Mal dia para buscar

14 de abril de 2014

Los superhéroes bipolares.

Una de las cosas que tienen en común los superhéroes es que proceden de un pasado atormentado. Spiderman perdió a su padre y mataron a su tío, Batman vió como un delincuente callejero pegaba dos tiros a bocajarro al señor Wayne detrás del teatro, Superman perdió un planeta entero y el señor Banner era el incomprendido hijo de un alcohólico.

Tenemos que reconocer que quizá aprendimos que un gran drama era la condición obligada para un buen héroe. A Iñigo Montoya le mataron a su padre y buscaba la venganza mientras su enemigo se preparaba para morir.

Así que parece que hay que sentir o creer que se siente un dolor intenso como paso previo para ser el héroe que quisimos ser. Hay que sentir una gran pérdida, un desarraigo, un engaño, un crimen. Hay que alimentar la excusa del vengador, pero siendo un vengador de los buenos, de los que salvan el planeta y a si mismos para, después, hacerse el modesto y esconderse en una callejuela de la gran ciudad mientras la población se alegra de haber sido salvada por otro. La alegría popular tampoco está dentro del papel del héroe y , sin embargo, contiene la satisfacción de la misma manera que los padres se contienen el primer día en el que sus hijos montan por si solos en bicicleta.

Quizá por esa enseñanza a golpe de cómic más de alguno (y de alguna) viven en un mundo sinusoidal creyendo que deben de hacer más dramáticas sus penas para lograr un impulso mayor que les lleve al nirvana de la verdad y la justicia. Las borracheras son más lloronas y los polvos más enérgicos. Las discusiones exceden de lo aceptable y la exaltación de la amistad roza el postureo. La aceleración del coche les clava contra el asiento y , sin embargo, la obsolescencia programada les deja en una cuneta, con la lluvia empapando, el teléfono sin cobertura y solamente acompañados por la chica de la curva y un reportero de Cuarto Milenio.

Parece que si no pasa nada, excesivo en uno u otro sentido, desaparece el interés por vivir.

No sé cuando empezamos a adorar los dramas y los excesos casi carnavalescos de la vida.

En ese mundo poseído por aquellos que tienen una depresión o están exultantes parece que no queda lugar para la paz, para la monotonía, para la falta de causalidad, para las tardes tumbado en el sofá o para unas vacaciones aburridas en las que no pasa nada. No hay sitio para vivir sin pensar si esa puede ser LA persona, el polvo definitivo o el divertimento del jueves por la tarde. Llorar o reir, sin punto intermedio. Los días han de ser, como el pronóstico de un meteorólogo bipolar, exceso de sol o catástrofes medioambientales.

Y, a veces, lo mejor es que disfrutemos de una temperatura agradable. A veces los superhéroes apoyan su cabeza sobre ti y te miran desde abajo quedándose dormidos. Y ya te han salvado. A veces esperas que aparezca un supervillano destrozándolo todo y, cuando todo esté casi perdido, con una capa, un poco de licra y entre las sombras de la noche, te recupere de una muerte segura, te mire sin decirte nada perforándote el corazón castigado por el anteúltimo desengaño y se gire rápidamente para volver a su guarida.

Por alguna razón somos una generación a la que le engañaron contándole que podía ser un superhéroe si se esforzaba lo suficiente, que todos teníamos un poder oculto, que cuando todo pareciera lo suficientemente perdido la verdad se iba a imponer y que el mal no gana nunca. Nos enseñaron a ponernos en forma, a comer sano, a dejar de drogarnos, a reservar apartamentos por internet. Aprendimos lo que era una batamanta, una almohada anatómica y un repelente de cucarachas. Algunos hasta resolvíamos integrales eulerianas en breves instantes.

Se nos olvidaron varias cosas. Dejamos de tener paciencia para ver un video completo, de llegar tarde porque nos topamos con una puesta de sol, de oir serenamente un disco de música clásica o algo que no fuera un single simple y estúpido abotargado como la telerrealidad. Se nos olvidó esperarla porque no estaba en el momento que creímos necesitarla o porque, aunque su última hora de conexión fue después de nuestro mensaje, no respondió y empezamos a creernos los argumentos malévolos de un telefilm de 76 minutos con pausas para publicidad. Se nos olvidó lo maravilloso que es, a veces, aburrirse, comprar yogurt, repartir entre dos el último calabacín, dormir abrazados o quererse despacio, mirando a los ojos, tras haberte devorado con besos que nunca creíste que estaban escondidos ahí. Se nos olvidó que los superhéroes no existen. Se nos olvidó, en realidad, aprender a querernos y dejar que la realidad y no los zafios argumentos que devoramos delante del televisor haga su trabajo.

Quizá eso, lo de conocernos y aprender a mirar dentro sin buscar tormentas o paraísos,  es el superpoder que se nos pasó de largo en siglo XXI.

Ese y teletransportarse.


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