Una de las sensaciones más amargas que tiene la vida es descubrir que no estoy en el lugar que creo que me merezco, y eso es una guarrada.
Normalmente es una guarrada porque nunca es el lugar en el que estoy, sino uno mucho mejor. No es el sitio en el que me siento sino un lugar más luminoso con una guapa e inteligente (más inteligente que guapa porque la inteligencia aguapa a las mujeres y la estupidez las telecinquea) mujer que pasea por casa con una bragas feas pero sexys, una bata a medio cerrar y que me quita el cigarro para darle una calada rápida y apagarlo mientras me sonríe diciendo que debo de dejarlo y me da una patada en el culo casi como si fuera correa para ir al trabajo con energía.
En realidad nunca pienso en un lugar peor que el que me rodea. Soy así de convencional por mucho que me lleve esforzando más de un año en admitir que lo que tengo es lo que tengo y que no puedo pedir que me cambien las cartas con las que me ha tocado jugar y con las que, en realidad, tampoco tengo todas las de perder pero no todas las de ganar, que es lo que sucede con la mayoría de las manos de póker: ese juego que no comprendo porque no quiero. Es una de esas cosas sobre las que prefiero no saber y, así, en un desconocimiento, poder vivir la emoción de ver por primera vez una película que se queda grabada a fuego en la memoria o disfrutar de la ilusión de la suerte, en los juegos de azar, que dicen que tiene el novato.
El problema es ser un novato eternamente, entrenarme y no competir, coger las cartas y no hacer apuestas, arriesgarme únicamente al solitario. No saber si soy o no resiliente aunque, en mayor o menor medida lo soy, pero nunca de forma consciente. Me sobrepuse, lo superé, caí , volví, me recuperé, resbalé en un charco con mi sudor, en otro con mis lágrimas y en un tercero con aceite del motor de un coche que tuve. Creo que aquel día de abril, entre semana, en una cuneta de Despeñaperros con un cigarro, fiebre y sin ningún sitio donde ir, tuvo más importancia de la que parecía. Soy tan orgulloso que nunca llamé a la grúa y, casi como el cuento del lobo cambiado, el día que llamé nadie creyó que necesitaba asistencia porque se habían acostumbrado a que nunca pidiera ayuda.
Así que estoy en un lugar, físico e indefinido, que no está tan mal pero no es el que quiero. Por una vez, quizá, creo tener definido un destino posible. Lo es porque carece de perfección, porque ella tiene arrugas en las rodillas, hay una humedad en la pared que no desaparece, el niño tose y yo no soy perfecto sino que simplemente soy yo. Y soy la carta, marcada, gastada, perdida en una baraja vieja que lleva años en un cajón del salón, con la que han decidido jugar la partida. Lo importante es jugar, estar, participar, conversar, ni siquiera acabar contando los puntos o hacer un repoker. Ganar es lo menos importante, compararse una estupidez, exigir otro juego una imposición y dar lecciones es una carta extra que inclina la balanza.
Vuelvo a poner "peros". Los mismos "peros" que me han puesto siempre, los que he puesto para no quedarme, los que me han tirado a la cara para que me fuera, los que impiden mirar dentro o los que esperan un mundo mejor ya mismo y ahora mismo como si fuera una competición social de felicidad y bondad absolutas a la que se puede llegar con un doble check.
Empiezo, otra vez, a fantasear con un lugar mejor con tintes de imposibles.
Empiezo, otra vez, a fantasear con un lugar mejor con tintes de imposibles.
Y va pasando el tiempo, quizá esa es la guarrada.
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