Comentaba una artista de ayer y hoy que la sociedad ha cambiado mucho. Que cuando empezábamos a disfrutar de las libertades en España y se intentaba ser medianamente rupturista era muy sencillo saber donde estaba el poder. Era tan fácil como estar en contra de la iglesia y del estado omnipotente. Al fin y al cabo eran ellos quienes habían tenido el monopolio de dictar la manera en la que había que comportarse. La revolución, en definitiva, era negar a aquellos que jugaban al juego de imponer lo moralmente correcto. No me tiene que decir a mi un cura la manera de copular con mi pareja o dejar que el estado se lleve lo que quiera de mi esfuerzo laboral. El problema, y sigue con su razonamiento, es que ahora esa lucha contra el poder tan humana está mucho más diluida. Quienes te dicen lo que debes y no debes hacer, a quien has de odiar y a quien has de ensalzar, vienen de lugares variables. Oponerse a ello, a un discurso casi institucionalizado, es rebelarse contra una batería de ataques y quizá eso que se pasó a llamar cultura woke es quien más se ha impuesto con su discurso moral. Son quienes te dicen cómo has de tener tus relaciones, comportarte con tus vecinos y dejar un porcentaje cada vez mayor de tus impuestos para que lo gestionen, quienes se han convertido en la Iglesia y el estado en el siglo XXI. Y el riesgo de ello es llegar a pensar que la opción contraria es la adecuada, para volver al punto de inicio. El punto en común de aquello y de esto es que ambos tratan al ciudadano como si fuera imbécil y carente de criterio propio. Es ahí donde está el peligro.
Por supuesto que tenemos un problema extra: hay cosas de la Iglesia, del estado, de la cultura woke, de la tasa impositiva y de la música pop, rock y punk, que están bien. Otras son una bazofia extremista. El truco es quedarse con lo mejor de cada mundo porque todos conviven en el mismo.
Pero somos tan tontos que nos han convencido que las cosas van en packs.
Y no es verdad.
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