Tenemos un gran desprecio por las cosas que creemos sencillas y profesamos una admiración escandalosa por todo aquello que nos resulta lejano. Pagamos cientos de euros por un plato de comida servida con estrella michelin y nos parece que hasta un mono es capaz de tener preparada una tortilla de patata caliente, a ser posible sin cebolla, para cuando bajamos por un café a media mañana. Nos parece caro dos euros veinte por café, pincho y sonrisa del camarero pero no nos importan 12 por un gintonic con una rodaja de pepino.
Nos sentamos como filósofos hablando de la organización geopolítica de oriente pero nos la trae al pairo, textualmente, aparcar ocupando dos plazas. Admiramos al nuevo deportista de élite pero no somos capaces de poner en la estima adecuada al que llegó el último en el maratón.
Un grupo de jóvenes se sentaron a la puerta de la universidad con sus títulos en la mano. Uno habló de montar una empresa de virtualización de servicios, otro comentó que habría que hacer un sistema de almacenamiento de energía eléctrica para poner pilas en los garajes y adelantarse a la irrupción de los coches eléctricos de manera global en las casas. Hubo quien planificó de viva voz la manera en la que las carreteras pudieran convertirse en cargadores infinitos. Todos tenían el logo de la empresa pensado, la campaña de publicidad, el momento en el que vender a un gran inversor sus productos mágicos. Entre ellos, casi de forma tímida, se oyó una voz que hablaba de trabajar en la empresa familiar. Comprar barras de acero en bruto, cortarlas y hacer miles de tornillos pequeños. Algo que se puede tocar con las manos y que se vende al peso. Algo que ensucia, que carece de glamour y que parece hasta menos importante si es que se hace con las manos.
Ensalzamos al modisto y despreciamos coser hasta el punto que se lo damos a los niños de Asia como si fuera menos importante. El ingeniero no es más persona que el operario porque el último es el que se sube al tejado para poner las planchas de titanio. Hay más ingenieros que melones, sobre todo en esta sociedad sobretitulada en la que una mierda de curso de coach te da un título en ingeniero de la personalidad. Nadie quiere ser operario y resulta que cuando hay que coger un destornillador más de uno lo coge por la punta.
Debería de ser obligatorio trabajar cara al público, hacerse daño en las manos, correr hasta que el corazón obliga a detenerse, fracasar unas cuantas veces, ser estafado, engañado y robado. El motivo es obligar a aprender a valorar la dificultad de las cosas que creemos sencillas.
Aunque la vida valora y premia de formas muy injustas, la enseñanza resulta sorprendente. Ser sabio nunca fue rentable.
Todavía veo a teóricos de la verdura que se ponen muy serios en el lineal del supermercado considerando la forma de reconocer un buen o un mal tomate y los muy hijos de puta no saben diferenciar ortigas cuando les sueltas en el campo. Desprecian al agricultor. Pagan 100€ por ir a ver a Beyoncé. Billones y billones de veces.
Al final no hay tanta diferencia con los espantapájaros que despreciamos. Esos que mandan sin haber hecho nada de verdad, jamás.
Al final no hay tanta diferencia con los espantapájaros que despreciamos. Esos que mandan sin haber hecho nada de verdad, jamás.
1 comentario:
"Algo que se puede tocar con las manos y que se vende al peso. Algo que ensucia, que carece de glamour y que parece hasta menos importante si es que se hace con las manos".
Pensaba que hablabas de pan.
Tienes más razón que un santo. Feliz Navidad.
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