Mal dia para buscar

12 de marzo de 2025

Diógenes y vergüenza digital.

En algún sitio están guardadas todas y cada una de las soplapolleces que escribiste en un dispositivo electrónico en algún momento de tu vida. Muchas veces me pregunto el motivo por el que un americano rico o un chino avaricioso quiere tener copia de las ocurrencias que les envío a los amigos, los desgarradores mensajes de ayuda creados en algún momento y seguro que los borradores no enviados de las declaraciones de amor que, por orgullo o absurdo comedimiento aprendido, escribí.

En algún servidor, encriptado o de libre acceso, hay más de una foto que siempre negaré y tres o cuatro mil errores que parecían espectaculares en mi cabeza allá por 1998. Supongo que si nos viéramos, gracias a una máquina del tiempo hacia atrás, sentiríamos vergüenza. Si tengo escondida la orla en la que aparezco en el mismo flequillo de George Michael cuando se le suponia hetero, también quiero que desaparezca aquel momento en el que, vestido con un guardapolvo negro con hombreras, salía por la calle creyéndome el nuevo componente de Duran Duran.

Tecnológicamente hablando ese síndrome de diógenes digital que tienen las compañías modernas tiene que ver con la idea de poder revender o monetizar parte de esos datos. Programar un bot, aburrido y cotilla, para que se lea todas las mierdas y sea capaz de sacar conclusiones a partir de nuestros más íntimos comportamientos. Esas conclusiones pueden ser sobre lo que nos gusta comprar o vender, lo que nos apasiona o no y esos grados de separación que nos relacionan con el mundo. Cuando a ella le gustaba Depeche Mode a mi me aparecían opciones para comprar entradas de sus conciertos. Cuando, más tarde, ella se compró una moto, a mi me salían ofertas de naked. Desafortunadamente ahora estoy cansado de que aparezcan páginas para hacer feliz a los solteros y me jode, mucho, que me certifique una puta máquina sin sentimientos, que soy un incompetente sentimental.

Curiosamente los análisis de comportamientos llegan hasta el punto de poder determinar, con muy poco error, nuestra edad, capacidad económica, estado sentimental, salud, gustos, biorritmos y hasta hábitos sociales. El gps de nuestro móvil, las pulsaciones de nuestro reloj, el sistema operativo de nuestro ordenador y todas nuestras búsquedas. Pero también nuestras conversaciones, fotos y contenido de correos electrónicos. Nada es gratis en la vida.

Quiero pensar que, de la misma forma que lo pensábamos de los bibliotecarios que habitan los sótanos de los almacenes de los libros perdidos y se sientan en una mesa, con un flexo amarillento a leer, existe alguien en el extremo de los grandes centros de datos que, a través de su terminal vintage, pasa las horas viviendo la vida de los demás a través de sus mensajes encriptados. John Smith Washington, que logró con esfuerzo su master en análisis de datos, se dedica a fantasear con la vida de Jessica Wilkinson, de Oklahoma, a través de su azaroso whatsapp. Traspasando las normas básicas de confidencialidad ha decidido bloquear los mensajes de Gary Johhanson porque sabe que ese chico no le conviene. Ella cree que le ha bloqueado pero es el ángel de la guarda del centro de datos de Ohio, que la cuida anónimamente. Quizá no me llegaron tus mensajes porque alguien ha llegado a la conclusión que no te merezco.

Yo borro las conversaciones por norma. Es algo que me hace sentir mejor porque conozco el mecanismo de mi memoria. Ella es una aliada y es capaz de mejorar, ocultar e incluso inventarse recuerdos con la premisa necesaria de mi salud mental. Por eso mismo borro toda aquella literalidad, que vista en perspectiva es fría y avergonzante, y me quedo con el recuerdo de las sensaciones que aquello produjo en mi. Es mucho más bonito recordar un beso que verte besando torpemente.

Pero me produce pavor saber que en algún sitio están guardadas todas y cada una de las soplapolleces de mi vida digital, porque no tengo excusa. Era así y hoy soy otra persona. Si me sacas de contexto o juzgas un instante desde el presentismo, seguro que salgo a perder.


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