(Extraído del libro que no consigo acabar de escribir nunca)
Samuel Hahnemann fue el pionero de la homeopatía. Básicamente
estableció una pseudociencia que se basa en usar pequeñas cantidades de las
substancias que generan la enfermedad que se quiere tratar diluidas en agua y
aunque, a base de diluir y diluir, en el componente final ya no queda resto del
principio activo se apela a una especie de “efecto memoria” en el agua que lo
convierten en sanador. Los resultados científicos se dividen en dos: los que se
han demostrado que no funcionan y los que no se sabe si pueden funcionar. Hay
una única verdad: mientras se juega con ello la naturaleza se dedica a hacer su
trabajo y es por eso que algunas personas se curan y, por extraña
coincidencia, homeópatas que se hacen ricos. Aunque también existen algunos que
apelan al poder de la mente y la energía, de la potencia descomunal de la
fortaleza del ímpetu y la fe.
Dicen
que hay una media de siete parejas antes de llegar a la definitiva. Unos lo
logran a la primera, otros se rinden en la cuarta y algunos llegan a la
duodécima. Hay una seguridad casi absoluta de que esa persona en la que te
fijaste al entrar por la puerta del bar no sea ninguna de ellas, pero si lo es,
si acaso sucede o si se da la alineación de planetas adecuada para que se
inicie una conversación, sea una gran conversación y además sea de esas
conversaciones que no entran en círculos y no se acaban nunca, entonces el
orgasmo no es una cuestión, como se supone, física, sino el sentimiento
desbordante de que se ha cruzado una meta arriesgada e imposible.
No
es lo mismo sin riesgo y quizá por eso el ser humano es permeable a
determinadas acciones que estadísticamente le pueden llevar a perder. El amor,
la competición y encomendarse sin red a los designios de un Dios, un jefe, un
padre o un gobernante son ejemplos de ello.
Desde
ahí. Desde ese punto de partida y quizá incluso en una caverna aparecieron los
tramposos. Eran los que decían que habían matado al Mamut cuando, en realidad,
habían estado escondidos mientras los otros, con pequeños pedazos de madera con
piedras de sílex en los extremos, perseguían y morían junto al animal fruto de
la lucha desigual. No era la misma satisfacción de ser verdaderamente un héroe
pero sí la satisfacción del reconocimiento. Eso también engancha y sobre todo,
como una adicción enfermiza, la satisfacción de ser más listo que el guerrero
por conseguir lo mismo sin traer heridas de muerte.
Más
adelante aparecieron los estafadores profesionales, inventores de argucias y de
halagos para fomentar la idea de la oportunidad, la oferta, el momento en el
que ser más listo que los demás sin percatarse que se era, precisamente en ese
instante, estafado por avaricia. Unos se llamaron abogados, otros banqueros.
Algunos prometieron la vida eterna con elixires y siempre, a lo largo de la
historia, tuvieron víctimas a los que llamaron clientes y a los que convencían
de poder volver a la cueva sin un rasguño y con un enorme colmillo de marfil.
“Si
me engañas una vez, la culpa es tuya. Si me engañas dos, la culpa es mía” decía
Anaxágoras.
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