Mal dia para buscar

25 de mayo de 2016

Estado de sitio: estupidez (primeras 4 páginas)

(Me he pensado mucho si poner partes de lo que intento finalizar, pero empieza así:)

1-LA CONFERENCIA 

Sobre el escenario vacío, una figura uniformada con una bata abierta y algún bolígrafo en el bolsillo, aparece por el costado. Lleva, vestigio quizá de una modernidad mal entendida, un micrófono alrededor de la cara. 

Hay silencio. “Buenos días. Mi nombre es Manuel Perez”- dice. Una gran pantalla blanca sin nada refleja su propia sombra. 

“Me siento un poco ridículo sobre un escenario. No soy un orador ni un cómico. Ni siquiera me gustan mucho las personas en general cuando se agrupan en más de nueve. Pero es lo que toca. Alguno de mis colegas insiste en que debo de explicar los resultados de los últimos años de mi investigación y, la verdad, es que ha resultados. Para eso debo de hacer un poco de literatura o de historia, como lo quieran llamar. 

A lo largo de la evolución humana siempre hemos vivido en una especie de desarrollo darwiniano que nos hacia mejorar, como si fuera la ley de gen fuerte, para adaptarnos al medio. Nos pusimos sobre dos patas, perdimos el pelo, hicimos herramientas, suavizamos nuestras garras, creció nuestro cerebro y fuimos superando límites mientras nuestro propio ser competía y superaba los siglos poco a poco. Es verdad que puede ser probable que esas adaptaciones sean cada vez más rápidas y nuestros nietos tengan los pulgares mucho más ágiles que los nuestros gracias a algo tan tonto como la comunicación en los smartphones. Aunque quizá no sea tan tonto porque eliminar parámetros de la comunicación como la entonación o los gestos puede ser, en realidad, una forma de adaptarse o de usar en ventaja propia esa misma carencia. Viene a ser jugar a un juego en el que desaparecen dos o tres reglas y quizá nos da la sensación de poder ganar con mayor facilidad. Eliminar, bajo la excusa de la tecnología, es en si mismo una manera de seguir las propias teorías de la evolución aunque no hacia delante o, por lo menos, lo que hemos considerado que es ir hacia delante. 

Eso mismo, ese planteamiento tan sencillo de intentar adivinar lo que el propio ser humano desea para si mismo es lo que inicia mi estudio. Durante años hemos generado modos de catalogar y cuantificar nuestra salud. Hemos medido los glóbulos rojos y las transaminasas. Hemos establecido unos grados de colesterol en los que debemos de estar. Hemos desarrollado múltiples maneras de medir algo tan volátil como la inteligencia considerándola algo innato y algo que, en su mayor medida, nos hacía mejores seres humanos. Ser inteligente, casi como una máxima, es mejor que ser tonto.

Hasta aquí podríamos estar de acuerdo. 

Pero ser tonto no es lo mismo que ser estúpido. La estupidez implica no querer. La tontería es no poder. Podemos perdonar a un tonto pero no a un estúpido. Carlo María Cipolla estableció en 1988 las leyes fundamentales de la estupidez llegando a la conclusión de que es el peor tipo de ser humano que existe. 

Así que , en vez de medir la inteligencia o los defectos cognitivos de determinados sujetos de estudio, hace unos años intenté desarrollar un método que, sin lugar a dudas, fuera capaz de determinar el grado de estupidez de un humano. 

Se preguntarán el por qué. Para eso no hay que considerarlo como un hecho aislado sino como una plaga. Un estúpido procurará convertir en lo mismo a otro humano. Tenemos ejemplos muy claros en la historia contemporánea: la moda de los años 80, los memes de internet, el triunfo de los reality shows... Ninguna de todas esas "cosas" mejoran al ser humano ni le adaptan a un nuevo grado evolutivo. Simplemente restan. En el último siglo, abotargados por una revolución tecnológica desarrollada para tener más tiempo en el que desarrollarnos como personas, hemos usado ese tiempo en volvernos más y más estúpidos. Hemos retorcido nuestro mundo siguiendo a líderes democráticamente elegidos porque la mayoría posee el poder sobre los demás y, enfermos de estupidez, hemos cometido los mayores errores de la historia de la humanidad. Así que si fuéramos capaces de medir, sin ninguna duda, ese parámetro antes de que nos lleve a nuestra propia destrucción, probablemente convertiremos nuestro mundo en un lugar mejor. 

La principal duda que me surge es si acaso no es la estupidez el camino que desea la mayoría. Ser un robot evita el miedo a la libertad. Dejarse llevar por un ideal, cumplimentar un argumento marcado, pertenecer a una tribu o moverse en la dirección de la bandada de pájaros a la que cada uno cree pertenecer es, en realidad, una manera de vivir. Negarse a crecer, a decidir o a utilizar mejores herramientas, aunque estén a nuestro alcance, es también una decisión que se debe respetar. Si alguien desea ser estúpido hay que dejarle serlo. 

Pero no premiarle. Quizá ese sea el problema. 

Ese es un dilema moral que como científico no puedo ni debo de resolver. Solamente opino que más que medir la inteligencia, la capacidad espacial o de razonamiento, más importante aún que la propia salud personal o cien o doscientos virus que asolen algunas de nuestras ciudades, el estudio, valoración y, si es posible, la erradicación de la estupidez en nuestro mundo será la puerta a esa sociedad que siempre hemos querido tener. 

Y después de años de esfuerzo creo poder presentar la manera incontestable de medir la estupidez. Es un test de cinco preguntas y un análisis de sangre sencillo, como los que miden el azúcar de los diabéticos, que nos da una cifra de 1 a 10 siendo 10 estúpido absoluto. Yo mismo di 3, lo cual me tranquilizó porque durante un tiempo creí estar loco, pero eso no es tonto y tampoco, por todo lo que he explicado, es lo mismo que ser estúpido. 

Tienen todos los estudios a su disposición. Soy consciente de la peligrosidad de este test para nuestra manera de ver la sociedad y la forma en la que nos relacionamos. Sin embargo también creo que, como las videoconferencias, internet o la energía atómica puede hacernos ser mejores, evolucionar. Otra cosa es que terminemos usando mensajes de texto en vez de video, chistes de gatos en vez de conocimiento o arrasemos ciudades en vez de dar luz a quien no la tiene. 

Yo solamente pongo la herramienta. 

Muchas gracias". 





2-EL IDEOLOGO

Columna de opinión: EL HEDOR DE LA CUANTIFICACION por Roberto Martinez

“Vivimos en una sociedad anclada en el mismo lugar desde el golpe que supuso la conciencia global de ser capaces de acabar con nosotros mismos. Casi como un suicida al borde del puente, en pie y por la parte de fuera, nos vimos demasiado cerca del final con tanta guerra fria y tantas cabezas nucleares en los 80. A partir de ese momento pensar en un movimiento audaz o en un cambio era casi como pulsar el botón equivocado. Por eso, probablemente por eso, optamos por lo menos malo antes que por un cambio a mejor. Aprendimos a cuantificar y seguimos cuantificando.

Nos hemos cargado más de una ideología a golpe de talonario pero no porque la solidaridad, el reparto de la riqueza o el bien común fueran malas ideas sino porque la mera implantación de supuestos justos siempre ha chocado contra el egoísmo o la subjetividad del individuo. Repartir está bien cuando a uno le toca recibir pero no es lo mismo cuando hay que dar y, en realidad, eso mismo vuelve a ser cuantificar. Los accidentes de tráfico y las ofensas morales que se deciden en los juzgados terminan llegando a una cifra, a una cantidad. Los seguros disponen de parámetros que valoran el daño causado dependiendo de la longitud de la cicatriz pero no de la profundidad. Un brazo sesgado por un exceso de velocidad tiene un precio ero no es tan sencillo valorar el apego mayor o menor que tenemos a ese brazo. No vale lo mismo mi pierna, inútil para algo que no sea andar, que la de un futbolista de primer nivel. Quiero pensar, en un alarde de egocentrismo, que mis conexiones neuronales son más valiosas que algunas otras porque también las entreno. Sin embargo el futbolista vale más si mete más goles y yo valdré más si publico más. El mejor artista es el que llena más estadios, el mejor producto es el que más vende y el profesional de éxito es el mejor pagado.

Simplificación y cuantificación. Menor consumo. Más eficiencia energética. Más barato. Más visitas en Internet. Más sexo se supone mejor salud sexual.

Pero sabemos, usando el cerebro tres centésimas de segundo, que no es así.

Los últimos años, abrumados por una sensación de injusticia consentida, hemos vivido bombardeados con estudios que hablan de felicidad en diferentes paises. Sociólogos se han sentado a valorar y, una vez más, cuantificar algo tan etéreo como ser feliz y han llegado a la conclusión de que hay países felices en zonas insospechadas del planeta. Pero los flujos migratorios siguen moviéndose al ritmo que marca el dinero. Ningún político promete felicidad pero sí rebajas de impuestos, subvenciones para todos, wifi gratis o pensiones eternas. Lo cierto es que no existe una opción viable de cambiar el mundo sino regodearse, como un cerdo en un lodazal, en lo mismo una y otra vez mientras el hedor va creciendo.

De alguna manera existió un momento en el que la política, entendida como un conjunto de personas capaces de orientar a los demás por el camino correcto, desistió de intentar enseñar a los demás, de educar. Resultó mucho más rentable acaparar el poder como quien vende una licuadora que apostar por la inteligencia de una masa que se dedica a sumar y restar para pagar sus facturas y sus caprichos. Si en una propuesta electoral doble se pone, en una mano, un caramelo de limón y en la otra la paz en el Congo, casi como en aquel experimento de Walter Mischel y los marshmallows, la democracia se quedaría con el caramelo demostrando que las emociones han ganado a la lógica y eso no augura un futuro prometedor. La apuesta, racionalmente correcta, de esperar que una sociedad más madura e inteligente fuera capaz de decidir por si misma el camino más correcto se ha visto incorrecta.

En la seguridad vial tenemos un ejemplo atronador. Hicimos coches más rápidos y más seguros. Construímos autopistas de seis carriles y pedimos a los conductores que dejaran de matarse pisando el acelerador para ver lo que se siente. Se lo pedimos por favor, se lo pedimos poniendo imágenes de muertos desangrados en sus ojos. Tras las dos centésimas de segundo de impacto volvían a subir las cifras de muertos en carretera. Entonces llegaron las multas que es una manera de ir a las malas y dejaron de correr y de matarse. Dicen “hay que conducir con responsabilidad” pero en el fondo lo hacen para no ser multados.

Tras todos estos años es necesario un cambio que no nos lleve al abismo al que estamos abocados. La distribución de la riqueza o la solidaridad social son los “papá no corras” que nos tranquilizan pero no nos hacen cambiar lo que hacemos que es, en definitiva, lo que somos.

Mientras sigamos en el juego de la cuantificación seguiremos haciendo más profunda la herida que enfría lo que dijimos que queríamos ser como sociedad. Para eso hace falta valentía y un planteamiento nuevo que evite agravios comparativos basados en cantidades.


Cuando se pierde a un familiar en un accidente la justicia establece la cantidad económica en que se valora el amor perdido y eso es demasiado frío pero es la manera en la que hemos aprendido a medir algunas cosas. Si pudiéramos medir, de forma incontestable, las sensaciones, la bondad, la honestidad o solamente la realidad de los deseos, en ese caso debería desdecirme.”


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