Ayer bajé la basura a última hora y me crucé con un grupo bastante amplio de mujeres de mediana edad, exultantes, ruidosas y festivas, que salían de un concierto de David Bisbal celebrado a menos de un kilómetro de mi casa. Tuve que suponer, por la efusividad global, que prácticamente había sido como una orgía de satisfacción con entrada en la que , durante unas horas, David había satisfecho casi sexualmente a todas y cada una de las que se cruzaron conmigo.
Después pensé si les sucedía lo mismo con la gira de Los Pecos o si aún llenaban estadios La Década Prodigiosa.
Reconozco que, aún manteniendo muy a mi pesar una tolerancia extrema por las libertades de los demás, soy un talibán en cuestiones musicales. No lo evito sino que lo admito. Hoy en día la aceptación de tus intolerancias, excepto si es al gluten, está mal vista.
Hay algo que se impone de una manera sibilina constantemente. Son todas esas cosas, pequeñas cada una pero enormes en su globalidad, que no se ponen en duda. Una especie de matemáticas de la moral. Has de querer ser feliz, que te guste el balompié, desear el amor eterno, defender la vida, preocuparte por los más necesitados, perder el culo por una tarde de copas y que no te guste trabajar. Son ejemplos. Cualquier oposición a esos ítems sociales solamente se pueden entender como ser un enfermo peligroso. A veces, que es mucho más preocupante, te tildan de intolerante.
No hay nada de intolerancia en no ser partícipe de llegar al quinto gin tonic envuelto en conversaciones insulsas sobre las enfermedades de los niños de otros. Yo no tengo ningún problema en que hagas tú lo que quieras hacer y lo realices las veces que te de la gana, pero no me obligues a hacerlo. Estoy convencido que hay una bondad extrema en querer hacerme compartir la felicidad superlativa que te embarga todas las veces que tu equipo deportivo anota un gol pero es que no quiero ir. Es más, hago uso de mi libertad si no quiero ir. Ni siquiera significa que esté criticando el goce extremo que tienen los fans de Melendi en un concierto de Melendi, pero si me atas una correa al cuello y me haces ir a un concierto de Ramón, eres tú quien, en aras de la felicidad supuesta, impones un criterio por encima de mi elección personal.
-Idiota, que te va a gustar.
Que algo te guste a ti no significa que me tenga que gustar a mi. Que tú creas en la gloriosa exaltación del amor no ha de obligarme a convertirme en una tarta de merengue que envíe mensajes sentimentales todas las mañanas a las ocho. Lo haré si me apetece y todas esas veces serán de verdad. Por supuesto que el marido de tu amiga Mari Pili la quiere muchísimo y lo hace, pero cada uno quiere como le da la gana. Conozco a gente tan chaquetera en el amor como en el voto.
Hace cien años Manolo Rodriguez te decía, con sinceridad extrema, que no podía ser que quisieras estar soltero o que te gustara otro varón. No te lo decía porque odiase a los maricas sino porque en su bienhacer de las cosas estaba, como única opción, el amor entre un hombre y una mujer orientado a la formación de una familia feliz. Manolo quiere lo mejor para tí y te quiere orientar ( e incluso obligar) a que aceptes como ciertos los estamentos básicos de su estilo de vida. Hoy en día eso sucede con otras cosas, pero sucede. Te tiene que gustar ir a un buen hotel y que te hagan la pedicura en una sala climatizada, pero a mi me da mucho asco que me anden en los pies. Te ha de volver loco un festejo con ruido y fuegos artificiales, poblado de gente apelotonada frente al puesto de churros. No se entiende que prefieras una deprimente película polaca sobre la soledad humana que el último pelotazo de Disney. Es incomprensible que te gusten los toros o que prefieras sentarte con una señora en una silla plegable junto a la carretera nacional de un pueblo de Avila que quince días en un resort de Puntacana con esos cócteles de sombrilla tan kitsch. El sistema, metamorfoseado en imposiciones establecidas que cambian con los tiempos, intenta imponerte sus reglas.
Obviamente todas las imposiciones son restricciones a la libertad personal, incluso la obligación de vivir.
Si un suicida decide saltar, es un acto de libertad personal. Podríamos pensar que se puede establecer un dialogo razonado con sus salvadores pero si lo ha razonado y ha llegado a la conclusión de desear emplear su libertad en ello, nada debería de impedírselo. Es un ejemplo extremo, por lo imposible de la rectificación, pero es así.
A nuestro alrededor se establecen muchísimas bases sociales que discriminan a todo aquel que las pone en duda o simplemente decide no compartirlas. La propia sociedad discrimina, quizá inconscientemente, a quien no las acepta como jodidos dogmas de fe modernos. A veces, incluso, solamente preguntando el por qué de ellas se te deja a un lado como una persona sospechosa.
Luego está eso de que somos una sociedad libre pero, en realidad, las sociedades juegan a limitar tu libertad con los patrones que tiene la camisa social de esos tiempos.
Supongo que hacer uso de la libertad personal ha sido, y es, la forma más antisistema de vivir que existe. Con el de antes y con el de ahora. Ni antes ni ahora va de la mano con ninguna recompensa social, eso es seguro.
Pd: y yono tengo ningún problema en que cada uno haga lo que quiera con su centro, como decía una señora muy mayor que conocí hace 15 años, pero no acepto que se me obligue a, dubidú, ser como tu.
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