Bill Murray vivió atrapado en el tiempo. Una y otra vez se despertaba con I got you babe e incluso en un determinado momento aquello empezó a ser un juego en el que el día de la marmota se convertía en el lugar en el que estar anclado, como un barco en el hielo del ártico, para vivir una y otra vez lo mismo.
Esta mañana, en medio del café y de las desconcertantes noticias que vapulean desde los periódicos para no pensar en las que cosas que realmente importan, un tipo con pantalones de pinzas, la piel morena por la nieve del invierno, el pelo escaso y los dientes blanqueados, ha entrado en el bar haciendo el ruido del que se considera a sí mismo como un referente. La camisa con dibujitos de polo y un caballo bordado junto a un número. Los cuellos con la vuelta a rayas blancas y el color predominante: azul. Va exactamente vestido como lo hacían los que se creían los más estupendos de 1989. Habla como Tony Manero. Mueve los hombros como Rocky y estoy seguro que sueña con tener el pelo de Michael Knight.
Una de las peores cosas que tiene la madurez temporal, que es la que llega por el mero paso del tiempo pero no por la evolución mental, es quedarse anclado en lugares insospechados. Aquellos que consideraron la modernidad como un lugar en el que estar varados, casi como si fueran Fabio Mcnamara una y otra vez, vagan por las calles mezclando hombreras y chistes de Chiquito de la Calzada como si fuera una fusión de flamenco pop defecada por el mismísimo Azuquita.
El ridículo callejero no es algo que sea exclusivo de aquellas mujeres que, entradas en años, visten leggins de leopardo en las puertas de los bares y beben gin tonics que, por su amargura, es la bebida de las separadas. Se ha convertido en algo global, en algo igualitario. La necesidad de sentirse una persona diferente convierte a todos los adolescentes en copias de si mismos de la misma manera que cincuentones amagan con esfuerzos para intentar no hacer el ridículo y, como consecuencia, lo hacen con sus descapotables en invierno y las lesiones de gimnasio.
Existen lugares donde quedarse, refugios donde guarecerse. Existen camisetas favoritas y vicios vergonzantes. Los tenemos (o los tuvimos) todos.
También existen conflictos no resueltos. El compañero al que pegábamos en los recreos del colegio se hizo una liposucción, se depiló el cuerpo, se compró una camisa ajustada y conduce con las gafas de sol sobre la cabeza aunque esté nublado. Ahora se pega él solo. En el coche suena música de Guetta.
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