Cuentan que en la primera guerra mundial los enemigos cavaban zanjas, uno frente a otro, y esperaban, días incluso, insultándose de una a otra. En muchos casos tanto lodo, tanta peste, tantas chinches y tanta sinrazón terminaba con ambas parte compartiendo un trago y firmando un armisticio parcial sobre alguna explanada europea.
Es por eso por lo que los mandos, aun a riesgo de sus propias tropas, les empezaron a exigir poner alambre de espino entre ambos lados y un poco más atrás para no poder desertar. En realidad el alto mando descubrió que en medio de la guerra lo importante era evitar la posibilidad de que alguien se diera cuenta de la estupidez de luchar.
Cuantas veces las trincheras han pasado a ser nuestro día a día. Cuántas veces se han separado a las aficiones con barreras, a dos manifestaciones con un alambre de espinos en forma de antidisturbios o a dos ideologías por el Hola en medio del kiosko.
Porque se sabe que si se pasa esa rabia irracional de alistarse para ir al frente llega un momento en el que, en medio de la serenidad, los conflictos cicatrizan solos.
Otra cosa es que, a los que no están en las trincheras, les siga interesando que nos aniquilemos.
Pd: metáfora en estado puro basada en un dato real.
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