El pasado es un lugar del que aprender y también un sitio en el que esconderse cuando el presente te supera sin tener ninguna perspectiva de futuro.
De alguna forma casi todas las generaciones han tendido a esconderse en esos momentos en los que fueron felices. De alguna forma, también, suelen asociarse a esa edad de descubrimientos que se encuentran en ese espacio de tiempo entre dejar de hacer lo que dicen los padres y tener que hacer lo que obliga la vida.
Ahora que mi señora madre tiene mucho más claros los recuerdos de su infancia soy capaz de ver en sus ojos un poco de luz cuando se ubica en los años cuarenta y cincuenta. Los bailes y quizá un poco de resquemor de ese del que genera el "qué podría ser". Es ahora cuando, quizá por la incontinencia verbal que le da superar los 93, hemos conocido a Enrique y a Paquito. Paquito fue un muchacho que le regaló una medalla con su nombre antes de irse a la mili. 75 años después hemos encontrado esa medalla y ella, sin ningún rubor, nos confesó que era un pretendiente que tuvo pero que, al volver de la mili, dejó de parecerle interesante. Enrique, por el contrario, fue un chico con el que salía a bailar antes de conocer a padre. Cuando mi tía, gemela de madre, falleció, descubrimos una pequeña pulsera, supuestamente de plata, con su nombre y una fecha. La guardaba entre las piezas supuestamente valiosas y es más que probable que, aún sin valor dinerario, tuviera una significación importante en su vida.
Sin embargo todo eso se corresponde a una generación sin impacto global. La juventud de los años cincuenta en España era radicalmente diferente a la americana, la británica o la polaca. Quizá fue la de los setenta la que empezó a igualarnos mundialmente. El cine, probablemente, y la música empezaron a igualarnos, al menos en influencias. Los Beatles fueron, quizá, el segundo fenómeno mundial por detrás de las grandes películas. Un señor de Ohio y tu tío el hippy que se había ido a Londres habían visto a Gregory Peck en el final desgarrador de "Duelo al Sol", aunque fuera del 46. Los Rolling, los vuelos intercontinentales, el crecimiento de la clase media, el turismo y la publicidad hicieron de nuestro mundo un lugar mucho mas pequeño. La ventaja es que si te gustaba La Guerra de Las Galaxias podías encontrar a un tipo en Trieste tan apasionado como tú, aunque fuera del lado oscuro.
Así que si bien nuestros hermanos mayores nos intentaron aleccionar sobre los fenómenos globales y lo buenos que fueron los tiempos pasados, hemos sido el ejército que maduró entre los 70 y los 80 los que jugamos inconscientemente a imponer nuestros recuerdos a la conciencia global. No porque fuera mejor o porque después no hubiesen suficientes "tips" sino porque somos mayoría. Nuestros padres, al descubrir que podían mantener una familia, se dedicaron a tener hijos. Nosotros, al vernos incapaces de convertir en realidad nuestros sueños, nos acurrucamos en posición fetal delante de la televisión consumiendo una y otra vez Los Gonnies, Regreso al Futuro, El Equipo A y La Abeja Maya. Ni siquiera lo puntualiza la terrible sensación que tuve, después de conseguir todos los capítulos de Mazinger Z, lo horribles que me parecieron aquellos dibujos en comparación con el recuerdo de mi cerebro.
En el recuerdo amable, por cuestiones psicológicas, todo parece mejor. Mi abuela, que sacó adelante a una familia tras la guerra civil, era de las que afirmaba que con Franco se vivía mejor porque aquello coincidió con sus mejores años. Carlos, constructor ya fallecido burgalés, afirmaba, sentado en una silla de ruedas frente al mar, que la época de Felipe Gonzalez fue la mejor y lo fue porque supusieron esos años en los que ganó dinero y estableció las bases que luego sustentaron a su descendencia.
Lo que no hicieron ni mi abuela, ni Carlos, ni mi madre fue ese desparpajo moral de creer que lo suyo era mejor que lo anterior y lo siguiente. Ese es un pecado muy boomer: creer que lo que te gusta a tí debe de gustar al resto del mundo. No hay maldad sino inconsciencia. No es válida ninguna afirmación que lleve implícita la mayoritaria aceptación del público. Cuando Los Pecos llenan estadios no significa que sean mejores o peores sino que han hecho recordar a María del Carmen cuando estaba enamorada del moreno y cómo le rompió el corazón leer en el superpop que se había cortado mucho el pelo cuando se tuvo que ir a la mili. Somos capaces de endulzar ese recuerdo en el que jugábamos con una supuesta espada láser y magnificar los machacones estribillos de la época del pop. Hemos eliminado del cerebro el escenario gris de muchas de nuestras ciudades, los Seat 131 Supermirafiori aparcados en cualquier sitio y la gente fumando en El Corte Inglés. Se nos pasa muy por encima la lacra de la heroína y el Sida. Lo que nos queda es Madonna vestida como una mamarracha cantando Like a Virgin en una góndola y creemos que haber jugado en el barro era algo maravilloso. Que los columpios sobre cemento eran una fórmula de fortaleza contra los suelos de tartán de los flojos de nuestros pocos hijos de cristal.
Así que, siendo mayoría y habiendo edulcorado los recuerdos, nos hemos propuesto imponer aquella visión sesgada de los ochenta a todo el que tenga un ojo puesto en cualquier medio social de comunicación global. Los promotores, sabiendo que somos especialmente débiles, nos traen de nuevo a todas aquellas bandas y artistas que ahora se arrastran por escenarios repitiendo sus ancestrales éxitos. Todas las giras de los Rolling son la última.
Más de uno, de dos y de un grupo de gente capaz de llenar cualquier estadio, ha decidido esconderse en una época que ya no existe y que quizá no existió nunca tal y como la recuerda.
Hay toda una generación intentando esconderse en la época en la que cree que fue feliz. Aunque Thriller fuera del 82. Purple Rain, del 84. Pero eso no quita que la más brillante actuación conocida fuera la superbowl del 2007.
Dentro de 5 años los ochenta cumplen 50.
Dentro de 50 no sé qué parte de lo que estamos viviendo ahora estará idealizado.

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