventé a un prejubilado de Altos Horos, con la cuenta corriente llena, bailando en un resort de Punta Cana con el dinero que se le proporcionó por irse de su vida.

2 comentarios:

Alberto Secades dijo...

Alsina que eres un humanista con piel de ingeniero.

pesimistas existenciales dijo...

Buen visto, Alberto. Ese es el que es más listo que yo. ( entre otros)