El psicólogo Robert Sternberg definió, una vez, el amor como una relación entre tres parámetros principales: intimidad, pasión y compromiso. Los puso en una pirámide y empezó a describir las diferentes combinaciones que le aparecían (amor fatuo, sociable, romántico, vacío, cariño, encaprichamiento...). Lo llamó, casi como un título de película de esas dramáticas que dan después de comer, La Teoría Triangular del Amor.
¡Qué fácil!, ¡Que obvio!, ¡Qué sencillo!
Entregarse, comprometerse y apasionarse. Casi como si fuera una máxima y aplicable a todas las relaciones. En realidad no hay grandes diferencias entre lo amistoso y lo sentimental, si es que obviamos la pasión entendida como un pasillo que se queda antes de llegar a alguna habitación. Tampoco hay grandes diferencias en todo aquello que implica a humanos porque, en el fondo, nuestra vida se compone de relaciones humanas. Nos relacionamos con los amigos, las parejas y los clientes. Nos relacionamos con la familia y con quien nos mira en bicicleta. Nos apasionamos en esas conversaciones que surgen en la tercera copa o incluso cuando debemos o nos deben dinero o favores. La pasión sorprende en lugares insospechados pero es mucho más interesante si aparece en espaldas suaves acompañadas de aquella mirada que se entorna y se estremece con unos ojos que observan de soslayo.
Pero hay algo que se nos olvida casi siempre. Nosotros. Se nos olvida el motivo por el que actuamos y que va mucho más allá de lo que decimos o de lo que somos capaces de describir con palabras. Tenemos un duende dentro que nos sodomiza y nos sabotea. Hay veces que, como los niños que se dan cabezazos contra la pared porque no les dan los dulces, necesitamos vivir en algunas telenovelas, escondernos dentro de mil y un dramas, ir a los lados del triángulo para no quedarnos nunca en el centro.
-En un tornado no hay aire en el centro- me dijeron una vez como si fuera una enseñanza -pero en el momento en que se sale de ese centro, el aire huracanado arrastra- y aquí hay que hacer un gesto en espiral con la mano- Lo difícil es mantenerse en el punto de equilibro de fuerzas.
El ser humano es curioso y cobarde, es un perro al que alguna vez han querido pero que también recuerda lo que le dolieron los palos cuando se acercó, moviendo el rabo, a por lo que parecía un hueso. Entonces se pone digno y desea, como todos, sentirse importante, querido y que apuesten por él. Al final siempre es un pequeño pulso y en los pulsos, como en las peleas, quedan dolores en todas partes. Hay lesiones musculares que no se llegan a recuperar nunca y hay veces que nos descubrimos caminando con miedo porque una vez nos hicimos daño.
Entonces, aunque todos somos teóricos infalibles, se nos olvida la verdad. Se nos olvidan todas las memorias, todos los miedos, toda la culpa donada y acumulada. Se nos olvida la memoria de los músculos. Se aparta a un lado, pero sigue ahí, la caja que contiene los sinsabores y las idealizaciones de las experiencias pasadas. Se espera, porque si algo hemos aprendido es la dignidad propia, que vengan a rescatarnos, que sea el rescate a una hora que nos venga bien, en un caballo adecuado y la persona indicada. A ser posible que no pregunte mucho y si acaso descubre alguna de nuestras debilidades, que no haga sangre con ellas. Hay quien tiene miedo a rescatar y quien tiene pavor a ser rescatado. A partir de una edad todos somos princesas en nuestros torreones. Creemos enamorarnos, fingimos intimidad, follamos como leones y hacemos las confesiones justas pero nunca concedemos todo a la vez porque eso es como jugar enseñando las cartas y alguien nos convenció que de esa manera lo único posible es perder por mucho que la teoría diga lo contrario.
Estar caminando por los extremos del triángulo resulta hasta sencillo y en cada vértice hay una extraña añoranza de los otros dos. Es culpa tuya, es culpa mía, es responsabilidad del pasado y del miedo a un futuro con un clima demasiado frío. Nos fuimos a rescatar a la vez y cuando tú estabas en mi torreón yo estaba en el tuyo, con un caballo cojo y una lanza oxidada. Es un triangulo escaleno o isósceles pero nunca equilátero. -¿Por qué estamos haciendo esto?- , -¿Qué?, -Hablar- Es el diálogo más rudo sobre la necesidad de amor y la imposibilidad de lograrlo como quisimos descubrirlo. Que sea verdad y no haya una sensación de conformismo ni un silencio incómodo o heridas mal cicatrizadas. Que no nos aterre ver que puede ser, que puede cambiarnos por dentro, que nos encontremos junto a la parada de autobús y seis horas después haya una luz que ilumine desde los vértices.Y deslumbra como la sensación de calma al ver la espalda con la luz que entra por los agujeros de la persiana.
"Pídeme" es una forma egoísta pero lícita de solicitar valor. Esperar esa palabra y no oírla. Quizá no decirla. Después del silencio triangular lo que queda es un esguince muscular con forma de desAmparo.
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