Una vez me dijeron, no sin razón, que las grandes obras sobre el amor las crean personas que son expertas en equivocarse de manera contínua a lo largo de su vida. Cuantas más veces has pensado que esa era la oportunidad correcta y, por lo que sea, no lo ha sido, más has aprendido sobre el proceloso campo de las relaciones.
También es cierto que días como el de San Valentín y toda esa moda insulsa y absurda de las comedias románticas han hecho un daño atroz a la verdad y hemos vivido, al menos estas generaciones subyugadas por la televisión y el cine, poseidos de la búsqueda de un obligado final feliz sin grises.
Cuentan que uno de los problemas que tiene la generación que ha nacido con porntube a golpe de ratón es que creen que el sexo ha de ser ese ejercicio aeróbico que encontraron en sus pantallas. Desconocen, antes de encontrarse con ello, el gatillazo y el dolor de cabeza, la flaccidez en las erecciones y la falta de lubricación. Han creído, como el que cree que suenan violines al encontrar al amor verdadero, que la verdad ha de ser lo que les han contado. Dicen que los jóvenes tienen mitos sexuales parecidos a los de los años 60 pero también están convencidos que querer es sufrir y, sin embargo, un muchacho delgado con pendiente pequeño y de esos que andan como a saltos, resguarda una rosa en el asiento del copiloto de su bmw de segunda mano esperando el momento de darla con el cariño que le deshace cuando deja a un lado el Tony Manero del siglo XXI que intenta a ser entre derrape y derrape, entre el Line, el tipo de relación que pone en su facebook y el Whatsapp.
En realidad el amor, como tal, ha cambiado muy poco a lo largo de los siglos. Han cambiado las relaciones, las formas, las sábanas y los colchones, las velas por luces indirectas del ikea y, quizá, las maneras de ocultar ese cariño que nos hace débiles. Pero el amor, como tal, es el mismo. Y dentro de amor está el odio y la venganza, el rencor y las reconciliaciones, la añoranza, tonta y ñoña, de una despedida inadecuada. Dentro de los sentimientos hay un hueco para todas esas letras desaprensivas y melosas de canciones que llevan contando todas las historias como si fueran una sola desde que hay trovadores y cantantes.
Y las mejores canciones, las que te destrozan, siempre llevan ese punto de pérdida que nos es tan conocido a todos los que aprendimos a golpe de fracaso, a golpe de equivocación y a golpe de idealización cinemátográfica del amor. Aprendimos a golpe de noches vacías y de pensar que habría una forma personal e instransferible de no necesitar cariño en este mundo frío que ha considerado que sentir es una equivocación de la naturaleza. Aprendimos a base de exigencias infinitas propias y ajenas. Aprendimos, conduciendo sin rumbo o entre los silencios de alguna conversación telefónica, que decir "lo siento" o "te quiero" es mucho más complicado que jurar que "esto se ha terminado".
No supimos pedir perdón ni ser perdonados. Creímos, como capitalistas sexuales que compran y venden caricias, que la mejor está siempre tras la última y , después, nos recorrió un escalofrío al recordarla. Todas esas sensaciones son intrínsecas al ser humano y no entienden de tecnologías ni de modas ni de tendencias sexuales. Los homosexuales y los heteros sienten igual, se engañan igual, se quieren igual... porque son personas. A todos nos han abandonado y nos han engañado. Todos hemos abandonado y hemos engañado, hemos sentido la carcoma del error y hemos añorado la sensación infinita de despertarnos en una cama que nos haga sentir que hemos llegado a un refugio.
Y queremos creer que hay un refugio del que no nos iremos.
El amor es un estado mental, una combinación química de substancias de nuestro cuerpo. También es el resultado de la complaciencia y la tolerancia, de ser uno mismo, imperfecto y temeroso, con un lugar donde acurrucarse y que da la casualidad que es el mismo lugar donde se acurrucan a tu lado. Nunca fue ese pozo de perfección que quisimos encontrar en el maremoto de relaciones que vinieron detrás de la revolución sexual o de la extraña adicción al desapego que tiene el ser humano contemporáneo. El mismo ser humano que no llora en público cuando siente que le han abandonado o que su orgullo le ha jugado, una vez más, una mala pasada.
San Valentín, como los anuncios de televisión, es una farsa bien construída que castiga a todos los que, como yo, tenemos un máster en amor a base de fracasos y decepciones.
Aún no sé como se gana, pero conozco todas las formas de salir perdiendo.
2 comentarios:
No sé qué decirte, a veces me gustaría volver a la adolescencia y a sentir de forma tan exagerada, aunque ya entonces era poco dada a cariños ni a gestos románticos.
Si hubieses leído este mismo texto cuando tenías 16 años no habrías cambiado de parecer con respecto al amor.
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