Reventé, supongo, como un esclavo al ver acabadas las pirámides mientras el faraón creía que la había hecho él solo, como un arquitecto en paro delante de las grandes construcciones de una ciudad de esas que retan a los cielos, como un ingeniero encima de un puente en ménsula o un solitario en un parque donde las familias se jactan de sus felicidades.
En todos los casos son expresiones de ser pequeño.
1989. Se llamaba Virginia. Era el ángulo recto más perfecto cuando, con sus largas piernas, inclinaba el cuerpo sobre la mesa del profesor de álgebra para hacer algún tipo de consulta. Estaba alquilada cerca de mi casa y tenía esa forma hacia arriba en la comisura de los labios, casi como el joker pero con una belleza hipnótica, que le dejaba una expresión de estar sonriendo siempre. "Me gusta"-decía- "mirar hacia atrás y ver que hay algo que merece la pena". Yo hacía eso que se hace en las películas, que es buscar un reflejo del protagonista en la vida propia. Me resultaba difícil porque, casi como un componente intrínseco de la educación, todo era un cúmulo de esfuerzos, estudios y entrenamientos para llegar a una final, a un destino o a uno de esos momentos en los que se descubre que aquel era el lugar para el que me había estado preparando.
Todos los besos fueron ensayos para los diez minutos en su puerta. Todos los libros granos de arena para la playa de ese proyecto. Todas las palabras ensayos para algún libro.
Jose Luis Garci decía, en una entrevista, que su primer beso fue una decepción. Que había visto cientos, en las películas, y que esperaba que cuando le llegara el momento aquello tuviera la exaltación del amor y la capacidad emotiva que había visto en las pantallas. Sin embargo, al tocar los labios de su primera chica, no sonaron violines, no se paró el tiempo, no giró la cámara alrededor de ellos abriendo o cerrando el plano. No pasó nada de eso y se quedó frío pensando que algo había hecho mal porque aquellas expectativas, como casi todas, aniquilaron el momento.
En las olimpiadas que se celebran cada cuatro años solamente gana una persona y pierden todos los demás. Es lógico aceptar que triunfar de esa forma tan reconocida y representativa casi resulta un imposible pero también hay que reconocer que, en términos de autoestima, tampoco está bien tener que aprender a perder siempre.
Quizá porque el esclavo de las pirámides, al ver la tercera piedra de la segunda fila, ha aprendido a reconocer que esa es su medalla de oro. Es lo mismo que hacía Virginia al mirar atrás con sus pequeños 19 años. Es lo que debemos de aprender en vez de mirar la inmensidad de las expectativas infinitas.
PD: Acabo de oir que Superman no quiere ser el gilipollas de Clark Kent a todas horas pero Superman no existe.
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